11

 

Londres, 1949

 

 

 

—¡ABUELA!

Linda soltó un grito y echó a correr hacia ella. Le daba igual que la gente que había en el vestíbulo se la quedara mirando, y que, seguramente, fuera cierto que se comportaba de un modo del todo inadecuado al llorar de ese modo y levantar por los aires a aquella frágil anciana, pero era demasiado feliz —y demasiado desgraciada— como para preocuparse por aquello en aquel momento.

—Abuela —dijo llorando, y la dejó de nuevo en el suelo con delicadeza—. Gracias. Esto ha sido horrible sin ti. Horrible. ¿Cómo has llegado hasta aquí? O bueno, eso ya me lo imagino, pero ¿cuándo has llegado? ¿Y por qué has venido? Deberías haberme telegrafiado, así habría podido ir a buscarte. ¿Cuánto tiempo piensas quedarte? ¿Quién se encarga ahora de Tussa? ¿Cómo estás? ¿Y cómo has podido venir tan rápido? —Linda no era capaz de controlarse. La impresión que le había causado ver a la abuela en el Flanagans…

La abuela había viajado una vez a Noruega, y a partir de ahí ya no quiso saber nada más del extranjero, aseguraba.

Y allí estaba ahora, mirando a Linda de arriba abajo.

—Te veo bien arreglada, por lo menos. No te trajiste ropa de luto. —Alargó una mano menuda y rugosa y le acarició la mejilla—. Lo siento, Linda, sé lo mucho que tu padre significaba para ti. He venido en cuanto he podido después de recibir el telegrama. No tendrás que estar sola a la hora de enterrarlo.

No le resonaba en la voz la fortaleza de siempre, pero lo cierto era que había estado muy enferma, pobre abuela.

Aquello era algo tan insólito que no terminaba de entenderlo. Ni en sus sueños más disparatados habría podido imaginarla en el reluciente suelo de mármol del vestíbulo del Flanagans.

—Linda —resonó una voz firme y exigente.

Sacudió la mano ante Laurence, para espantarlo como si fuera una mosca pesada. Su tía y sus primos no eran importantes ahora. No habían mostrado la menor consideración con las circunstancias en las que se encontraba, y no se sentía en deuda con ellos. Oyó que su primo murmuraba «Espera y verás», antes de darse media vuelta y volver con su familia.

—Tenemos que asegurarnos de que comas un poco —dijo Linda, con la maleta de la abuela en la mano. Teniendo en cuenta lo que pesaba, no había pensado quedarse mucho tiempo—. ¿Cuánto tiempo te quedarás?

—Para siempre.

Linda quedó tan estupefacta que dejó caer la maleta de golpe en el suelo.

—¿Qué quieres decir?

—Las dos sabemos que mi muerte será un problema el día que llegue por fin, más aún ahora que no tienes ni a tu madre ni a tu padre. Creo que sería bueno que estuviéramos juntas cuando suceda —dijo con la tranquilidad con la que le hablaría a un camarero que se acercara con una tetera humeante—. Además, ahora tienes aquí un trabajo del que ocuparte, y eso es más importante que el que yo me ocupe de Tussa. La gata está bien con los Larsson, que cuidan de ella y de la casa.

 

 

LINDA PENSÓ INFINIDAD de veces que jamás habría superado aquella primera etapa sin la abuela.

Aquel día brumoso y gris en el que enterraron a su padre, se apoyó en ella. A su lado estaba también Andrew. Eran las dos rocas a las que aferrarse, y cuando su tía y sus primos se acercaron para darle el pésame delante de la iglesia, pareció que comprendían que estaba rodeada de personas que la protegían, porque la trataron con una amabilidad insólita.

La abuela estaba cada vez más recuperada y, un mes después de su llegada a Londres, Linda decidió que ya era hora de instalarse en el apartamento de su padre. The Penthouse, como lo llamaban allí. Con la abuela a su lado, lo conseguiría.

