15

 

 

 

 

 

EL DÍA DE la fiesta se podía palpar el nerviosismo en el Flanagans. Linda lo había repasado todo tres veces con los empleados. Aun así, no estaba segura de que cada uno tuviera claro cuál era su cometido. El ruido en la cocina era mayor que de costumbre. El jefe de cocina se quedó afónico de tanto gritar y un tintineo preocupante resonaba mientras los camareros, con las bandejas repletas, recorrían el suelo recién encerado en dirección a la sala. Recibirían a los invitados con un Gin Fizz. «El champán está muy visto —le dijo Mary—. Y tú quieres ofrecer algo diferente, ¿no?»

Subían del sótano grandes barriles de hielo, y en el bar había tanto alcohol que lo más probable era que sobrara para la próxima fiesta. Si es que llegaba a celebrarse.

Aquella noche nada podía fallar. Todo dependía de que los invitados salieran de allí pensando que tenían que volver. Casi todos habían aceptado, como predijo Mary, lo que significaba que más de cien personas harían cola, por si se producían cancelaciones. Todo el mundo quería conocer a la nueva y joven propietaria, que había tenido el valor de invitar a «lo más selecto de la sociedad londinense» para celebrar «una nueva era», según anunciaba la invitación. Mary le prometió que esas palabras surtirían efecto, pues no había nada peor que no estar a la última. Era verdad que la nobleza la constituía un montón de carcamales que se empeñaban en asegurar que antes todo era mejor, pero ahora incluso los más reaccionarios querían sentir que estaban al día y sacar sus propias conclusiones, aseguraba su amiga.

El hotel no estaba completo esa noche.

—Reserva algunas habitaciones para imprevistos —le había aconsejado Mary—. No digo que promuevas la infidelidad, faltaría más, pero si ha de suceder, bien puede ser en las habitaciones del hotel. Si luego se libran de cotilleos, te estarán eternamente agradecidos.

Linda jamás habría conseguido organizar la fiesta sin ella. Suyas eran todas las ideas, suyos eran los contactos y, además, no tenía miedo de nada. Fue ella quien le propuso que invitaran a Laurence y a Sebastian para que asistieran a la presentación de Linda en sociedad. Se le encogía el estómago solo de pensarlo. No temía a sus primos, pero sí lo que pudieran hacer si veían que el hotel se les escapaba de las manos.

Laurence haría su entrada con una expresión de desprecio y, acto seguido, buscaría la compañía de los caballeros más influyentes, mientras su hermano pequeño se ocupaba de las esposas. Era como si tuvieran un acuerdo tácito, una maquinaria bien engrasada, pensó Linda el día que los vio en una recepción a la que la habían invitado no hacía mucho. Era evidente cómo iban abriéndose paso entre la concurrencia, y Linda se descomponía solo de pensar en qué plan tendrían para esa noche precisamente.

Andrew no confiaba del todo en que las fiestas resolvieran los problemas del Flanagans, y Linda era consciente de que la prevenía porque se preocupaba por ella. Por otro lado, pensaba que él no prestaba atención a lo que ella opinara. Quizá porque también estuviera anclado en la idea de que las mujeres debían dedicarse a tener hijos en lugar de a dirigir un hotel. No en vano, el amigo de su padre pertenecía a otra generación.

Linda suspiró, se inclinó y trató de introducir un dedo en el zapato. No sabía cuántas veces lo había intentado ya. La rozadura del talón, que empezó a notar la primera vez que se puso aquellos zapatos tan ajustados, se había convertido ya en una herida abierta. Llevaba dos semanas tratando de amoldarse al nuevo calzado. Se lo ponía siempre que tenía ocasión, y se pasaba todo el día de aquí para allá, como si dominara el arte de caminar con tacones. Esa noche, desde luego, era impensable llevarlos, y tendría que contentarse con un par de zapatos finos de seda clara con los que al menos se podía andar. En todo caso, no se verían con el vestido, aunque ella sabía que en el piso de arriba había dejado un par de tacones altísimos. Por lo menos, llevaría el sujetador con las copas en forma de cucurucho. Tal vez eso compensaría la ausencia de zapatos altos. Ya vería lo que opinaba Fred al respecto. Cuando pensaba en él, todo se le antojaba más llevadero. Él y Mary la apoyarían durante la velada, hicieran lo que hicieran sus primos.

Se dirigió al ascensor con paso vacilante y se disculpó con una sonrisa cuando estuvo a punto de chocar con un empleado que llevaba un barril de hielo. Cuando se cerró la puerta del ascensor, se quitó los zapatos. Tenía que ponerse otro calzado que le permitiera ayudar en lugar de andar por ahí dando saltitos y llamando la atención.

