LINDA FUE PASEANDO hasta Victoria Station. Si caminaba a buen paso, tardaría treinta minutos, como máximo, y le quedarían otros diez para encontrar el tren. Tenía que cambiar en Slough, pero el viaje, tramos a pie incluidos, solo le llevaría algo más de una hora. No le daría tiempo de leer el último capítulo del libro que tenía entre manos. No pasaba nada, estaba plagado de asesinatos de mujeres indefensas y, aunque al final resolvían todos los crímenes, las pobres no tenían salvación.
Más tarde, mientras caminaba el último trecho del paseo hasta la casa, se alegró de haber rechazado el ofrecimiento de que fueran a recogerla. Ya había bastantes cosas poco habituales en su vida. En el Flanagans servían caviar ruso y champán como si fuera algo que la mayoría pudiera permitirse. Si sus antiguos amigos del pueblo la hubieran visto, no habrían dado crédito. Ella, la huérfana que vivía con su abuela, se pavoneaba paseándose por su propio hotel como lo más natural del mundo.
De vez en cuando sentía una nostalgia terrible de su hogar de Bohuslän. No tenía más que cerrar los ojos para recordar la playa cubierta de algas, los baños de abril en el mar, cuando el agua no estaba a más de diez grados, y el apetitoso aroma que despedían los filetes de caballa que asaba la abuela.
El que ni un solo vecino hubiera ido a verla a Londres era culpa suya. Habría podido invitar a las amigas con las que aún tenía contacto allí, como Gunilla, por ejemplo, pero, no sabía muy bien por qué, apenas había mencionado en sus cartas el hotel hasta el momento. Naturalmente, sabían que su padre había fallecido y que su abuela había ido a Londres, pero Linda nunca les habló del trabajo de su padre. Bastante tenía con que fuera inglés, y con que ella supiera hablar una lengua que allí desconocían. La mayoría de sus amigos no se habían alojado en un hotel en la vida, ni siquiera en Suecia.
¿Y para qué, si vivían en el lugar más hermoso del mundo?
Le resultaba doloroso pensar en todos aquellos recuerdos, y eso que ni siquiera se había permitido evocar la casa de la abuela. «Para ya —se dijo—, para inmediatamente. Piensa en lo estupendo que es librarse de la nieve.»
Con esa idea en mente, miró a su alrededor. Pronto habría llegado a la mansión, y los cuidados senderos, los setos recién podados y el brillante césped también eran muy hermosos. Tenía por delante una espléndida jornada con Mary, así podría dejar de pensar en Bergsbacka.
Y para la vuelta sí debería aceptar la oferta de que la llevaran en el lujoso coche de su amiga.
JOHN Y PHILIP ABRIERON la puerta. Los pecosos gemelos pelirrojos se disputaron el recibirla primero y luego empezaron a hablar a la vez mientras se peleaban por llevarle la maleta.
Linda logró distinguir las palabras «mamá, salón, té, ven por aquí», y cuando le dio el abrigo a la criada, siguió a los hijos de Mary, que ya iban escaleras arriba a su habitación cargando la maleta entre los dos. Siempre que iba de visita le asignaban aquel cuarto y, una vez más, le llamó la atención lo hermoso que era. Su amiga había decorado todas las habitaciones con muchísimo gusto, tal como correspondía a una mansión británica, con doseles, papel de suaves estampados en las paredes y pesadas cortinas de un terciopelo que había encargado en Francia, y con el que luego había trabajado su costurera. En la chimenea crepitaban unos troncos. Cubrían el suelo alfombras chinas de seda tejidas a mano, y unas lamparitas colocadas aquí y allá creaban en el dormitorio un ambiente aún más cálido y acogedor. Las cortinas impedían que entrara la luz del sol, pero Linda sabía que Mary prefería que fuera así en los dormitorios.
Una no podía sino adorar todo aquel lujo.
—Muchas gracias por subirme la maleta —les dijo a los niños sonriendo.
—Cuando te hayas quitado el polvo del viaje puedes bajar —dijo uno de ellos.
—Todos te están esperando —añadió el otro.
—¿Todos? —El buen humor se le esfumó en el acto.
—Sí, bueno, mamá —respondieron los dos con una amplia sonrisa.
