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AL DÍA SIGUIENTE, la abuela sentó a Linda en una silla y decidió romper su silencio:

—Los empleados se te quedan mirando como si fueras una extraña. Yo he callado hasta ahora porque sé que han sido unas semanas difíciles, pero tienes que armarte de valor y decir: «Aquí estoy yo». Así que ya puedes animarte un poco. Tienes la cabeza bien amueblada, pero debes espabilar. —Guardó silencio para tomar aire, antes de continuar—: No puedes ser una persona insegura en Londres, de eso ya me he dado cuenta, y si no tienes confianza en ti misma, tendrás que fingir. Así también puede uno arreglárselas bien.

Linda nunca había oído a la abuela hablar en esos términos. Al principio la miró atónita, pero luego se echó a reír.

—¿Tan miedosa crees que soy? —preguntó.

—Sí, y siempre lo has sido —le dijo con una sonrisa. No cabía la menor duda de lo mucho que la quería, a pesar del tono áspero con el que le hablaba.

—¿Y tienes alguna idea de qué debería hacer?

—Ir a ver a los empleados. Habla con ellos. Eres miedica, pero fuerte. Deja de ser lo primero, sigue siendo lo segundo, así saldrás airosa de esta empresa. El Flanagans es tu herencia, hija mía, no puedes malograrla. —Al ver que su nieta iba a decir algo, alzó la mano para que guardara silencio—. Ya, ya sé que ni tus primos ni tu tía están de tu parte, pero yo sí. Y Andrew. Esa nueva amistad, la joven de la que llevas hablándome todo el día, también, según parece. Así que ya ves, tres contra tres. No tienen ninguna posibilidad —dijo animándola con una sonrisa.

Linda decidió no replicar, se le acercó y le dio un abrazo.

 

 

HABÍA LLEGADO EL día. Después del desayuno, se reuniría con el personal. Reforzada por las palabras de la abuela, decidió ocuparse del asunto e informó a los jefes de que quería celebrar con ellos una reunión. Todos aquellos que no tuvieran algo concreto que hacer a las nueve de la mañana estaban convocados. Portería, conserjería, recepción, cocina, gobernanta… Linda revisó mentalmente todos los equipos. Cerca de ciento treinta personas trabajaban en el Flanagans, y su padre los conocía a todos. Nombre, dirección y circunstancias familiares. Dejó escapar un hondo suspiro. Ella jamás lograría ser tan buena directora como él.

Los jefes veían con escepticismo su posición al mando del hotel, era lógico. Se trataba de una recién llegada, estaba muy verde, era joven y, además, había tenido el poco juicio de nacer con el sexo equivocado, lo que automáticamente implicaba que la considerasen más débil.

Y Linda detestaba pensar que quizá tuvieran razón, que quizá fuera demasiado blanda para ese trabajo. Y a veces pensaba que tal vez se tratara de un error no colaborar con Laurence; era un ser abominable, pero no por eso incapaz de llevar a cabo un buen trabajo. Después de todo, amaba el Flanagans, aunque la odiara a ella.

No podía dejar de sentir cierta pena por los empleados, porque habían pasado del primo Laurence, que no paraba de dar órdenes, a ella, la mujer que escondía la cabeza bajo la manta. Sin embargo, hoy pensaba recuperar el timón y enseñarles quién estaba al mando.

Solo había un problema: no tenía ningún deseo de mandar. Adoptar medidas decisivas para el Flanagans era complicadísimo. ¿Por qué iba ella, Linda Lansing, a hacerlo mejor que otros? Era ridículo pensar que sabría qué era lo mejor para tantas personas; ella, que apenas sabía qué era lo mejor para sí misma. Sería una misión imposible.

Llamó a la puerta del cuarto de la abuela.

—Adelante.

La encontró sentada en el borde de la cama, ya estaba vestida y parecía lista para salir; llevaban una semana bajando a desayunar al restaurante. La abuela había insistido mucho en que Linda debía ver a sus huéspedes al menos una vez al día.

—Buenos días, ¿cómo has dormido? —preguntó Linda.

—Muy bien, gracias. Tengo hambre. Me sentaría bien una rebanada de pan tostado, quizá con mermelada. Y café. —La abuela se incorporó despacio.

—Espera, te doy el bastón —le dijo mientras lo buscaba con la mirada. Allí estaba.

—Gracias. Pues ya podemos irnos —dijo la abuela con voz resuelta—. Quiero que me cuentes qué tienes pensado decirles hoy.

 

 

LINDA HABÍA TRATADO de olvidar lo que le esperaba, pero pronto serían las nueve, y ni por un momento pensaba llegar tarde a su primera reunión de personal.