—¿Seguro que no quieres venir?

Linda entró y se sentó al lado de la abuela, que estaba echada en la cama. Estrechó entre las suyas la mano sin fuerza. A pesar de que la anciana paseaba a diario, Linda advirtió la palidez de sus mejillas.

—Eres muy amable por pensar en tu pobre abuela, pero no aguantaría ni un minuto en medio del bullicio. Aquí estoy tranquila y a gusto —dijo sonriendo con cara de cansancio.

—Entonces mandaré que te traigan la cena dentro de un rato.

—Gracias, me encantará cenar aquí. —Cerró los ojos—. Creo que voy a echar un sueñecito.

—Claro, yo voy a cambiarme y luego bajaré a echar una mano. Nos vemos dentro de un rato. —Se agachó para besarle la frente—. Que descanses.

 

 

LINDA NO SE había sentido tan guapa en la vida. Llevaba el pelo corto perfectamente ondulado, el collar que había visto en Selfridges lucía ahora en su cuello y el nuevo sujetador le quedaba ideal debajo del vestido azul claro. Ya no le importaba verse obligada a usar zapatos de tacón bajo. Jamás podría estar más bonita.

Le había prometido a Mary que haría su entrada cuando hubieran llegado todos los invitados. «Entra sola —le sugirió su amiga—. Es importante que quede claro que puedes hacerlo por ti misma. Yo me encargaré de que acapares todas las miradas cuando empieces a bajar la escalera. Solo tendrás una oportunidad de causar una buena primera impresión. Ve con la cabeza alta, detente un segundo para contemplar desde arriba a los invitados. A partir de ahí, los tendrás comiendo de tu mano.»

Tras una ojeada al reloj de pulsera, comprobó que había llegado el momento.

Sentía que le temblaban las piernas y el corazón estaba a punto de salírsele por la boca. Los sastres de Londres habían tenido más encargos que nunca, era obvio, y la alta sociedad había podido sacar por fin las joyas de la caja fuerte. Saltaba a la vista. Esa noche todos mostrarían lo que tenían, y las mujeres lucirían en el cuello el esplendor de sus joyas. Incluso los criados parecían contentos. Por supuesto, a ellos se les brindaba la oportunidad de ver de cerca a la flor y nata de la sociedad londinense.

Todas las personalidades importantes estaban allí: deportistas ganadores en los Juegos Olímpicos del año anterior, lores, barones, princesas, artistas, actores y banqueros, todos aquellos que tenían capacidad de levantar o de hundir el Flanagans. Vio que sus primos alzaban la vista hacia ella y, al lado de la escalera, a Fred, que sonreía. Algo más allá se encontraba Andrew, que conversaba con alguien, y Mary, que señalaba y charlaba con unos conocidos. Todas las miradas se fueron volviendo hacia Linda, que se encontraba en el último peldaño. Había llegado el momento de bajar y saludar personalmente a los invitados.

—Tú limítate a sonreír y a darles la bienvenida —le había dicho Mary.

Se armó de valor, sonrió radiante y empezó a bajar la escalera.

Tras intercambiar algunas frases de cortesía con desconocidos y también con algunos conocidos, acudieron al rescate Mary y Fred, que le dieron un respiro antes de que tuviera que volver a conversar con los invitados. Cuando Fred fue a buscarles algo de beber, Mary le contó a su amiga que había posibilidades de algún gran escándalo. Al ver la expresión de horror de Linda, la tranquilizó asegurándole que entraba dentro de sus planes.

Las quince habitaciones que habían dejado libres para la noche ya estaban reservadas. No siempre a nombre de quien la iba a utilizar. En el registro figuraban desde seudónimos como Clark Gable hasta el nombre de algún que otro chófer, según Mary.

—La mayoría tienen a sus mujeres en casa —dijo—. No quieren que se sepa y, aun así, todo el mundo sabe lo que sucede y quiénes son los mayores sinvergüenzas.

Linda sintió escalofríos.

—Pues yo no quiero saber nada —susurró.

—¿Ni siquiera que Sebastian es uno de los que piensan pasar la noche aquí? —preguntó Mary sonriendo.

—¿Ha reservado una habitación? —Estaba perpleja. Él vivía en el centro, ¿para qué iba a reservar una habitación de hotel?

—Yo diría que la piensa utilizar solo un par de horas, y luego se irá a casa —afirmó Mary—. Y esta noche no será el único que lo haga.