Respiró aliviada. Mary era muy sociable, tenía un amplio círculo de amistades y era muy capaz de haber olvidado poco después la promesa que le hizo a Linda de que ella sería la única invitada. Su amiga era famosa por su hospitalidad y por sus espléndidas fiestas, algo menos frecuentes los últimos años, puesto que la salud del conde había empeorado, pero seguía organizando como mínimo una por temporada.
Linda se había perdido el baile de máscaras del otoño, pero tenía intención de participar en la búsqueda del tesoro del verano. El ingenio inagotable de Mary resultaba tan inspirador en la actualidad como lo era cuando la ayudó a organizar las fiestas del Flanagans.
—Voy enseguida. Id bajando vosotros, conozco el camino —dijo sonriendo a los gemelos.
Se instaló y sacó de la maleta las escasas prendas que llevaba. Lo único que tenía que hacer ahora era ponerse una blusa y unos zapatos cómodos. Y un par de medias más finas. La falda del viaje tendría que valer, pues no llevaba otra. El vestido se lo pondría para la cena.
Se retocó el lápiz de labios, se puso unos zapatos más elegantes y se echó la chaqueta por los hombros. Luego salió del dormitorio y bajó la escalera, que era tan suntuosa como la del Flanagans.
Aquella había sido una buena decisión. Tenía que empezar a tomarse algo de tiempo libre de vez en cuando. El trabajo sería más interesante si se apartaba del hotel más a menudo.
No hacía falta que nadie le dijera que debería beber menos y descansar más. Un paseo al día no lo compensaba.
Abrió las puertas del salón y a Mary se le iluminó la cara al ver a Linda.
—Darling, qué fin de semana tan maravilloso nos espera —dijo acercándose a ella y estrechando las manos de su amiga entre las suyas—. Ven, ven. Vamos a tomar el té antes de bajar a la bodega a elegir las botellas que apuraremos luego.
Mary tenía una presencia tan glamurosa que resultaba imposible apreciar la bondad que había detrás de tan buenos modales. Linda, en cambio, sí lo sabía. A lo largo de los años, había visto numerosas pruebas de su gran corazón, y en todo Londres no había nadie que hubiera tenido tanto éxito reuniendo dinero para los más desfavorecidos.
Cuando el servicio dispuso en la mesa de caoba que había ante la gran chimenea lo que lady había pedido, las dos amigas se sentaron en los cómodos sillones. La anfitriona se reclinó un poco.
—¿Quieres que repasemos primero los escándalos? —le preguntó.
—De mil amores —respondió Linda sonriendo.
Mary se incorporó, tomó un sorbo de té y luego sacó un cigarrillo de la pitillera que había en la mesa.
—Pues verás…
UN PAR DE horas después era el momento de elegir las botellas de vino, y Linda pudo explorar a solas la bodega. No era ninguna experta en vinos, pero le gustaba la idea de dejar que las botellas reposaran en un cuarto propio para que el contenido madurase. Era un tema que siempre fascinó a su padre, no tanto por interés personal como por el hotel. Se sentía orgullosísimo de su carta de vinos, y tenía contactos con los proveedores de la mayoría de los países del Mediterráneo.
Empezó a girar una de las polvorientas botellas mientras pensaba en él. Al cabo de unos instantes volvió en sí y apartó enseguida la mano. Esos giros eran un arte en sí, y por nada del mundo quería estropear aquella colección. Empezó a caminar con las manos a la espalda examinando una hilera tras otra hasta que se decidió por un par de botellas de vino italiano que no tenían polvo.
Con una botella en cada mano, subió los peldaños de piedra y, cuando llegó al gran vestíbulo, oyó voces procedentes del salón. ¿Sería el lord, que ya había llegado a casa? Linda estaba deseando verlo de nuevo. Siempre tenían mucho de lo que hablar y el hombre parecía apreciar su compañía tanto como ella la de él. Y entonces le llegó otra voz de hombre. Se oyeron risas.
Linda soltó un hondo suspiro.
Aquella era la especialidad de Mary. A pesar de haberle asegurado lo contrario, también en esta ocasión tenía un plan para su vida privada. Siempre lo tenía. «Es un delito y una lástima que tú, con lo maravillosa que eres, estés sola, sin un hombre que llevarte a la cama», le decía siempre.
Ella no sentía ninguna lástima de sí misma. Estaba sola, en efecto, pero ¿era digna de lástima? Desde luego que no. Tenía el hotel y… un montón de empleados.
Un tanto irritada, abrió las puertas.