Claro que no podrían ir todos, pero sí los suficientes. Estaba tan nerviosa que no sabía si aquello saldría bien. Se sentía mareada y habría preferido volver a la cama. Ni siquiera el vestido nuevo que se había traído de Bergsbacka le era de utilidad. Claro que no era culpa de Herta, ella hizo lo que pudo, pero con un cuerpo como el de Linda no había muchas alternativas. Así que el vestido tenía el mismo aspecto anticuado e informe que sus otras prendas, y cuando se calzó aquellos zapatos tan cómodos, quedó patente el aspecto deplorable que ofrecía su persona.

Decidió que el próximo par que comprara sería totalmente insufrible de llevar. Cuando volviera a ver a Mary le pediría consejo y le rogaría que le enseñara a caminar con zapatos de tacón alto.

Linda trató de alisar bien la trenza mientras se la recogía en un moño, pero aquellos rizos con los que había nacido eran indomables. Comprobó con una mueca de descontento que parecía Anna de las Tejas Verdes.

Se encaminó con pesadumbre a la zona de las cocinas, donde se suponía que debía dar algo así como un discurso. «Procura ser alentadora», le había aconsejado la abuela, para acto seguido añadir que no la acompañaría. Lo cierto es que Linda se enfadó por ello. Habría necesitado su presencia en aquellos momentos, pero la mujer le dijo que estaba demasiado cansada y que sería mejor para ella que se ocupara sola del asunto.

La sala de reuniones era espaciosa. Le daban usos muy diversos; por ejemplo, servía para preparar grandes celebraciones de boda. Ella no sabía si seguían recibiendo reservas para ese tipo de fiestas en el Flanagans. La última vez que oyó hablar de ellas fue antes de la guerra. ¿No debería promover de nuevo la organización de grandes celebraciones? Si con ello podían ganar dinero, valía la pena considerarlo, desde luego.

El murmullo cesó en cuanto entró por la puerta. Habían colocado las sillas en varias filas, donde se habían sentado los empleados. ¿Cuántos habría? ¿Setenta, tal vez? Linda sabía los nombres de los jefes, de los empleados de recepción y de quienes le servían el desayuno en su cuarto, pero ahí había muchas caras desconocidas.

Se plantó delante de todos ellos. «Mantén la espalda recta y las piernas un poco separadas, como haría un hombre», le dijo la abuela. Un rumor se extendió por entre las sillas. «Parece un poco engreída», oyó que decía alguien en un tono de voz demasiado alto, y tuvo que apretar los puños para no salir corriendo de allí.

Estaba a punto de empezar a hablar cuando se abrió la puerta y entraron sus primos. Laurence la inspeccionó con aire de superioridad y Sebastian ni siquiera se dignó mirarla, sino que paseó la mirada por las filas de empleados y sonrió como si los conociera a todos y cada uno.

A pesar de que aquello tal vez hubiera debido hundir a Linda más aún, su reacción fue exactamente la contraria. Verlos allí la indignó. La indignó muchísimo. Enseguida notó en el cuerpo una sensación diferente e indescriptiblemente grata. Ya no tenía que hacer ningún esfuerzo por mantenerse recta, la espalda se le irguió sin pensar. Casi deseó que dijeran alguna inconveniencia, para poder devolverles la pelota. Era como si su padre estuviera allí con ella y la animara dándole una palmadita en el hombro. Descubrió con sorpresa que estaba resuelta a luchar por aquel hotel. Y quería que los empleados estuvieran de su parte.

Se aclaró un poco la garganta.

—Me alegro de poder estar hoy aquí, ante vosotros…

La introducción fue bien, estableció contacto visual con un grupo de mujeres que la miraban alentadoras, y eso le reforzó el ánimo. Decidió que hablaría con ellas después y les preguntaría cuál era su trabajo allí.

Linda temía no tener nada que aportar, pero la abuela le dijo que era mejor desvelar la falta de experiencia que fingirla; y seguro que tenía razón.

—Como ya supondréis, esto es algo totalmente nuevo para mí —continuó Linda con una leve sonrisa—. Sin embargo, lo llevo en la sangre. Mi padre amaba el Flanagans por encima de todo, y no imagináis lo orgulloso que se sentía de vosotros y del trabajo que hacéis. Y juro y prometo que yo trabajaré conservando su espíritu, si me concedéis un margen de tiempo para ponerme al corriente del cometido. Sé que soy joven e inexperta, pero aprendo rápido y estoy dispuesta a trabajar duro.

Aplausos dispersos. Muchas mujeres la miraban con entusiasmo y aplaudieron con las manos en alto. Linda las miró llena de gratitud.

