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—ME ENCANTA EL Flanagans —dijo Mary de pronto, y dio una vuelta completa sobre el tablero de ajedrez que dibujaba el suelo de mármol del vestíbulo. Luego se detuvo y miró a Linda. —Estás muy guapa hoy. —Sonrió después de examinarla de pies a cabeza.

Linda se alegró al oírla, porque aquel vestido con estampado de cuadros se había convertido en uno de sus favoritos. Completaban el atuendo un par de zapatos finos a juego con el bolso.

Por lo que a Mary se refería, iba tan maravillosa como siempre.

—Para venir al Flanagans hay que vestirse como es debido —dijo, y se alisó la falda ajustada siguiendo la silueta de las caderas—. ¿Nos sentamos ahí? —Señaló el tresillo victoriano que había junto a la entrada del salón.

—Ahí nos verán los huéspedes.

—Tanto mejor. Que se enteren de que las mujeres también pueden sentarse a idear proyectos —aseguró sonriendo entusiasmada.

 

 

—ES PRECISO QUE celebremos una asamblea general sobre este tema —dijo Mary con tono imperioso.

Linda dejó que tomara el mando. Ella no había organizado una sola fiesta en su vida, y se sentía muy afortunada por la capacidad y la iniciativa de su amiga. Aquello tenía que ser un éxito, porque el plan consistía en que aquella fiesta fuera la primera de una larga serie. Una al mes, sugirió su amiga. Entre tanto, Linda debía visitar clubes exclusivos para caballeros, solo frecuentados por lo más alto de la élite. Todo lo que pudiera hacer del Flanagans un lugar interesante contaba. Los clubes de señoras también tenían su importancia, pero sus miembros debían ser mujeres solteras. En el caso de los hombres, el estado civil no importaba tanto, aseguraba Mary.

—Y está bien que los integrantes se disputen el privilegio de pisar el hermoso suelo de tu vestíbulo —dijo con una sonrisita.

A Linda aquello le resultó un tanto arriesgado, pero tampoco quiso rechazarlo por completo. Había que valorar todas las ideas que contribuyeran a que en lo sucesivo lograran el cien por cien de la ocupación.

—Asamblea general, dices. Claro. ¿Y quiénes deberían asistir? —preguntó Linda.

—En primer lugar, el jefe de cocina, pero también el del restaurante y el de recepción. Habrá que revisar los espacios disponibles, pero a mí me parece que el vestíbulo es lo más adecuado para una gran fiesta. ¿Tú qué piensas? Quiero que hagas una entrada triunfal bajando por esas escaleras —dijo al tiempo que la señalaba—. Luego pasamos al salón, donde tenemos el escenario para la orquesta. ¿Qué me dices?

Encima de la mesa Mary tenía la carpeta de piel roja con estampado de cocodrilo que contenía la planificación, además de papel, bolígrafo, café y un whisky. A Linda no le gustaba el sabor, pero ella aseguraba que un poco de alcohol en el cuerpo ayudaba a pensar mejor.

—Entonces, ¿tú crees que es mejor que el restaurante? —preguntó Linda.

—Sí. Y podemos dejar abiertas las puertas del comedor, así los invitados podrán entrar si… En fin, si quieren algo de privacidad… —Carraspeó con una mirada elocuente, y a Linda le llevó unos instantes comprender lo que quería decir.

—Mary —dijo mirándola con los ojos de par en par.

—Una pizca de vulgaridad está bien. Querida, tienes que dejar de ser tan pudorosa, tan… tan de Bergsbacka. —Hizo un gesto de rechazo con la mano en la que tenía la boquilla del cigarrillo al tiempo que se llevaba el whisky a la boca pintada de carmín rojo con la otra mano. Le importaba un comino que no fuera más de la una de la tarde. Tomó un sorbo y volvió a dejar la copa en el posavasos. Un sonoro «¡Ah!», una sonrisa hacia las personas que pasaron a su lado, y se inclinó otra vez para sacar de la carpeta la lista de invitados.

