13

 

 

 

 

 

MARY ENTRÓ EN el salón con unas gafas de sol enormes y un vestido entallado de seda amarillo claro. Parecía recién salida del salón de belleza. Un agradable aroma a vainilla la envolvía. Resultó casi cómico cuando todos los presentes en el local volvieron la cabeza al mismo tiempo. Murmullos primero, saludos después.

—Madre mía, cómo llamas la atención —dijo Linda sonriendo, y le ofreció una silla a su amiga.

Mary se encogió de hombros.

—Lo sé, estoy acostumbrada. Que miren todo lo que quieran. —Sonrió satisfecha y dejó caer el bolso en la silla contigua, que estaba vacía—. Y ¿cómo le va a mi nueva amiga? ¿Has empezado a practicar ya? —Cruzó las piernas y empezó a balancear el pie. El zapato se le soltó del talón y Linda no pudo evitar quedarse mirando. Unos zapatos rojos. Solo alguien como Mary podía llevar unos zapatos así.

—Pues sí. Y fíjate que la cosa va muy bien. Los empleados son bastante buenos y, por suerte, tienen una paciencia infinita conmigo.

—¿Sigue Laurence trabajando aquí? —preguntó Mary.

—¿Lo conoces? —preguntó Linda con cierta reserva.

—De encuentros de sociedad, siempre se le han ido los ojos detrás de mí. —Mary hizo un gesto de cansancio con la mano, como si hablara de una mosca que la irritase muchísimo—. A su hermano lo conozco de oídas. Dicen muchas cosas de él. Parece que tiene debilidad por las mujeres. Cuanto más casadas, mejor.

—Vaya —dijo Linda con una sonrisa, aunque lo que más deseaba era no tener que hablar de sus parientes.

—¿Tenéis una relación estrecha? —preguntó su amiga.

—Es una larga historia, pero no, no es el caso.

Mary asintió.

—Entiendo. Eso me figuraba. En fin, mejor será que hablemos de la fiesta. Esa fiesta del Flanagans a la que todos querrán estar invitados.

—¿De verdad crees que es posible? —Linda sintió crecer la esperanza por dentro—. ¿Cómo, dónde, cuándo? —continuó emocionada—. Yo nunca he celebrado otra cosa que mis cumpleaños, y eso, cuando era pequeña, así que necesito toda la ayuda posible —añadió sonriente.

—Tus salones parecen hechos a propósito para dar fiestas grandiosas —apreció Mary señalando con la mano a su alrededor—. Mira.

Linda observó la ornamentación dorada que recubría las paredes, los suelos de madera reluciente, los candelabros dorados, en cuyas velas danzaban las llamas y que conferían al salón un resplandor añadido. Del techo colgaba el orgullo de su padre: siete arañas de cristal que pendían imponentes sobre los muebles del salón. En el centro se alzaba un escenario elevado donde un pianista interpretaba clásicos de siempre. Sí, desde luego, estaba de acuerdo. Aquel salón era ideal para celebrar fiestas.

—Tenemos que traer música en vivo —dijo Linda entusiasmada.

—No solo eso, vendrán las orquestas más famosas de Londres —propuso Mary con una sonrisa.

 

 

CUANDO SE RETIRARON de la mesa ya habían ideado un plan. La fiesta se celebraría al cabo de cuatro semanas, entre mayo y junio. Mary difundiría la noticia entre sus conocidos, y sería una celebración tan única y original que todo aquel que fuera socialmente importante no tendría más remedio que asistir. Mary dijo que no importaba que el lleno fuera tal que algunas personalidades tuvieran que quedarse fuera.

