ELINOR OBSERVÓ A Emma cuando la vio cruzar el umbral. Se había puesto una cantidad de maquillaje tan excesiva que parecía un payaso. Tenía que decírselo, lo contrario sería propio de una mala amiga.
Carraspeó un poco.
—Eres la muchacha más bonita que he visto en mi vida, pero me parece que te has puesto demasiado maquillaje.
—¿Tú crees? Es que el espejo de mi cuarto no es muy bueno y no me veo bien —aseguró Emma.
Elinor sintió un gran alivio. Emma no se lo había tomado a mal.
—Lo sé. Además, no hay mucha luz, la ventana está tan alta que apenas deja entrar la claridad.
Le dio a Emma su espejo.
—Acércate a la ventana y te verás mejor.
La chica soltó un grito al verse.
—¡Madre mía, qué espanto! ¿Tienes algo con lo que pueda quitármelo?
Elinor se dirigió a su lavabo y humedeció una toallita de felpa.
—Toma. Elimina el colorete de las mejillas y el lápiz de labios, el resto está bien.
—¿La sombra de ojos?
—Yo lo dejaría, sin lo demás sí queda bien.
—¿Tú no te maquillas nunca? —Emma se frotaba las mejillas, que adquirieron un color rosado natural bajo las pecas.
Elinor se encogió de hombros.
—Un poco de lápiz de labios a veces. El maquillaje lo hacen para las mujeres blancas.
Emma la miró.
—Pues si yo soy la muchacha más bonita, tú eres la más hermosa que he visto en mi vida, y no te hacen falta más colores —aseguró, y Elinor quedó encantada con el cumplido.
En realidad, ella nunca había pensado en su aspecto, no le parecía importante y en su familia nunca se hablaba de esas cosas. Su madre solía decir «qué lista eres, qué bien lo has hecho», pero Elinor no creía haberla oído nunca comentar el físico de nadie, ni el suyo ni el de ninguna otra persona. Su padre le acariciaba la cabeza, pero resultaba difícil saber si era algo más que una expresión de cariño. En su familia, su madre era la que hablaba, y su padre el más práctico de los dos. Elinor siempre pensó que por eso precisamente encajaban tan bien.
Cuando le contó a su madre que había encontrado trabajo, la pobre se echó a llorar.
—Estoy muy orgullosa de ti —dijo entre sollozos—. George, di algo —animó enseguida a su padre, y él alargó la mano y le dio una palmadita en la cabeza.
Emma interrumpió los pensamientos de Elinor.
—¿Nos vamos?
—¿Tenemos que acordar cómo debemos comportarnos?
—Qué va. Haremos lo que ha dicho la señorita Lansing. Observamos cómo trabajan y si la comida es buena. No puede ser tan difícil, ¿no? Yo nunca he estado antes en un restaurante, ¿y tú? —Emma se puso el abrigo, que había dejado encima de la cama mientras se lavaba la cara.
Elinor abrió el armario y sacó el suyo, que siempre colgaba nada más llegar. Pasaba allí dentro la mayoría de los días de la semana, y la irritaba el desorden. Gracias a Dios, Emma y ella solo habían compartido habitación un par de semanas, porque a su amiga parecía resultarle imposible colocar las cosas en su sitio.
—Mi familia y yo vamos al pub una vez al año, cuando a mi madre le dan el aguinaldo de Navidad. —Elinor guardó en el bolso el dinero que le había dado la señorita Lansing. Las había animado a pedir todo lo posible.
—¡Qué emocionante! —dijo Emma alterada, casi sin poder controlarse.
—¿No tienes pañuelo? —preguntó Elinor. Le dio un chal que le había tejido su madre—. Puede que tengamos que esperar un rato fuera.
—Gracias. —Se cubrió el cuello con él y se encajó el sombrero—. Ya podemos irnos.
SE QUITARON LOS abrigos y los colgaron en los percheros junto a la entrada. Después de deshacerse del suyo, Elinor miró a su alrededor. Era un restaurante bastante acogedor a su manera. Como un pub, aunque no exactamente. Había un bar y, apoyados en la barra, varios hombres bebiendo cerveza. Las paredes estaban revestidas de madera en lugar de empapeladas.