Los hombres estaban de espaldas y solo Mary la vio entrar.
—Ah, mirad, ya está aquí Linda. Archie se encontró en el centro con un conocido y lo ha invitado a cenar. —Era una mentira de lo más obvia. Las maniobras de su amiga solían ser más finas—. Y fíjate, resulta que se aloja en el Flanagans. —Los ojos de Mary brillaban de entusiasmo.
El hombre, de elevada estatura, se volvió hacia Linda.
—Encantado de conocer por fin… —Guardó silencio de pronto y se la quedó mirando.
¿Acaso tenía telarañas en el pelo tras la visita a la bodega? Era posible, naturalmente. Aquel hombre era el mismo al que había visto en la recepción el día anterior, y una vez más tuvo la sensación de que lo conocía. Por fin iba a saber quién era. Pensó que quizá trabajara en el cine, ¿lo habría visto en alguna película? En un papel de canalla, en todo caso. Aquellas cejas tan negras, que enmarcaban unos ojos no menos oscuros, lo convertían en un tipo ideal para roles así.
Linda dejó las botellas en el carrito y le dio la mano.
—Linda Lansing —dijo.
La cara del hombre se iluminó lentamente con una enorme sonrisa.
—Miss Lansing, en efecto. Lo cierto es que he pensado en usted todos estos años. —Le estrechó la mano. Más que estrechársela, la retuvo con firmeza. Linda percibió el suave aroma a una colonia varonil—. ¿No lo recuerda?
Ah, pero, entonces, ¿se conocían? Por más que se esforzaba, no lograba identificarlo. Meneó la cabeza.
—Debió de ser en 1949, hace más de diez años. Nos conocimos a bordo del Britannia, usted venía a Inglaterra porque su padre estaba enfermo. Soy Robert Winfrey.
—El hombre que, literalmente, cae sobre su presa —sonrió Linda—. ¿Cómo podría olvidarlo? —Liberó la mano de las de él sin dejar de examinarlo. Ahora que sabía quién era sí lo reconocía, cómo no. Había transcurrido una eternidad. Entonces ella era otra persona. ¿Habría cambiado él tanto como ella durante esos años?
—¡Ah! ¿Os conocíais? —preguntó Mary con voz cantarina—. Qué maravilla. Ni que decir tiene que ya podéis pasar al tuteo. No aceptaré lo contrario. —Rio feliz.
—Por supuesto que sí —dijo Linda, volviéndose al marido de Mary—. Me alegro de verte otra vez, gracias por invitarme —le dijo mientras se besaban en las mejillas.
—Nosotros también nos alegramos —respondió Archibald Carlisle, y Linda vio cómo Mary deslizaba el brazo bajo el de su marido. ¿Serían conscientes aquellas dos personas, que lo tenían literalmente todo, de lo afortunadas que eran? Y no por su posición económica, que, por supuesto, les proporcionaba ese tipo de cosas con las que otros solo podían soñar, sino por lo bien que estaban juntos. Cierto que existía entre ellos una gran diferencia de edad, y Mary llevaba tiempo diciendo que echaba de menos las relaciones íntimas, pero era evidente que se querían. A Archie le brillaban los ojos de orgullo.
Linda temió en su momento que, como tantos otros hombres, quisiera refrenar el carácter abierto de su mujer, pero parecía tener en ella la confianza suficiente como para dejar que siguiera siendo la joven vivaz de la que se había enamorado. Aún sonreía encantado cuando su mujer decapitaba verbalmente a alguien que lo merecía. Linda lo apreciaba mucho por eso. Según decía Mary, su esposo tenía sus fallos, pero eran tan leves que no valía la pena mencionarlos.
En todo caso, por lo que a ella se refería, en esos momentos Linda se mostraba escéptica con respecto al lord. El majadero del barco no era muy buena compañía, porque, aunque su marcado acento americano pudiera inducir a más de una persona a creer que era un tipo agradable, a ella no la engañaba.
A MISTER WINFREY —«Por favor, tienes que llamarme Robert»— lo situaron al lado de Linda, y lo que debería haber sido una grata velada entre dos amigas se convirtió en una reunión. La insistencia de Mary en que «se le había olvidado» resonaba más falsa que nunca, pero resultaba imposible estar enfadada con ella por mucho tiempo. Se comportaba como una anfitriona adorable para los catorce invitados, y Linda debería avergonzarse si en lugar de disfrutar de la espléndida mesa se pasaba la velada de mal humor.