El equipo enviado por la gobernanta se había ocupado de la vivienda mientras Linda no tenía fuerzas, y ahora, al abrir las puertas, notó que olía como si lo acabaran de airear, y en la mesa habían puesto un puñado de hermosísimas rosas amarillas, las flores favoritas de su padre. Se le hizo un nudo en la garganta. Él siempre decía que, si al llegar a casa te recibían unas rosas amarillas, era imposible estar de mal humor. Aunque Linda no recordaba haberlo visto nunca de mal humor. ¿Sería sencillamente que estaba contento de tenerla allí, y por eso nunca vio sus facetas más sombrías?

La abuela venía detrás.

—Esto es muy elegante —dijo sobrecogida. Claro que era una palabra que había dicho en muchas ocasiones a lo largo del mes que había transcurrido. Aunque no se alejaban mucho del hotel, salían a caminar un rato a diario. Y la abuela se detenía a menudo y señalaba una fachada que le parecía más bonita que las demás, o señalaba a las damas distinguidas que veían por la calle. Por lo general, le gustaba sentarse en el banco del delicado parquecillo que había justo delante del hotel. El sol se filtraba por las altas copas de los árboles y la abuela decía que seguro que al abuelo le habría encantado un jardín así.

Llevaba la misma falda larga que cuando llegó. Tenía dos iguales, y con un par había más que de sobra, le dijo tajante a su nieta cuando trató de regalarle algo de ropa nueva y más moderna.

—No debes gastar dinero en mí —aseguró—. Yo he venido aquí a morir, y tener un montón de prendas nuevas que no voy a poder utilizar no me interesa nada. Ahorra ese dinero, puede que lo necesites.

Linda y la abuela siempre habían mirado por el dinero. Su padre había contribuido a su manutención, y la abuela recibía todos los meses un sobre, pero Linda ignoraba qué cantidad contenía y si era suficiente. Ese asunto debía quedar entre su padre y su abuela, pensaba. Tenía una paga semanal, igual que las demás chicas de Bergsbacka, y cuando empezó a trabajar en la farmacia, le daba casi todo el salario a la abuela y se quedaba con una mínima parte.

De pronto vio el gigantesco apartamento de su padre con los ojos de su abuela y comprendió por qué a la buena mujer le parecía fastuoso. Unas cortinas forradas de seda azul marino cubrían las ventanas, numerosas alfombras en colores pálidos protegían el suelo y los sofás del salón —el cuarto que se encontraba entre los dos dormitorios— procedían de conocidas firmas de muebles y ocupaban el centro del espacio. En la mesa había un juego de ajedrez. Linda sonrió. Aún hoy dudaba de si su padre la dejaba ganar o si, finalmente, había llegado a ser tan buena como para superarlo.

Junto a la mesa que había bajo las ventanas del rincón habían tomado el té muchas veces su padre y ella. Ya no le resultaba tan doloroso recordarlo, más bien la reconfortaba por dentro. Ahora sí sería capaz de vivir en el apartamento de su padre. Se sentiría triste a veces, pero no más que en cualquier otro lugar.

—Este salón es tan grande como toda la planta baja de mi casa —dijo la abuela con los ojos como platos. Pasó la mano por el gran piano de cola negro que nadie había tocado nunca, pero que su padre adoraba.

La abuela hablaba a menudo de la casa del pueblo, porque un día, cuando ella muriera, sería de Linda.

—Tienes que ir allí de vez en cuando, no puedes olvidar de dónde eres. Es importante, Linda.

Ella asentía, pero en realidad no quería escucharla. Oír a la abuela hablando de la muerte no era muy alentador, aunque no había día que olvidara sacar a relucir el tema. Sin embargo, ¿cómo iba a pensar Linda en ello ahora? La próxima vez que fuera a su casa, ella no estaría allí. Se le antojaba una idea totalmente descabellada. A diferencia de lo que pensaba la abuela, no creía que pudiera olvidar cuáles eran sus orígenes. ¿Cómo iba a ser posible algo así? Por lo que a ella se refería, ya echaba de menos el mar, que antes veía a diario desde la ventana de su dormitorio, situado en la primera planta de la casa de la abuela. Y sentía que necesitaba estar rodeada de aquella gente parca pero amable. Le encantaban las tormentas y las cabañas pintadas de rojo; la piscina cubierta en la que podías tomar baños fríos; la playa; Berta, la de la lechería, que le daba un par de caramelos para la tos cuando iba a por las botellas de leche…

¿Olvidar aquello? ¿Cómo iba a olvidarlo, cuando cada fibra de su cuerpo lo echaba de menos?