—Quieres decir que… —No fue capaz de terminar la frase. No era así precisamente como ella había imaginado que funcionaría su hotel.

Mary asintió.

—Cuanto más alcohol, menos precauciones —fueron las palabras de su amiga antes de ir a mezclarse otra vez con los invitados.

Linda se quedó allí esperando a Fred. Se preguntaba qué diría su padre si supiera que había convertido el hotel en un lugar donde corría el alcohol y se rompían las promesas matrimoniales. ¿Se habría mostrado en contra o le habría dicho que lo que hicieran los huéspedes del hotel en sus habitaciones no era asunto suyo?

Fred le puso la mano en la cintura y le ofreció una copa.

—Toma, cariño. Enhorabuena. Parece que has triunfado con la fiesta. —Alzó la copa—. Brindo por ti. Y por mí, que pronto te tendré entre mis brazos.

Linda le clavó la mirada.

—En fin, porque supongo que vamos a bailar —dijo él sonriendo.

¡Qué sonrisa la suya!

—Pues claro que vamos a bailar —dijo ella, y sus copas tintinearon al entrechocar en un brindis.

 

 

UN BUEN RATO después, Fred seguía bailando con ella. Era un bailarín excepcional, y Linda se sentía tan ligera como una bailarina de ballet mientras él la agarraba con fuerza entre sus brazos. La orquesta era maravillosa, tal como Mary le había prometido. La pista no tardó en llenarse de gente deseosa de moverse al ritmo de la música. Fred se llevó a Linda de allí y la condujo al pasillo que desembocaba en las habitaciones de la planta baja.

¿Qué haces? —preguntó ella un tanto mareada después del baile y la bebida. La fiesta ya tocaba a su fin, y se sentía aliviada, pero también nerviosa por el éxito.

—Quiero besarte —le dijo Fred en voz baja—. Solo que no delante de tus invitados.

La llevó consigo más lejos aún, detrás de una esquina, y entonces… Su boca la dejó sin aliento. El beso iba creciendo en intensidad y ella se pegó fuertemente a su cuerpo. Le pasó los dedos por el pelo. Quería más, mucho más. Su cuerpo se retorcía pegado al de Fred, era incapaz de permanecer inmóvil.

—Te deseo —murmuró él—. Dios mío, no sabes cuánto te deseo…

Ella lo apartó riendo.

—Tengo que volver.

—Claro, pero luego serás solo para mí —dijo él en voz baja.

 

 

CUANDO LOS ÚLTIMOS invitados dejaron el hotel, Linda se quitó los zapatos y bajó a las cocinas para dar las gracias al personal. Se habían esforzado al máximo, y sin ellos no lo habría logrado. Luego fue en busca de Mary, que estaba en el restaurante con un hombre alto de aspecto muy distinguido. Se separaron cuando Linda entró para darle las gracias, y el hombre la miró abochornado antes de marcharse a toda prisa.

Mary no parecía incómoda en absoluto.

—Espléndida fiesta, me la he pasado entera coqueteando con montones de hombres —dijo alegremente.

—Puedes coquetear todo lo que quieras. Yo solo venía a decirte que sin ti…

—Gracias, darling, ¿no lo hemos pasado de maravilla?

Linda se sentía desbordada por una marea de sentimientos. Había sido una noche que no olvidaría jamás. Ni siquiera la fría mirada de Laurence desde su rincón junto a los hombres de negocios podría hacer que dejara de sonreír.

—Quiere aliarse con ellos —le había susurrado Mary al verlo—. Para él son más importantes que la nobleza.

Fred estaba esperando a Linda en la entrada del restaurante.

—Ven —le dijo, y lo llevó hasta los ascensores, al otro extremo del edificio.

Se controlaron mientras subían al apartamento de Linda.

—No podemos despertar a la abuela —le susurró antes de abrir la puerta—. Tendremos que entrar sin hacer ruido.

Allí dentro todo estaba a oscuras y en silencio. La abuela dormía plácidamente, seguro. Linda se quitó los zapatos y, seguida de Fred, se dirigió de puntillas al dormitorio.

Cien botones diminutos tenía el vestido, y por cada uno que desabotonaba, él le daba un beso en la espalda. Linda estaba a punto de desmayarse. Jamás había sentido nada parecido.

—Date prisa —lo apremió.

El vestido no tardó en caer al suelo como una nube alrededor de sus pies. El sujetador y el corsé relucían blancos como la nieve en la oscuridad del dormitorio iluminado por la luna, que brillaba al otro lado de la ventana. Hacía una noche mágica. Linda extendió los brazos hacia él.