Aquella mujer era un prodigio de conocimientos y frivolidad, y era fácil adivinar que Linda no habría tenido la menor posibilidad de triunfar en aquel ambiente si no hubiera sido su amiga. Y ahora todo dependía de que la fiesta fuera un éxito.

—Eres la persona ideal para esto —dijo Linda—. ¿En cuántas fiestas así has estado?

—En muchas. A mis padres los invitaban a casi todos los acontecimientos de cada temporada, y yo los acompañaba siempre. Mi padre era un personaje muy atractivo por ser director de banco, porque título nobiliario no tenía. En cambio, había sido compañero de muchos nobles en Eton, tenía un gran sentido del humor y era un bailarín imbatible cuando se presentaba la ocasión. —A Mary se le ensombreció la mirada—. No logró superar los años de la guerra, para él fue muy duro y no sobrevivió para vivir la paz. Los demonios a los que había mantenido a raya bailando y trabajando dejaron de funcionar. —Se encogió de hombros—. Un día del año 1944 sacó su pistola y se pegó un tiro.

—¡Oh, Mary, qué tragedia! —Linda había estado tan ocupada con su dolor que ni siquiera se había parado a pensar que los demás también tenían sus dificultades.

—Pero prométeme que nunca se lo contarás a nadie. La versión oficial sigue siendo que sufrió un infarto.

—Por supuesto, te lo prometo, te lo juro —aseguró muy seria—. ¿Y cómo se encuentra tu madre después de un suceso así?

—Perfectamente. No mucho después conoció a un conde, y hoy vive en una mansión a unos veinte kilómetros de Londres. Nos vemos siempre que organiza algún tipo de celebración. Es lo único que le interesa. ¿No te parece maravilloso? —preguntó sonriendo—. Ya te invitaré a que me acompañes alguna vez, así tendrás ocasión de experimentar la superficialidad de la nobleza británica. Porque queremos que vengan y que se comporten de un modo escandaloso.

—Yo lo que querría es contratarte —dijo Linda—. Si quieres un trabajo remunerado, ya sabes.

Mary la miró horrorizada.

—¿Has perdido el juicio? Jamás en la vida. Pero gracias, querida, ha sido un detalle por tu parte. —Mary se rio y meneó la cabeza desechando mentalmente la absurda idea de trabajar para vivir.

—Ya, bueno, pero si algún día necesitas trabajo, ya sabes adónde puedes dirigirte. Por ahora, tendrás que seguir sin salario, aunque trabajar sí que trabajas.

Mary clavó la mirada en Linda.

—Sí, pero eso tampoco es oficial. —Luego sonrió con una expresión más relajada—. Porque no me gustaría que nadie pensara que soy capaz de hacer algún esfuerzo.

Cuando terminaron, lo habían dejado todo planeado hasta el último detalle y, sin consultar ni al jefe de cocina ni al maestresala, Linda supo que iban a tener que invertir hasta la última libra. Si resultara ser una mala inversión, no le quedaría nada. Resistirían seis meses, no más. ¿Y si no lograba activar el negocio en esos seis meses? Solo pensar en la alternativa que le había sugerido Andrew le daba ardor de estómago. Y la ponía furiosa. «¿En serio?», le había preguntado ella. ¿Le estaba sugiriendo que vendiera el hotel a sus primos? Era lo más descabellado que había oído en la vida. Claro que se vería obligada a vender el Flanagans si Laurence y Sebastian quisieran cobrarse las deudas que el hotel había contraído con ellos, pero ella era libre de elegir al comprador. Y, desde luego, no iban a ser sus primos.

 

 

LA SEMANA SIGUIENTE enviaron las invitaciones. Comenzaron unos días de nerviosa espera durante los cuales bajaron las arañas de cristal para limpiarlas, al igual que la plata, que abrillantaron a fondo. Todo el mundo colaboró, incluida la abuela. «Por fin tengo algo que hacer», decía.