Pero existían alternativas. Aún podía vender el Flanagans a sus primos. Después del entierro de su padre, los dos habían vuelto a la carga insistiendo en ello y aduciendo un sinfín de razones por las que veían inapropiado que ella fuera la directora del hotel. Y aunque Laurence era el portavoz de la opinión de los dos primos, no cabía la menor duda de que Sebastian perseguía el mismo fin. De hecho, seguía fielmente los pasos de su hermano mayor. Ver a una mujer al timón de un hotel de Londres se les antojaba una aberración. Si añadíamos el hecho de que esa mujer era sueca, la catástrofe estaba asegurada.

En su última reunión, Laurence lo expresó así:

—Querida prima, contigo todo se irá a la mierda, y Sebastian y yo haremos cuanto podamos para contribuir a que así sea. Nos quedaremos con el Flanagans. El hotel es nuestro, no tuyo.

Así pensaban. Y, por supuesto, así seguirían pensando.

Su abuelo dispuso que el mayor de sus hijos —el padre de Linda— heredara casi la totalidad del hotel, pero ella no tenía la culpa. Ahora se limitaba a cumplir el sueño de su padre y dirigirlo tras su muerte. Él nunca dijo que debiera compartirlo con sus primos; al contrario, la previno contra ellos. Incluso en su lecho de muerte.

A veces sentía deseos de venderlo. En otras ocasiones se le antojaba que, con algo de ayuda, sería capaz de estar al frente.

Ya había transcurrido un mes y debía empezar a implicarse un poco. Andrew la acuciaba a todas horas, la última vez, aquella misma mañana. Era el responsable de los asuntos económicos y, por el momento, el enlace entre ella y el banco, pero desde luego, tenía razón cuando le decía que el hotel no era suyo sino de ella. El Flanagans necesitaba una dirección emprendedora ya, no más adelante, le decía. Y Linda solo le veía un problema: ella nunca había sido emprendedora, precisamente.

La abuela dijo algo con voz vacilante y Linda se esforzó por volver al presente.

—¿Qué decías, abuela?

—Que soy incapaz de elegir cuál quiero que sea mi cuarto. Elige tú primero.

—Pues yo me quedo con el que era el dormitorio de mi padre —dijo Linda, y estrechó entre las suyas la mano de la abuela—. Eso sí, tienes que entrar conmigo, porque no sé cómo voy a reaccionar…

Sin embargo, en aquel cuarto tan bonito y luminoso no había ni rastro de muerte ni de sufrimiento. Era como si su padre se hubiera ido de vacaciones. La cama estaba hecha, y la mantita con la que tanto le gustaba taparse cuando echaba una siesta, pulcramente doblada a los pies. Linda entró pisando despacio la mullida moqueta de color azul celeste y se acercó al armario. Era el instante que más había temido, pero no habría tenido por qué, pues estaba vacío por completo, y lo único que quedaba era la pajarita de cuadros rojos que había en el fondo.

—Pero ¿qué han hecho con toda la ropa de papá? —preguntó.

Se agachó y recogió la pajarita. Tenía muchas iguales, pero de distintos colores.

Linda miró al pasillo. Allí, con su padre sentado a la mesa, delante del magnífico espejo, intentó una vez hacerle un nudo perfecto. Al final se echó a reír y le dijo que lo dejara, que él haría el nudo, pero que debían seguir practicando hasta que ella dominara la técnica.

No muchos años después, le hacía el nudo como si nunca se hubiera dedicado a otra cosa en la vida, y él le decía que eran los nudos de pajarita más perfectos que había visto jamás.

—Ha sido muy considerado que hayan retirado la ropa —dijo la abuela—. Para mí fue terrible el día que tuve que vaciar el armario de tu abuelo. Aún hoy recuerdo lo mucho que sufrí.

—Yo ya no recuerdo ni a mi madre ni al abuelo —confesó Linda cerrando las puertas del armario—, aunque creo que los he querido mucho a los dos gracias a todo lo que me has contado.

La abuela asintió.

—Los dos eran personas buenas y cabales —aseguró la mujer—. Prométeme que mantendrás los pies en el suelo, aunque vivas en esta gran ciudad y hables inglés. No quiero que te creas nada del otro mundo ni que te des importancia.