—Será perfecto, ya verás —dijo Mary satisfecha—. De ese modo será una fiesta más especial aún, y cuando empieces a cobrar las entradas, los invitados más importantes tendrán la oportunidad de adquirir las suyas antes que los demás. La primera vez tendrás que correr tú con todos los gastos, por desgracia, pero después podrás poner un buen precio, créeme —aseguró—. Yo no sé mucho de economía, pero sí sé lo que la gente está dispuesta a pagar. —Luego se quedó en silencio observando a Linda de pies a cabeza—. Y si quieres que te tomen en serio no puedes tener esa pinta. Solo estarás lista dentro de cuatro semanas si empezamos la metamorfosis del cisne de inmediato.

 

 

ESPARCIDO POR EL suelo se veía en montoncillos el largo cabello de Linda. A su alrededor había tres personas que hablaban de ella como si no estuviera en el local. No era solo el pelo lo que había que transformar. Al parecer, también tenía las cejas demasiado gruesas. Y las uñas muy estropeadas. En todo caso, no debía preocuparse, allí se ocuparían de ella, le dijeron al tiempo que hacían girar la silla.

Jamás se había visto en una situación tan extravagante. Hasta ahora siempre le había cortado el pelo su abuela, y a ninguna de las dos se le había pasado por la cabeza la idea de ir a una peluquería. Una vez cada dos años, la abuela le cortaba unos cuantos dedos de largo y listo. Ni siquiera su padre le había sugerido jamás que fueran a un salón de belleza, pero, claro, a él le encantaban los largos rizos de su hija, cuya melena tanto se parecía a la de su madre.

A pesar de los muchos espejos de marco dorado que había en el local, Linda tenía prohibido mirar antes de que hubieran terminado. Se sentía nerviosa y esperanzada a un tiempo. ¿Cómo reaccionaría la abuela al ver a su nieta volver al Flanagans con un aspecto tan distinto del de una joven de Bergsbacka? Tal vez se lo tomara como una ofensa, quizá pensaría que Linda se creía superior, aunque cabía la posibilidad de que comprendiera que era preciso acometer aquella transformación externa. El nuevo papel de la joven exigía un aspecto elegante, era algo ineludible.

—¿Me ayudarás también con la ropa? —le preguntó a Mary, mientras las especialistas del salón de belleza se empleaban con las tijeras.

Ella se ausentó y, una hora más tarde, volvió con varios vestidos en el brazo. El chófer la seguía con el resto de los paquetes.

—Vamos a realzar esa cintura tan fina, intentaremos hacer algo con lo raquítico del pecho y luego veremos cómo aumentarte las caderas, ¿qué te parece? —preguntó Mary alegremente después de haber plantado en medio, como por arte de magia, un perchero para colgar la ropa. Le enseñó un par de zapatos de tacón. Eran de color azul marino con detalles plateados, lo más bonito que Linda había visto en la vida. Aunque quizá fuera más bonito aún el bolso que Mary sacó acto seguido de una caja de cartón. Exactamente del mismo tono que los zapatos.

—Yo creo que esto es demasiado caro para mi bolsillo. —No tenía ninguna noción de lo que podía costar aquello, pero sabía que barato no podía ser. En su pueblo se compraba como mucho un vestido para el invierno y otro para el verano.

—No te preocupes por eso. El señor Selfridge y mi padre fueron muy buenos amigos en su día, y yo tengo buen nombre en sus almacenes. Y si les garantizamos que equiparás a tus empleados con prendas de su comercio, yo también te garantizo que te hará un buen descuento en la primera compra. —Mary dio unas palmaditas y sonrió encantada—. Todo el mundo hablará de ti, ya lo verás.

 

 

MARY INSISTIÓ EN acompañarla de vuelta al hotel para saludar a la abuela, y después de toda la ayuda que le había prestado aquel día, Linda no podía negarse, claro. Aunque habría preferido encontrarse con ella a solas la primera vez que la viera con su nuevo estilo. Si le parecía horrible, se le notaría enseguida: no era ella mujer que ocultara sus sentimientos. Y Linda no quería que culpara a Mary. Fue ella quien le pidió ayuda, y cuando se miró al espejo una vez que hubieron terminado, no sabía quién era la mujer que le devolvía la mirada desde el otro lado.