Les dieron una mesa, no muy lejos de uno de los amplios ventanales, y comprobaron que las sillas eran muy cómodas. Los clientes que había alrededor las miraron brevemente, pero luego reanudaron la conversación con sus compañeros de mesa.
Los empleados parecían contentos, todos iban de un lado para otro con montones de platos colocados a lo largo de los brazos. El máximo que Elinor pudo contar que llevaba un solo camarero fueron ocho. ¿Cómo lo hacía?
—No mires boquiabierta —le dijo a Emma.
El examen totalmente indiscreto de Emma incluía observar a cada cliente de pies a cabeza, levantar la vista en cuanto un camarero pasaba cerca con un plato y seguir con la mirada a cualquiera que se pusiera de pie.
—¿Así? —preguntó entre dientes.
Elinor sonrió.
—Sí, mucho mejor. —Se inclinó hacia delante y susurró—: No podemos permitir que se den cuenta de lo inexpertas que somos.
Emma asintió.
—Claro, pero ¿por dónde empezamos?
Elinor se puso a leer la carta con tanta indiferencia como pudo, y lamentó no poder meterla a escondidas en el bolso, pero claro, si la vieran sería un escándalo, así que tendría que esforzarse por recordar todo lo que allí había: carnes, caviar, tortillas, salmón, salchichas… Hasta bogavante. Todo mezclado de un modo desconcertante. ¿Bogavante con asado, por ejemplo? Sonaba repugnante. Se estremeció. En el Flanagans no servían nada por el estilo. También figuraba en la carta algo que llamaban hamburguesa. Un filete de carne picada entre dos rebanadas de pan. Había oído hablar de ese plato, pero sus compañeros de la cocina le dijeron que solo lo tenían en América. ¿No vendría de allí también la idea del bogavante con asado?
Oyeron un carraspeo a su lado.
—¿Quieren pedir ya?
Elinor y Emma levantaron la cabeza al mismo tiempo, y Emma respondió al camarero con una de sus radiantes sonrisas.
—Hay tantos platos que me da vueltas la cabeza —dijo con tono amigable—. ¿No puede elegir usted por nosotras? —Ladeó la cabeza y parpadeó varias veces con sus ojos maquillados.
«Muy bien, Emma», pensó Elinor. Ella jamás sería capaz de actuar de ese modo, pero creía que la jugada saldría bien. El joven camarero estaría al servicio de Emma el resto de la noche, y eso facilitaría su misión.
—Pues… Claro, claro que puedo recomendarles alguna cosa —le respondió. A Elinor ni la había mirado siquiera, pero a ella no le importaba en absoluto. El encanto de Emma era tal que, cuando uno la tenía delante, olvidaba casi todo lo demás.
—Gracias, muy amable —respondió ella sonriendo.
—¿Qué desean beber? Empezaremos por eso —dijo el camarero.
—Queremos algo que esté rico pero que no tenga alcohol, ¿verdad? —dijo volviéndose hacia Elinor, que asintió.
—Muy bien, enseguida —dijo el camarero, que, con una leve inclinación dirigida a Emma, se alejó de allí.
—Pues yo creo que al camarero le doy un uno. —Emma se acercó a Elinor y le susurró—: A ti ni te ha visto.
Sacó del bolso un cuaderno y un lápiz mordisqueado y se los dio a Elinor, que se sobresaltó al ver el aspecto repugnante del lápiz.
—Escribe tú —le dijo—. Estoy de acuerdo en lo del uno.
Y entonces ocurrió lo que Elinor tanto había temido desde siempre. Aquello que su madre le había advertido y que a su padre le ocurría a diario.
El camarero no volvió con la bebida, sino con un mensaje del propietario: Elinor no podía sentarse a cenar allí con su amiga.
Elinor se encogió como un perro asustado mientras las dos se encaminaban a la salida. A pesar de que el camarero se había dirigido a ellas en voz baja, todo el restaurante se volvió a mirarlas mientras las acompañaba. Elinor habría querido volverse invisible. Le ardían las mejillas. ¿Qué diría ahora la señorita Lansing?
Los clientes se las quedaron mirando, pero nadie dijo una palabra y, al llegar a la puerta, Emma se volvió hacia ellos. Sin preocuparse lo más mínimo por sí misma, les lanzó un escupitajo digno de una jamaicana furiosa de Notting Hill.