Linda meneó la cabeza.

—Por supuesto que no. Ven, vamos a ver las vistas que hay desde aquí.

—Pero si son tejados, sobre todo —le dijo la abuela.

—Sí, pero más allá está el palacio de Buckingham —aclaró Linda sonriendo al tiempo que señalaba—. He pensado que algún día, cuando te sientas con más fuerzas, podríamos ir allí dando un paseo.

A la abuela no parecía impresionarla el palacio.

—Bueno, por qué no —le respondió y, acto seguido, volvió al salón—. A ver, dime cuál es mi cuarto. Luego será la hora del café, ya son las diez.

 

 

ALGO DESPUÉS, AQUELLA misma semana, Andrew invitó a Linda a una cena en su casa. Llegó pronto y tuvieron tiempo de hablar un rato antes de que fueran apareciendo los demás invitados. La abuela se quedó en la suite, no le interesaban ese tipo de reuniones.

—¿Y qué quieres que haga? —preguntó Linda desolada cuando Andrew le insistió en que debía empezar a implicarse en su negocio—. ¿Qué me sugieres?

Los hijos de Andrew estaban al fondo de la sala. Tenía la sensación de que la veían más bien como una mujer acobardada procedente del campo. Y en eso tenían razón.

—Quizá deberías hablar con tus primos, pese a todo… Sé que no están de tu parte precisamente, pero son copropietarios y se supone que quieren lo mejor para el hotel.

Lo miró sorprendida.

—Pero si se dedican a amenazarme día sí día no…

—Sí, ya, pero ¿tú crees que van en serio con esas amenazas? Me cuesta creer que Laurence… Tal vez solo quieran que cuentes con ellos. —Andrew se encogió de hombros—. No sé, Linda, pero a mí me parece que, como familia que sois, quizá deberíais… —No pudo terminar la frase. En ese momento llamaron a la puerta, y el hombre se disculpó con un gesto y se apresuró a abrir.

El apartamento no tardó en estar lleno de gente de distintas edades. Desde la muerte de su esposa, Andrew contrataba ayuda cuando tenía reuniones como aquella, así que disponía de un cocinero y, en el salón, de un camarero que iba sirviendo las bebidas a los invitados.

Linda se sentía incómoda y nerviosa. De no ser porque todos esperaban que se comportara, se habría sentado en un rincón a examinar a los invitados. La abuela tenía razón. La gente de Londres era distinta. Sabían estar, sabían cómo beber sin emborracharse demasiado y parecía que se conocieran desde siempre pese a no haberse visto nunca con anterioridad. Tanto beso en la mejilla era un horror. Ese acercamiento físico le resultaba incómodo y le seguía pareciendo igual de molesto que al principio. Sin embargo, lo hacía siempre, pues sabía lo que esperaban de ella. La abuela era tan afortunada que estaría ya en la cama. Linda sintió envidia.

—Tú tienes que ir —le dijo aquella tarde—. Yo me las arreglaré sola.

Los invitados iban llegando uno tras otro, y entre Andrew y sus hijos les iban dando la bienvenida. La mayoría eran parejas a las que Linda no conocía, pero ella sonreía y saludaba cuando su anfitrión la presentaba como «la nueva propietaria del Flanagans». Luego se apartaban y allí se quedaba Linda, plantada y sola, con una copa en la mano.

—¿Tú también estás sola? —Alguien le dio un toquecito en la espalda, y ella se volvió al oír la voz. Una mujer de su edad. Linda sonrió—. Sí, no conozco a casi nadie —confesó con total sinceridad—. Me llamo Linda —añadió con una sonrisa.

—Yo soy Mary. Encantada.

Estaba preciosa, con un vestido entallado de un tono verde claro. Iba maquillada y llevaba los labios pintados de un color rojo intenso. Linda pensó en su propia indumentaria, amorfa y deslucida, y se tiró de las mangas. Iba sin maquillar y, estaba segura, luciría la palidez de un cadáver.

Estuvieron charlando un rato y, cuando Andrew se acercó a ellas, Linda estaba de muy buen humor.