Llevaba sombra de ojos, el pelo suavemente ondulado y retirado de la cara con horquillas, un leve tono rosáceo en las mejillas y carmín rojizo en los labios. La ropa vieja estaba en una bolsa, y ahora llevaba prendas de Christian Dior: una americana blanca que marcaba las caderas, el pecho y la cintura, tal como le había dicho su amiga, y un vestido de falda amplia que iba meciéndose al ritmo de sus movimientos.

Jamás en la vida se había sentido tan elegante.

Pero cuando llamó a la puerta del apartamento estaba nerviosa, y anunció en voz alta que iba acompañada de una amiga. Sabía que la abuela quería estar presentable cuando recibían visita, y Linda quiso darle la oportunidad de adecentarse.

La abuela se quedó totalmente boquiabierta al verla. Incluso se le olvidó saludar a Mary, que dejó que la mujer examinara a su nieta tranquilamente.

—¡Qué elegante estás…! —apreció sobrecogida, dejando caer todo el peso en el bastón.

Linda no pudo evitar que las lágrimas le quemaran bajo los párpados. Qué buena y cariñosa era su abuela…

Señaló a Mary.

—Abuela, esta es mi amiga Mary. Ella ha sido la que me ha ayudado hoy con todo.

La anciana le dio la mano y dijo lo único que sabía en inglés:

Thank you.

Mientras Linda llamaba para que les sirvieran el té, la abuela y Mary se quedaron charlando. Ninguna conocía el idioma de la otra, pero eso no parecía ser un obstáculo.

 

 

CUANDO LLEGÓ EL viernes, Linda estaba al borde de un ataque de nervios. Al intentar maquillarse ella misma, el color rosa que en el salón de belleza le pusieron en las mejillas quedó en forma de grandes manchurrones. Y volvía a tener el pelo rizado y desastroso. Solo que más corto, lo que lo hacía más indomable, algo inevitable. Lo único que sí hizo bien fue ponerse la sombra de ojos, pero sabía que, si no se andaba con cuidado, pronto la extendería hasta las mejillas y se le mezclaría con el rosa. Mary ya se lo había advertido, le dijo que bajo ningún concepto debía frotarse los ojos. «¿Y si me entra un picor repentino?», le preguntó Linda, a lo que su amiga se rio de buena gana y respondió que, en ese caso, tendría que aguantarse.

—Vamos, anímate —dijo la abuela cuando Linda salió del baño—. Vas a cenar con un joven, yo en tu lugar estaría más contenta.

—Pero ¿tú has visto qué pinta tengo? —se lamentó Linda meneando la cabeza—. Un saco de piel y huesos con el pelo rizado. —Bajó la vista hacia lo que Mary había llamado «un buen par de preciosos remos».

—Ya, pero eres una persona bastante razonable —contestó la abuela con una sonrisa—. No te puedes hacer una idea de lo lejos que se llega con eso.

—Sí, claro, eso lo dices porque eres mi abuela —respondió Linda—. El pobre de Fred se preguntará en qué lío se ha metido…

—Qué boba. Anda, ve y ponte uno de los vestidos nuevos. No quiero oír una palabra más sobre tu aspecto, hay cosas mucho más importantes en las que pensar —dijo muy seria, y Linda decidió guardarse el resto de las quejas que tenía. La abuela podía seguir irritada un buen rato si la provocabas, y en esos momentos no le convenía en absoluto. Para su edad, y para lo cerca que estaba de morirse, como ella misma aseguraba al menos una vez al día, tenía un humor de perros del que más valía ponerse a salvo.

En el pueblo Linda no se preocupaba lo más mínimo por no estar a la altura. Allí todos la conocían desde niña y seguramente casi nadie pensaba en su físico. Aquellos que se habían metido con ella de niños eran ya adultos y, cabía esperar, no tan rápidos a la hora de criticar.