Linda se dio cuenta de que le sentaba bien sentirse útil y decidió consultarle las cuestiones relacionadas con el trabajo del hotel. La abuela había tenido que mirar por el dinero toda su vida, y no le vendría mal recurrir a sus consejos de ama de casa. Con todo, lo importante era que se sintiera algo más animada.

Una tarde, Mary fue con Linda a Selfridges. Le estaban haciendo un vestido nuevo y había llegado el momento de ir a probárselo. ¿Y si no le quedaba bien? Fred le había dicho que pensaba estrenar esmoquin. Él sería su pareja en la fiesta y quería agasajarla estando lo más elegante posible. Lo menos que ella podía hacer era corresponder a su gesto.

—Dime, ¿quién ese ese Fred? —preguntó Mary. Se había sentado en un cómodo sillón de la sala de pruebas mientras madame Piccard, con la boca llena de alfileres de alegres colores, trabajaba arrodillada. Linda estaba allí de pie, inmóvil, para que la costura quedara perfecta.

—Es… mister Ideal… —sonrió Linda con una expresión de felicidad.

—Sí, de eso ya me he dado cuenta, pero ¿qué sabes de él? —insistió Mary—. ¿Quiénes son sus padres, dónde se ha criado, cómo ha entrado en sociedad? Para mí es un desconocido, y eso que yo, por lo general, sé quién es quién. Tiene el título de capitán, pero ¿de qué? —Alzó la taza de té, de finísima porcelana, y se la llevó a los labios, impecablemente perfilados.

Linda no le estaba prestando atención. Allí todo era tan bonito que no se cansaba de mirar. Las telas de seda, de todos los colores del arcoíris, rollos de suavísimo terciopelo y encajes dignos de una reina, como reconoció la propia Mary, según la cual Selfridges seguramente también cosía para la casa real. En un armario de cristal guardaban diademas relucientes, en otro había joyas de radiantes gemas con las que adornarse el cuello. Linda miraba con añoranza una en concreto, una joya que lanzaba destellos en tonos turquesa, azul oscuro y casi negro. En ella veía reflejado su hogar en Suecia, y quizá fuera preferible que nunca llegara a ser suya, pues sería un recordatorio de todo aquello que echaba de menos.

—¿Hola? Linda, ¡despierta!

—Perdón, ¿qué decías de Fred?

—Te preguntaba quién es.

Linda se encogió de hombros.

—No lo sé, pero me gusta. ¿Tanto importa de dónde sea? A mí me trae sin cuidado.

—Y a mí, siempre y cuando no esté escondiendo nada. Tú ándate con ojo, por favor.

El plan de Linda era precisamente dejar de andarse con ojo. Llevaba así toda la vida, pero ya se había dado cuenta de que, ahora que vivía en Londres, tenía que ser más valiente. Quería ser libre, irresponsable, dulce y cariñosa. Tal como se comportaba con Fred.

Se pasaba los días enteros haciendo prácticas en el hotel y se centraba en aprender todo lo que necesitaba saber en el menor tiempo posible. Precisamente aquella mañana la había pasado con la gobernanta, que le explicó cómo se planificaban las salidas y la limpieza. Cuando por fin llegaba la noche y se reunía con Fred, olvidaba todo lo demás. Él le daba un masaje en los hombros doloridos, saciaba su hambrienta boca con sus besos y, la última vez que se vieron, permitió que sus manos le recorrieran todo el cuerpo. Sin embargo, llegados a ese punto, ella le dio el alto. Y él lo aceptó de inmediato.

El hombre con el que estuvo prometida le había insistido una y otra vez, pero ella nunca cedió, sentía que no debía. Ahora, en cambio, con Fred… Él era el hombre idóneo. Linda lo sabía.

Madame Piccard condujo a Linda hasta el espejo, que ocupaba la pared del suelo al techo.

—Date una vuelta —le pidió la mujer.