—Bueno, bueno, veo que ya os habéis conocido —dijo, y les ofreció una copa a cada una—. La madre de Mary y mi mujer eran muy buenas amigas, y Linda es la hija de mi mejor amigo, que por desgracia falleció hace poco. ¿No conoces el Flanagans, el hotel de Linda? —le preguntó a Mary.

Se volvió hacia Linda, sorprendida.

—¿Es tuyo?

Ella asintió.

—¡Impresionante! —Mary señaló el sofá—. ¿Nos sentamos?

Linda apenas probaba la bebida. Aún le costaba lo del alcohol. Mary fumaba. Los anillos de humo ascendían al techo continuamente. Miró a Linda con curiosidad.

—Es maravilloso que una mujer sea la propietaria del Flanagans —dijo dando una honda calada—. Por favor, prométeme que darás muchas fiestas —continuó emocionada—. Grandes fiestas maravillosas, como las que había en Londres antes de la guerra… Entonces yo era demasiado joven, y ahora que soy adulta, en Londres no hay celebraciones con glamour en las que podamos lucirnos quienes somos jóvenes y mucho más bonitas que los demás. —Se rio bien alto y sopló el humo sin toser.

Miraba a Mary llena de fascinación. Era carismática, resultaba imposible dejar de mirarla. «Yo también querría ser así», pensó Linda.

—Estoy bromeando, por supuesto… Yo me dedico sobre todo a flirtear con lord Carlisle, y supongo que al final accederé a casarme con él, pero lo cierto es que me encantan las grandes celebraciones. ¿No son maravillosas? —Dio otro sorbo al gin-tonic que tenía en la mano—. Y tu hotel es fantástico. He tomado allí el té con mi padre en infinidad de ocasiones.

—¿Y conociste al mío? —preguntó Linda.

Mary ladeó la cabeza con expresión pensativa.

—¿Un hombre afable con una risa cálida y alegre?

Linda asintió.

—Pues sí, tuve ese placer. Parecía muy amable. Conocía a todos los huéspedes, y hablaba con todos, incluidos nosotros. Recuerdo que me parecía encantador.

Notó que le ardían los ojos. Tuvo que concentrarse para que no le brotaran las lágrimas. Todos le hablaban de lo mal que su padre había gestionado las cuentas. Lo que de verdad se le daba bien, el contacto con los clientes, lo habían olvidado por completo.

—Lo siento muchísimo —dijo Mary en voz baja. Se inclinó hacia Linda y puso la mano sobre la de ella—. Sé lo que es perder a tu padre o a tu madre.

—Gracias —dijo Linda.

Siguieron hablando de esto y de lo otro, y Linda no tardó en comprender que Mary, sencillamente, estaba esperando a convertirse en una mujer casada. No trabajaba, aunque tenía dinero, y se esperaba de ella que contrajera matrimonio con un buen partido.

—Ya lo sé —dijo Mary—. Estamos en 1949. Aun así, todos esperan que esa sea mi vida. Así que me alegro de conocer a alguien con unos planes de futuro totalmente distintos.

¿De verdad tenía que ser así? ¿Tendría que elegir Linda entre el Flanagans y formar una familia? En aquellos momentos, no pensaba en tener marido e hijos, sino que debía centrarse por completo en el hotel, pero se le antojaba terrible. Cuando la abuela muriera… Verse sola en Londres era una idea espantosa.

Andrew se les acercó y carraspeó un poco, y las dos levantaron la vista. A la derecha de Andrew había un hombre desconocido para Linda. Y a la izquierda se encontraban sus tres hijos.

—Linda, permíteme que te presente a Fred Andersen. Y estos son mis hijos, que quieren conocerte, Mary —dijo Andrew con una sonrisa.

Las jóvenes se levantaron y les dieron la mano.

—Yo soy Mary —se presentó—. Y esta es Linda, una amiga a la que acabo de conocer, pero a ella vosotros sí la conocéis, claro. —Fue como si hubiera notado que los hijos de Andrew ni siquiera miraban a Linda.

Saludaron a Mary con una efusividad ridícula y, mientras estaban ocupados estrechándole la mano, Fred Andersen se dirigía a Linda.

—Lamento tu pérdida —dijo el joven en voz baja. Tenía la mano caliente.

—Gracias. ¿Conocías a mi padre?