En Londres era distinto. Jamás lograría integrarse. Ni siquiera sabía fumar. El día que lo probó estuvo a punto de vomitar, mientras veía con envidia el placer con el que Mary parecía aspirar el humo.

—¿No duele? —le preguntó, y Mary le respondió que había que practicar. Mucho. Luego no había más que disfrutar.

Linda tenía que aprender a fumar. Decidió que practicaría en el jardín trasero, allí nadie la vería. Dos veces al día. Hasta que lograra echar la cabeza hacia atrás y aspirar el humo con la misma elegancia que su amiga.

 

 

CUANDO LLAMARON A la puerta del apartamento, Linda estaba hecha un manojo de nervios. Se había cambiado de ropa cien veces y se prometió que, si sobrevivía a aquella cena, jamás volvería a exponerse a nada parecido. Se quedaría en casa con la abuela y aprendería a bordar.

Respiró hondo y le abrió la puerta a Fred.

—Hola, adelante —dijo al tiempo que aceptaba el precioso ramo de flores que le entregaba el joven—. Pasa, voy a ponerlas en agua —añadió mientras repasaba mentalmente dónde podría tener su padre un jarrón vacío. No podía llamar a la gobernanta por un detalle privado.

Al final lo resolvió tirando las flores que tenía en su dormitorio y poniendo en el jarrón vacío el nuevo ramo. Con expresión satisfecha, volvió al salón, donde había acomodado a Fred en uno de los sofás.

El joven mantenía la espalda recta sentado en el borde del cojín. En una silla, a su lado, estaba la abuela.

—Mira, abuela, qué flores más bonitas ha traído —dijo Linda mostrándole el jarrón.

Y entonces vio el horror en la cara de Fred.

—¿Es que ha intentado comunicarse contigo en sueco? —preguntó sonriendo—. Cree que si articula con claridad suficiente todo el mundo la entenderá.

El joven aún no había abierto la boca. Y resultaba un tanto extraño, pensó Linda, porque la última vez que se vieron parecía muy hablador.

Ahora se limitaba a mirarla con una sonrisa forzada, así que Linda decidió que más valía proponer que salieran ya. A ella no le importaba traducir para que la abuela pudiera participar en las conversaciones, pero para eso era preciso que alguien hablara.

Solo cuando entraron en el ascensor para bajar al vestíbulo del hotel se mostró algo más relajado.

—Las señoras mayores como ella parece que lo vieran a uno por dentro.

—Sí, mi abuela te ve por dentro. En un segundo es capaz de detectar qué clase de persona eres.

—Pues espero haber obtenido la aprobación después de ese escrutinio. —La miraba con tal intensidad que Linda bajó la vista al suelo. Algo se le removía por dentro cuando él la miraba, lo mismo le había ocurrido durante la cena. Todavía no tenía muy claro si sería o no una buena señal.

—Estás muy guapa —dijo él—. Me gusta mucho ese vestido. Y veo que te has cortado el pelo. Me preguntaba qué era lo que había cambiado. Te sienta bien. —La miró con una amplia sonrisa—. Esta noche mi acompañante será la más guapa de todas.

—Gracias. —Linda notó cómo el rubor se sumaba a sus ya sonrosadas mejillas. No quería oír un solo cumplido más, era de lo más incómodo.

—Tú también estás muy elegante —dijo para equilibrar un poco la cosa. El traje oscuro le sentaba de maravilla. Aún tenía el pelo perfecto, a pesar de haberse quitado el sombrero para saludar a la abuela. Y de su persona emanaba un suave aroma a loción para después del afeitado que la aturdía.

La miró sorprendido.

—Qué amable. Ninguna mujer me ha dicho antes nada parecido.

Se abrieron las puertas del ascensor y los dos se dirigieron juntos a la entrada del Flanagans.