—Háblame de tu hotel. Es la primera vez que me alojo en él, muy agradable, debo decir.
—¿Agradable? —Linda soltó una risa—. No es poco lo que he oído decir del Flanagans, pero lo de «agradable» es la primera vez. —Tomó un par de sorbos de vino, pero se contuvo al recordar los dos whiskies que se había bebido en su cuarto mientras se cambiaba para la cena.
Winfrey sonrió.
—Una vez allí, resulta difícil dar crédito a los rumores.
—No entiendo, ¿qué rumores?
—Es posible que solo cundan entre los caballeros de mi círculo de conocidos. —Se inclinó para acercarse un poco más a ella—. Dicen que el Flanagans es discreto con la información sobre sus clientes, que allí uno puede sentirse… seguro.
—La verdad, no entiendo a qué te refieres exactamente —mintió Linda, y alargó la mano de nuevo en busca de la copa—. Eso sí, me alegro de que mis empleados sepan callar sobre las posibles peculiaridades de nuestros huéspedes. Lo contrario sería un horror. —Apuró el resto del vino. Estaba muy bueno. En combinación con el faisán que habían comido, seguramente cazado por el mismísimo lord en persona, resultaba perfecto.
Dejó la copa en la mesa y decidió cambiar de tema en lugar de seguir hablando de qué concepto tenían los hombres acerca de su hotel.
—¿Cómo van las fotografías y los aviones?
Recordaba que Winfrey le había hablado de ello cuando se conocieron en el barco, y diez años después el tiempo le había dado la razón. La gente volaba de aquí para allá como si fuera algo perfectamente natural. Linda no, desde luego, pero se debía sobre todo a que no tenía tiempo.
Él pareció satisfecho al comprobar que recordaba su conversación de entonces.
—Bien, gracias. ¿Has volado ya alguna vez, Linda?
Ella negó con la cabeza, luego asintió al criado para que le sirviera más vino.
—Yo recuerdo más cosas de ti —dijo Robert—. La última vez que nos vimos no bebías alcohol. —Sonrió y alzó la copa—. En fin, brindemos.
—¿Por qué brindamos?
—Porque sigues siendo la misma, pero no del todo.
Se retorció incómoda ante su mirada escrutadora. ¿A qué venía aquella necesidad de criticarla? Él no era el único que lo hacía. Siempre había alguien, si no era una cosa, era otra… Era demasiado, demasiado poco, demasiado sueca, demasiado británica…
Tomó un par de buenos tragos de vino. Tal vez se sintiera menos irritada si se entonaba un pelín. Nadie tenía que decirle que hoy era una persona distinta a la de hacía diez años. Pues claro que lo era. Ahora sabía de qué eran capaces las personas, algo que ignoraba cuando dejó Bergsbacka. Entonces incluso se sorprendió cuando aquel hombre actuó de un modo tan brusco a bordo de aquel barco. En la actualidad, se limitaba a encogerse de hombros ante ese tipo de comportamiento.
—Estábamos hablando de ti, de tus aviones. Háblame de esa industria. Después de todo, dirijo un hotel y, para mi sorpresa, muchos de mis clientes llegan a Londres en avión —dijo con una risa forzada. El leve adormecimiento de los labios le indicó que el alcohol estaba haciendo su trabajo. «Bien —pensó secamente—, dentro de unos minutos puede que incluso pueda reír con naturalidad.»
—¿De verdad te interesa? —dijo él sorprendido.
—¿Por qué no me iba a interesar?
La observó con una mirada impenetrable.
—La industria aeronáutica no es lo que más interesa a las mujeres.
Ella se encogió de hombros.
—Pues yo quiero saberlo todo sobre los vuelos en avión. Convénceme a mí, que no conozco la experiencia.
LINDA ENCENDIÓ EL cigarrillo y dio una buena calada. Hacía frío en la terraza, pese a la estola de visón que llevaba sobre los hombros. Mientras el humo ascendía hacia el cielo, dejó vagar libremente sus pensamientos. Por un instante, se sintió relajada. Y con un grado de embriaguez satisfactorio.
—Darling, ¿lo estás pasando bien? —Mary apareció a su lado y encendió un cigarrillo.