—No, en absoluto, solo el hotel. Un establecimiento espléndido, aunque tengo entendido que vas a venderlo, ¿no?

—Desde luego que no —intervino Mary enseguida, dando la espalda a los hijos de Andrew—. ¿Quién ha dicho semejante tontería? Linda piensa dirigir el hotel más codiciado de Londres, ya se lo puedes estar contando a los cotillas de tus amigos. —Dicho esto, sonrió con una dulzura que a Linda le resultó difícil de interpretar. Y Fred pareció tomarse con calma la rectificación.

El joven inclinó la cabeza.

—Pues permíteme que te desee suerte. Y… ¿hasta la vista, quizá?

Linda sintió que se le encendían las mejillas. Por suerte, Andrew se acercó y se llevó a Fred adonde se encontraba el resto de los invitados. Sin embargo, antes de unirse al siguiente grupo, Fred se volvió, la miró a los ojos y le sostuvo la mirada un poco más de lo normal. Ella sintió que un estremecimiento la recorría entera y se giró enseguida hacia Mary, que la observaba divertida.

—Así que te interesa Fred… Mmm. No es mi tipo, desde luego, demasiado larguirucho y flaco para mi gusto, pero puedo imaginarme lo que ves en él.

—Bah, no digas bobadas —respondió Linda sonriendo. Esa chica ya le caía bien. Y si había alguien que pudiera enseñarle cómo había que vestirse y comportarse en aquellos círculos, era ella, sin duda. Además, su nueva amiga le había sugerido algunas propuestas que podía llevar a cabo en el hotel.

—Me gustaría mucho hablar más contigo sobre el Flanagans —dijo Linda entusiasmada cuando se dirigían al comedor—. ¿No podríamos vernos alguna tarde allí? Eso que decías de las fiestas me parece interesante.

—Por supuesto —respondió su amiga con una amplia sonrisa—. Si tú quieres, podemos organizar un acontecimiento que los londinenses no hayan visto en su vida. Dame tu teléfono y te llamaré. Podríamos vernos dentro de un par de días, pero deja que mire la agenda primero.

 

 

—YA PODÉIS PASAR al comedor —anunció Andrew, que acompañaba uno a uno a los invitados a sus respetivos asientos en la mesa.

Linda se animó al comprobar que tendría a Fred a su lado durante la cena. Enfrente de los dos estaba Mary. Sonrió y le hizo a Linda una seña con la mano, como si las dos hubieran compartido un secreto.

Por suerte, Fred era muy hablador, porque Linda se quedó muda de pronto. Los ojos verdes del joven brillaban intensamente, y cada vez que movía las manos, ella veía el fino vello rubio que las cubría, y de pronto la invadió un deseo inmenso de que aquellas manos la acariciaran. Una leve caricia en su brazo desnudo habría bastado. Notó que le subía por el cuello una sensación de calor. ¿Qué le estaba ocurriendo?

Era un compañero de mesa muy animado y, en realidad, Linda no tenía que hacer nada más que asentir de vez en cuando. Hasta que él preguntó: «¿Qué pasará cuando te cases?».

—¿Quieres decir que debería pasar algo en particular? —Ella sonrió. Apenas oía lo que le estaba diciendo, pues era incapaz de apartar la vista de aquellos ojos verdes. Ahora, de pronto, eran casi castaños.

—¿No será difícil llevar la casa, además? Me refiero a cuando vengan los hijos.

—Pues tendré que contratar a una niñera, supongo, pero, sinceramente, casarme no se me ha pasado por la cabeza. Esta situación es tan nueva para mí que lo primero que debo hacer es aprender todo lo que hay que saber sobre el hotel. Y ya llegará el momento de ocuparse de la vida privada. —Se obligó a bajar la vista hacia el plato antes de que Fred empezara a pensar que era una loca. Linda jugueteaba nerviosa con los cubiertos.

—Entonces, de invitarte a cenar más vale olvidarse, ¿no?

Ella levantó la cabeza sorprendida.

—Pues la verdad, me gustaría mucho —le dijo. Sintió como si el corazón le hubiera dado una voltereta en el pecho. Ya se lo habían propuesto antes, pero esta vez era distinto. Que te invitaran a cenar en Londres era algo extraordinario.