Se diría que fuera la primera vez que Linda salía con un hombre, y desde luego, no lo era. Sin embargo, la forma, todo aquello de la cena y la ropa elegante y los zapatos de tacón… eso sí que era una novedad. En Bergsbacka iban al baile o al pub, pero no era como aquello, sino mucho más relajado. Y más cómodo, reconoció para sus adentros.

Hacía un cálido día primaveral y ni siquiera necesitaba una chaqueta sobre el vestido. Los taxis aguardaban alineados en la calle. Fred se acercó raudo a uno de ellos, dijo en voz baja adónde se dirigían y le abrió la puerta a Linda.

Cuando el taxi se detuvo en Coventry Street, cerca de Piccadilly, supo dónde se encontraban. No dijo nada, sino que se limitó a sonreírle. Seguramente quería que el restaurante elegido fuera una sorpresa. Y él no podía saber que su padre la había llevado al Scott’s infinidad de veces. Si el maître no la hubiera reconocido, habría fingido que era su primera vez, pero fue imposible, pues primero les dio la bienvenida y, acto seguido, le expresó a la joven sus condolencias.

—Su primo se encuentra aquí, señorita Lansing, ¿quieren sentarse juntos?

—De ninguna manera —se apresuró a decir Fred, y Linda pensó con gratitud que estuvo bien que lo dijera él, porque así no tendría que decirlo ella. Él le lanzó una mirada cómplice—: La familia, cuanto más lejos mejor, ¿no es cierto?

—Naturalmente.

Linda no vio a ninguno de sus primos cerca cuando se sentaron, y pronto olvidó que estaban en el mismo establecimiento. Fred era divertido y atento, y resultó ser un experto de alto nivel en cuestiones culinarias. Ella dejó que pidiera por los dos, e iban regando los abundantes entremeses con champán, que les servían en amplias copas de finísimo cristal. Por si acaso, Linda bebía sobre todo agua. Encontraba desagradable la sensación de embriaguez y, además, los sentimientos que Fred despertaba en ella ya eran bastante embriagadores. Aquello era distinto de lo que había sentido hasta ahora. Esperaba de corazón que la besara antes de que la velada llegara a su fin.

—Entonces, aparte de tu abuela, ¿estás totalmente sola?

Ella se encogió de hombros. En realidad, no quería hablar de su soledad, porque en aquellos momentos no se sentía sola. Mary había llegado a su vida como un regalo del cielo, la abuela estaba en Londres y contaba con Andrew, el mejor amigo de su padre, que se preocupaba por ella. ¿Qué más podía pedir?

Una preciosa red de finas arrugas enmarcaba los ojos de Fred. ¿Tendría valor de preguntarle por su edad? ¿Treinta, quizá? Aunque, en realidad, no le importaba en absoluto. Fred tenía la edad perfecta, decidió en ese momento. Acariciaba con sus dedos el pie de la copa de champán, y Linda deseó que la hubiera acariciado a ella. A partir de ese momento, no pudo abandonar la idea de que aquel hombre tal vez podría iniciarla en algo desconocido. ¿Se atrevería a permitir que alguien se le acercara tanto?

A pesar de que pensaba que no había bebido mucho más que un trago, se sentía algo mareada cuando por fin abandonaron el restaurante. Fue una noche maravillosa. La mano de Fred rozaba la suya de vez en cuando, y cada vez que eso sucedía, ella se estremecía. Cuando finalmente la apretó entre las suyas, a Linda casi se le cortó la respiración.

Fueron paseando de la mano todo el camino de regreso al Flanagans.

Hacía una noche despejada. Se quedaron plantados delante del hotel, en silencio y conmovidos, muy juntos y mirando al cielo. Era como si ninguno de los dos quisiera despedirse. Al ver que ella se estremecía de frío, él se quitó enseguida la chaqueta y le cubrió con ella los hombros.

—Dime que quieres que nos volvamos a ver, Linda. —Fred la miraba expectante, como si no hubiera comprendido que aquella había sido una de las mejores noches de su vida.

—De mil amores —respondió sonriéndole radiante—. De mil amores.