Linda abrió los ojos llena de asombro. La amplia falda ondeaba alrededor de las piernas, en tanto que la parte superior, totalmente ceñida, realzaba su figura. Se sentía como una bailarina y, aliviada, dio varias vueltas ante Mary y la modista, hasta que empezó a marearse de verdad.

—Estás preciosa —dijo su amiga—. Así es como queremos presentarte en sociedad.

Linda se giró a un lado y a otro ante el espejo y balanceó con suavidad las caderas. Entonces vio su cuello blanco en contraste con el escote del vestido. Aquella gargantilla…

—¿Cuánto crees que costará? —le preguntó a Mary señalando la vitrina donde había visto la reluciente joya.

—Demasiado, pero tal vez nos la presten, quién sabe. Voy a ver qué consigo. ¿Qué te parece el vestido?

—Es el más bonito que he visto en mi vida —Miró sonriendo a madame Piccard, que estaba encantada con el cumplido—. ¿Cuándo puedo venir a buscarlo?

El vestido de Mary ya estaba terminado. Lo tenía sin estrenar. En realidad, debería haberlo llevado en alguna fiesta en Mónaco, pero cayó enferma con gripe y tuvo que cancelar el viaje. Linda soñaba con la Riviera Francesa, los yates, el Mediterráneo y el elegante casino de Montecarlo. Ella no encajaría allí, pero al menos podría asistir como espectadora.

En el foco de atención estaban las personas como Mary, que tenía un talento innato para los actos sociales. Cuando hablaba con otras personas, la chispa se producía con toda naturalidad. Ella siempre sabía qué hacer. Su risa se dejaba oír en el momento adecuado, las preguntas que formulaba eran personales, pero rara vez invadían el terreno de lo privado y, cuando dejaba un grupo para unirse a otro, todos se la quedaban mirando.

—Enséñame cómo lo haces —pidió Linda cuando se marcharon del taller de costura—. Si quiero celebrar fiestas en el Flanagans, tengo que aprender a relacionarme así.

Darling, antes de que termine el año, serás una de las mujeres más conocidas de Londres, y solo tendrás que preocuparte por los detalles de organización. La mayoría de las personas a las que conocerás son idiotas con la cartera bien repleta. No tienes más que callarte lo que pienses de ellos y tu éxito está garantizado.

Se alejaron paseando del brazo, giraron a la altura de Oxford Street y encaminaron sus pasos en dirección a Hyde Park. Hacía un día precioso, sin rastro de lluvia, y ninguna de las dos tenía prisa.

No tardaron en llegar a Brompton Road. La calle había sobrevivido a la devastación de la guerra, y los grandes almacenes Harrod’s volvían a vender todo tipo de lujosos artículos. Londres tardaría en recuperar su antiguo esplendor, pero todos estaban convencidos de que lo lograrían. Los primos de Linda habían amasado una fortuna gracias a los efectos del conflicto. El sector de la construcción experimentaba un auge sin precedentes. Por todas partes había albañiles cargados con materiales para reparar edificios en mal estado y construir nuevos allí donde no había quedado nada en pie. Los edificios que se habían salvado llenaban su entrada de arreglos florales para que las miradas se centraran en ellos, y no en los bloques semiderruidos que había algo más allá.

El Flanagans tuvo suerte. Su padre pudo seguir con el negocio del hotel y servir a la clase alta cenas con entrante y postre, mientras que sus compatriotas morían en las calles. Sin embargo, durante los ataques aéreos más intensos, incluso él se rindió y cerró el negocio. Fue cuestión de suerte que ninguna de las bombas alemanas cayera sobre el hotel. Varios de sus colegas vieron arrasada la obra de toda una vida. «Salvaron el Flanagans y el Big Ben», le dijo su padre con la voz rota por el llanto. Estaba seguro de que había sido cosa del destino.