La charla siguió su curso, pero ella ya no pudo dejar de pensar en que él quisiera volver a verla. Le habría gustado preguntar cómo era que él y Andrew se conocían, pero lo olvidó por completo. Ya lo haría en otra ocasión.

 

 

LINDA TOMÓ UN taxi para volver a casa y, por primera vez desde que llegó a Inglaterra, sintió algo parecido a la esperanza.

Mary iría a verla al hotel dentro de unos días, y entonces empezarían a organizar una gran fiesta. Y Fred Andersen la había invitado a cenar el viernes siguiente, y ella había aceptado.

Esperanza.

Era una sensación embriagadora, y no creía que su padre se tomara a mal que se sintiera feliz. No por ello lamentaba menos su muerte.

Echó una ojeada al dormitorio contiguo para asegurarse de que todo estaba en orden. La abuela dormía y respiraba pausadamente. Si hubiera estado despierta, Linda se habría acurrucado en la cama a su lado y le habría contado cómo le había ido aquella noche, como siempre hacía en Bergsbacka.

Allí dormían las dos en la buhardilla. Estaba bien aislada, pero era pequeña, y solo una fina pared de madera separaba los dos dormitorios. El abuelo la levantó cuando nació Linda.

Al cabo de unos años la abuela le dijo que podía usar como dormitorio la salita de la planta baja, pero ella no quiso porque le encantaba dormir en la buhardilla, cerca de la abuela.

En la salita se encontraba el sofá de la finca familiar de Grönemad, que a ella tanto le gustaba. En él podían sentarse en Navidad, cuando tenían visita, y los días de fiesta. El resto del año se sentaban en el banco de madera de la cocina, donde la abuela encendía el fuego y preparaba el café. No quería ni pensar en cambiar de sitio aquel sofá antiguo con el que tan encariñada estaba la abuela. Significaba demasiado para las dos.

¿Lo habría cubierto con unas sábanas para que la tapicería azul celeste no palideciera con los rayos del sol que siempre entraban por la ventana? ¿No se habría desecho de él? Lo cierto era que le había dicho a Linda que jamás volvería a Suecia… Ninguna de las dos había mencionado la casa, les causaba demasiado dolor.

Tenía que pensar en otra cosa. De lo contrario, solo conseguiría ponerse triste. Debía centrarse en el futuro, que tan halagüeño se presentaba después de tanto tiempo.

De modo que tendría que esperar al día siguiente para contarle a la abuela cómo había ido la velada.

Cuando, camino del baño, pasó ante el imponente espejo del recibidor, retrocedió sobresaltada. Era como ver a una niña demasiado alta. Un camisón largo de color blanco y una larga trenza a la espalda. Si seguía así, nadie la tomaría en serio, y mucho menos sus primos.

Le pediría ayuda a Mary. Iba tan elegante con aquel peinado corto y el vestido drapeado con cinturón… Como salida de una revista de moda. A ella también le gustaría ir así. Ahora solo era piel y huesos, pero con un cinturón así de ajustado, incluso sus caderas podían verse redondeadas. El sujetador lo llevaba relleno de algodón, como siempre. Cuando era adolescente la llamaban «la tabla», y siempre se avergonzó de estar tan escuálida.

—Así era tu madre también —la consolaba la abuela—. Cuando seas mayor te irás poniendo más rellenita.

Y la abuela tenía razón, naturalmente. Sin embargo, había vuelto a perder peso a causa de la tristeza. ¿Podría recuperar el apetito ahora que tenía algo con lo que ilusionarse?

Delante del lavabo, con el cepillo de dientes en la mano, se preguntó si a Fred Andersen le importarían lo más mínimo sus curvas o su pelo. Lo más probable era que no, que solo quisiera alguien con quien charlar un rato. Más valía dejar a un lado todas aquellas fantasías de inmediato.

Se enjuagó, escupió y dejó el cepillo en el vaso. Quisiera lo que quisiera el tal Fred, ella estaba resuelta a cambiar de estilo. «Por el bien del hotel», se dijo mientras se limpiaba la boca.

«Fuera esa sonrisa», pensó cuando vio la cara de boba que ponía. Pero de nada sirvió. Cuando apagó la lamparita de la cama aún conservaba la misma expresión.