—Durante las próximas cuatro semanas practicaré en todos los ámbitos de trabajo del hotel. Quiero aprender todo lo que hacéis aquí a diario. Pensaba pasar la primera semana de prácticas en la cocina, donde espero poder ser de ayuda y no solo un estorbo. —Se percató de que los presentes se miraban sonriendo y asintiendo, como si aquella les pareciera una buena idea. Qué alivio. Se había preocupado por que fuera todo lo contrario, pero lo cierto era que no tenía otra forma de aprender.

Se oyó el arrastrar de una silla. Sebastian se puso de pie. Linda se imaginaba lo que pasaría. Desde luego, no iba a desearle suerte.

—¿Cómo cree que reaccionarán los proveedores, que están acostumbrados a tratar con un hombre, señorita Lansing?

—Somos primos, puedes llamarme Linda, como has hecho toda la vida. —Sonrió amablemente, antes de continuar—. Y la respuesta a tu pregunta es que no pienso tratar con nadie que no me respete. —Lo miró con firmeza—. De modo que, si quieren vender sus productos al Flanagans, tendrán que tratarnos con respeto tanto a mí como a mis empleados, ya sean hombres o mujeres.

Vio cómo Laurence sonreía desde la silla. Su sonrisa torcida y malvada y aquella mirada de desprecio que le dedicaba no le causaban ningún temor. Era un canalla, y Linda esperaba que los empleados lo vieran igual que ella.

—Bueno, pero resulta que no eres propietaria del cien por cien del hotel —continuó Sebastian—. Nosotros, que somos dueños minoritarios, pensamos que todos considerarán ridículo que haya una mujer al frente del Flanagans. Y, de todos modos, dejarás de trabajar cuando te cases. Así que te recomendamos que dejes el puesto de inmediato. Y proponemos a mi hermano Laurence, que ha hecho un trabajo excepcional durante la enfermedad de tu padre.

Nuevos aplausos. Por desgracia, más que los que habían apoyado a Linda.

—Debo tener la oportunidad de demostrar de qué soy capaz —dijo—. Descalificarme por mi sexo es ridículo y anticuado, y lo sabes. Así que siéntate.

Se dirigió a él con tanta superioridad como pudo. Pensó en su vieja maestra, la señora Broling, y en cómo se desenvolvía con los golfos de la clase. Así trataría ella a sus primos: como a unos golfos.

 

 

MÁS TARDE, MIENTRAS la abuela y ella tomaban el té, que, en esta ocasión y por voluntad de Linda, les sirvieron en la sala con los huéspedes, la joven no cabía en sí de entusiasmo. El encuentro con los empleados no había ido tan mal como ella temía. Varias de las mujeres se acercaron a hablar con ella después, le expresaron su admiración y le dijeron que le enseñarían todo lo que sabían. Y desde que ella le dijo a Sebastian que volviera a sentarse, sus primos mantuvieron la boca cerrada.

—Se quedaron de piedra —susurró Linda. La abuela y ella hablaban tan bajito como podían. El salón de té estaba lleno de clientes y era importante que su conversación no trascendiera. Podía haber ciudadanos suecos allí sentados, no sería nada extraordinario.

—Pues yo creo que deberías tener cuidado con tus primos. —La abuela se le acercó más aún—. A un golfo le puedes dar un tirón de orejas, pero a mí estos dos me parecen mucho más peligrosos. Cuando yo deje este mundo, no tendrás a nadie que te lo recuerde, así que hasta entonces te lo iré repitiendo de vez en cuando: no te fíes de tus primos.

—¿Puedes dejar de hablar de morirte? Sobre todo ahora, con lo contenta que estoy —dijo Linda—. Pero sí, claro, te lo prometo, no pienso fiarme de ellos.

—Muy bien. Bueno, cuéntame más cosas acerca de la reunión. Casi me arrepiento de no haber ido.

Le refirió cada detalle. Y cuando llegó al momento en el que las mujeres se le acercaron, se emocionó muchísimo. Fueron tan amables y tan buenas con ella… Le dieron la bienvenida, le expresaron sus condolencias y le dijeron que les encantaba la novedad de tener por jefa a una mujer. Y acto seguido le contaron que, desde que su padre enfermó, no se habían sentido seguras.

—Laurence no las trata con respeto —le contó a su abuela en un susurro—. Las arrastra hasta los rincones más oscuros del hotel para manosearlas, aunque ellas se nieguen o lo rechacen.

—Un canalla —sentenció la abuela con énfasis.

A Linda le resultó terrible oír cómo se había comportado su primo y decidió que, a partir de aquel momento, aquello se había terminado. Si volvía a tocar a alguna empleada, ella misma se encargaría de que lo pusieran de patitas en la calle.