—Sí, aunque debo reconocer que me he sentido abrumada con la fiesta —dijo Linda—. Por lo demás, sí, gracias, una cena muy grata, a pesar de que, como siempre, he bebido un poco más de la cuenta…
—Es maravilloso, ¿no crees?
—¿Quién?
—Tu caballero, el que te acompaña a la mesa, naturalmente. Robert. Si yo estuviera soltera… —Era lo que Mary decía de todos los hombres que le presentaba a Linda.
—¿Y qué ventajas le ves tú a ese hombre? Cuéntame —le rogó sonriente. Sabía que Mary ya había pensado la respuesta. Seguro que podría llevarse a casa una lista completa.
—Todas. De verdad, todas. ¿No sabes quién es? Es uno de los principales fotógrafos de guerra de América. Tienes que haber oído su nombre.
Linda meneó la cabeza.
—Lo que presenció durante la guerra es… Que se pueda sobrevivir a cosas así…
Mary había conseguido despertar la curiosidad de Linda.
—Yo creía que trabajaba con aviones.
—Sí, en la actualidad. Durante un tiempo tuvo muchísimos problemas con lo que vio en la guerra y, según él mismo dice, ha dejado de lado la cámara. No le gusta hablar del tema.
Se acercó y le susurró a Linda al oído:
—Es bien parecido, no cabe duda, valiente y, casi con seguridad, acaudalado, puesto que le gusta a Archie. Hace años que lo conocemos. Estuvo casado, pero ahora se ve que sus caminos se han separado. Entre tú y yo, te diré que creo que ella tuvo una aventura mientras él se dedicaba a documentar cadáveres desmembrados. ¿Has oído algo más horrible?
No se tomó la molestia de responder. Seguro que Robert era un buen partido; pese a todo, a ella no le interesaba. Y no era tanto por él como por ella misma. Claro que daba igual cuántas veces se lo dijera a Mary, su amiga se resistía a entenderlo.
Linda apagó el cigarrillo en el cenicero que había en una de las mesitas, junto a las puertas abiertas.
—Mary, eres mi mejor amiga y sé que quieres lo mejor para mí, pero ese hombre, Robert Winfrey, no es mi tipo ni remotamente. Es enorme y tiene los ojos demasiado oscuros y la mirada demasiado intensa. Y ya sabes lo que opino de los hombres separados. Además, es curioso de más. ¿Cómo se te ha ocurrido pensar que podría atraerme un hombre así?
Se rio girando la cabeza y, demasiado tarde, se dio cuenta de que Robert estaba en el umbral. La mirada que le dedicó antes de dar media vuelta indicaba que había oído todo lo que acababa de decir.
—Mira que eres mala… —dijo Mary entre risas—. Sé que piensas exactamente lo contrario. Ven, vamos a tomarnos un café antes de que empiece el baile.
Fueron del brazo hasta donde se encontraban los demás, que ya se habían levantado de la mesa y habían formado pequeños grupos en el salón. Linda buscó a Robert con la mirada. Quería disculparse, explicarle que era una broma que tenía con su amiga. Contarle que era un diálogo ensayado y repetido desde hacía muchos años.
En cuanto lo vio, se acercó enseguida.
—Creo que ahí fuera has oído algo que no debías oír —le dijo.
Él clavó sus ojos en los de ella. Y por más que lo intentó, ella no logró apartar la vista. Era como si le estuviera transmitiendo algo sin palabras. Aquellos ojos, que tan animados brillaban durante la cena, irradiaban ahora algo totalmente distinto. En todo caso, Linda no quería pensar en lo que veía en su mirada, solo decirle que lamentaba las palabras de hacía un momento y, haciendo un esfuerzo, logró mirar al suelo.
Cuando levantó la cabeza para decir que sentía que hubiera tenido que oír aquello, Robert se encogió de hombros.
—Baila conmigo —dijo sin más y, sin aguardar respuesta, la llevó a la pista de baile.
Era un fox lento, y resultó que Robert era un bailarín extraordinario. Su mano la sujetaba con firmeza por debajo de la cintura, y era tan alto que Linda solo le llegaba a los hombros. Quería explicarse, pero apoyó la cabeza en su hombro y disfrutó del baile. «Hacía mucho tiempo que nadie me agarraba así», pensó confusamente. Y, la verdad, Robert olía mejor que la mayoría.
Y justo cuando acababa de decidir que podía plantearse otro baile, él se detuvo, le soltó la cintura y la dejó allí sin mediar palabra.