El día que Linda le habló a la abuela de la mentalidad fatalista de su padre, la mujer resopló con tanto ímpetu que el azucarillo que se había metido en la boca, como siempre que tomaba café, salió volando entre los dientes. La abuela solía ir a la iglesia, igual que todos los del pueblo, pero no tenía ninguna fe en la palabra de Dios. En la cocina de su casa dejaba muy claro lo que pensaba del pecado, el perdón y la catequesis. Todos los domingos, después de la misa mayor, volvía igual de furiosa. Y Linda se daba cuenta por el modo en el que se ataba el delantal: agitaba los brazos enfadadísima y se lo anudaba tan fuerte a la cintura que, al cabo de un rato, le costaba respirar. Mientras se lo ponía, eso sí, se le pasaba la indignación, y entonces estaba lista para contar qué la había enfurecido tanto.

—¿Y qué se supone que hemos hecho nosotros para merecer la cólera de Dios? Si existe, ¿cómo ha podido aniquilar a gran parte de nuestra familia?

Si hasta 1928 tuvo alguna fe en Dios, la perdió por completo en 1929, cuando hubo de enterrar a su hija y, siendo ella misma viuda, se vio sola con una nieta en los brazos.

Linda estaba totalmente inmersa en sus pensamientos y casi se había olvidado de Mary, de modo que cuando su amiga se paró de pronto, se chocó con ella.

—Perdona, iba pensando en mis cosas… En la guerra. —Meneó la cabeza como para ahuyentar las imágenes—. Ha dejado demasiadas huellas por todas partes.

—Lo sé, y es una faena, hablando claro. Sin embargo, gracias al sufrimiento que padecimos entonces podemos hoy comprarnos ropa interior de encaje sin rastro de remordimientos. Ven —le dijo al tiempo que señalaba una puerta y la arrastraba hasta allí.

—¿Quieres que entremos… ahí? —Antes de que Mary llegara a su vida, Linda habría pasado a la carrera por delante de un escaparate como aquel y habría fingido no ver lo que exhibía.

—Pues claro. No querrás lucir en la fiesta el vestido nuevo sin llevar algo bonito debajo. —Su amiga abrió la puerta y la sostuvo para que pasara Linda, que echó una ojeada nerviosa hacia la calle, hasta que le pudo la curiosidad y siguió a Mary al interior del establecimiento.

Se quedó plantada en la entrada misma de la tienda. A lo largo de la pared se veían sujetadores en maniquíes que solo tenían parte de arriba. Las copas eran muy puntiagudas. ¿Aquello era lo que había que ponerse? El pecho de las mujeres no era así.

Otra clienta soltó una risa mezcla de emoción y miedo: Linda la comprendía perfectamente.

—Es lo último. —Mary sostenía algo que parecía un sujetador con un par de cucuruchos—. Perfecto para ti, que tienes poco pecho. Venga, pruébatelo. —Miró a su alrededor en busca de una dependienta que pudiera ayudarles.

Los pocos probadores que había estaban ocupados, y no se veía a ninguna empleada libre. Mary soltó un suspiro.

—Pues nada, tendremos que esperar —dijo balanceando un corsé que colgaba de una percha—. Seguro que a Fred le encantaría.

—Calla ya —le susurró Linda mirando espantada a su alrededor.

Claro que a Mary la traía sin cuidado. Sonreía de oreja a oreja mientras le mostraba el corsé.

—Bueno, pues si no es del gusto de la señorita, me lo compraré para mí.

—¿No es demasiado atrevido? —susurró Linda sin apartar la mirada del corpiño bordado, que parecía incluso tener zonas transparentes.

—Claro, pero esa es la idea —contestó Mary sonriendo—. A los hombres tienes que volverlos locos antes de rendirlos a tus pies.

Linda se echó a reír.

—Y yo que creía que llevaba ropa interior por mi propio bien.

—Ya no, darling, a partir de ahora debes ir un paso más allá. —Sacó otro corsé y examinó minuciosamente la espalda—. Este es fácil de quitar —dijo—. Te lo tienes que probar.

Linda sabía que no tenía escapatoria, se encogió de hombros y, resignada y nerviosa, se llevó al probador aquella prenda un tanto vulgar.