—Espera —dijo Fred, y empezó a quitarse la ropa. Por fin podría ver aquello que hasta ahora solo había notado: la dureza de sus músculos, cómo se le hinchaba el pecho…

—Es mi primera vez —murmuró Linda—. Enséñame.

Con una suavidad y una dulzura infinitas, Fred la poseyó. Le recorrió con la boca todo el cuerpo, encontró rincones cuya existencia ella desconocía, y Linda se arqueó entera cuando la atravesó un rayo de placer.

Jadeante, cayó de nuevo sobre las sábanas. Las gotas de sudor brillaban a la luz tenue que entraba por la ventana. Él se apoyó en el codo y la observó.

—Yo quiero hacer lo mismo contigo —dijo ella en voz baja—. ¿Te gustaría?

Pasaron horas antes de que Linda perdiera de veras la virginidad. Lo que, hasta ese momento, había sido un placer inmenso se convirtió de pronto en algo doloroso. Fred ya la había prevenido, le había asegurado que sería pasajero; aquello que un momento antes le había provocado dolor, se transformó en algo diferente. Linda no podía apartar la vista de las caderas de Fred, que se movían ondulantes contra las suyas cada vez con más fuerza. Él acercó la cara y la besó apasionadamente mientras empujaba con ímpetu. Algo fue cobrando cuerpo en su interior, creciendo sin parar hasta que un placer inmenso le estalló por dentro y le recorrió de nuevo todo el cuerpo. Gimió sin dejar de besarlo. Acto seguido, él se dejó caer sobre ella. Se estremeció cuando ella se movió un poco, luego le sonrió y le apartó cuidadoso un rizo que le caía sobre la frente antes de separarse y tumbarse a su lado, con la mano sobre su vientre.

De pronto, Linda sintió vergüenza. Hasta ese momento no se le había ocurrido taparse y ahora, de pronto, no podía dejar de pensar en lo pequeño que tenía el pecho y lo huesudas que eran sus caderas.

Trató de alcanzar la sábana para cubrirse con ella, pero él la detuvo.

—No, quiero verte —le dijo cariñoso.

—No me siento muy cómoda estando desnuda —respondió ella con sinceridad.

—¿Después de lo que acabamos de hacer? ¿Cómo es eso? Tienes un cuerpo perfecto para el amor, y tú y yo no hemos hecho más que empezar —dijo sonriendo—. La próxima vez, serás tú la que cabalgue sobre mí.

Linda sintió cómo se le encendían las mejillas.

—Calla. Que sepas que no pienso…

Él la silenció con un beso y con su lengua, que una vez más se abrió camino por entre los labios de ella. Con un gemido, le rodeó el cuello con sus brazos. Su cuerpo volvió a reaccionar cuando las musculosas piernas de Fred se colaron entre las suyas, mientras su mano alcanzaba cuidadosa la húmeda calidez que escondían. Un dedo la rozó con tal suavidad que sus caderas se elevaron, porque quería más.

—La capacidad de las mujeres para disfrutar es infinita —le susurró junto a la boca—. Quiero verte otra vez estallar de placer conmigo.

 

 

DESPUÉS DE QUE se despidieran con un beso, Linda cerró la puerta y entró con sigilo a ver a la abuela. Las cortinas no estaban echadas, pero la anciana dormía plácidamente a pesar de todo. Por suerte, la calle de aquel lado del edificio estaba vacía y silenciosa. Abajo había un taxi con los faros encendidos. Cuando estaba a punto de echar las cortinas, vio con sorpresa que Fred llegaba caminando, y el corazón le dio un brinco de alegría en el pecho. Gracias a él, ella era por fin una mujer.

Pero ¿quién lo esperaba allí abajo? ¿No era…?

En ese momento, Laurence salió del coche. Parecía extraordinariamente satisfecho, y le dio a Fred unas palmaditas en la espalda al tiempo que le entregaba algo. ¿Un sobre, quizá? Daban la impresión de ser muy buenos amigos, por cómo reían y se daban apretones de manos. Horas atrás, durante la fiesta, ni se saludaron, y Fred no había mencionado que se conocieran.

¿Por qué demonios se metían los dos en el coche?

¿Y qué le habría dado Laurence a Fred?

Linda se llevó la mano a la boca y retrocedió tambaleándose. La cálida ternura que había sentido en el pecho se transformó en un frío helador cuando cayó en la cuenta de lo que había pasado.