17

 

Londres, 1960

 

 

 

HASTA EL MOMENTO, los años sesenta estaban siendo una maravilla, pensaba Emma dando vueltas en el cuarto que no había tenido que compartir desde que Elinor se mudó. Le gustaba vivir sola.

El vestido nuevo giraba ondeando alrededor de sus piernas. Con el próximo salario se compraría un par de zapatos de tacón a juego. Ya había visto unos no demasiado caros que quedarían perfectos. Después tenía que cortarse el pelo, pero eso se lo pediría a Elinor, que era muy ducha con las tijeras.

Se quitó el vestido, y no había acabado de colgarlo de nuevo en el armario cuando llamaron a la puerta.

—Adelante —dijo Emma. Estaba esperando a Elinor. Las dos tenían la tarde libre y habían pensado ir a dar un paseo.

—Vaya, me he debido de equivocar —dijo el hombre, volviendo la cabeza. No obstante, se giró de nuevo hacia ella y, muy despacio, la miró de pies a cabeza.

Ella echó mano otra vez del vestido y se tapó con él. El desconocido tenía la mirada… Emma lo había visto antes en el pasillo, y había admirado su aspecto con disimulo.

—¿Qué haces aquí? Ya te puedes ir largando.

Él se echó a reír y dejó ver una hilera de dientes blanquísimos. Se pasó la mano por el pelo rubio y dijo:

—Perdón, me he equivocado de puerta. Lo siento… hasta cierto punto.

—¿Qué quieres decir? —preguntó ella enseguida.

—Que siento haberte puesto en un apuro, pero que, por lo que a mí se refiere, es un placer verte sin ropa, aunque seguro que estás adorable con ese vestido.

Emma abrió los ojos de par en par. Semejante desfachatez. Señaló la puerta.

—Largo de aquí —dijo indignada.

—Bueno, si estás segura, me voy. —El joven soltó una risita y la miró una última vez antes de cerrar la puerta.

Emma cerró con llave. A partir de ahora, tenía que acordarse de hacerlo siempre.

En el pueblo nunca la habían mirado de aquel modo. Los muchachos no se fijaban en ella, al menos, no como aquel joven. Seguro que tenía muchas amigas adorables. Con ese físico, podría estar con quien quisiera.

Emma llevaba mucho tiempo reflexionando sobre su aspecto y sus modales. Si quería hacer carrera en el hotel, tenía que refinarse un poco. Parecerse más a una dama. Aprender a hablar como lo hacían en la ciudad. Pensar en su porte. Esforzarse por tener las manos cuidadas. Quizá hacer un cursillo para aprender a maquillarse, en el centro había visto algunos anuncios. Se miró con pesadumbre las uñas mordisqueadas y las yemas de los dedos. En fin, de todos modos, hoy ya no podría hacer nada por mejorar su aspecto. Por el momento, debía sentirse satisfecha pensando que tenía un vestido nuevo, y el resto ya iría llegando poco a poco. Todo costaba una fortuna, y los cursos de contabilidad y administración que estaba siguiendo eran caros, se le iba en ellos casi todo el salario. En definitiva, tenía tiempo de sobra para convertirse en una dama.

En ese momento llamaron a la puerta.

—¿Quién es?

—Soy yo, abre, rápido.

Aunque aún no se había vestido, le abrió a Elinor.

Su amiga se quedó jadeando apoyada en la puerta.

—Mi padre. Lo han metido en la cárcel. Mi madre no sabe más. —Los ojos le brillaban de miedo—. Solo venía a avisarte de que no puedo salir de paseo.

—Pero… madre mía, pues claro que no. —Emma se puso enseguida el vestido de diario y, mientras se lo abotonaba, preguntó—: ¿Cuánto tardamos en llegar a tu casa? —Miró a su alrededor, como buscando algo.

—No mucho. Vivimos en Notting Hill. Tengo que darme prisa.

Las botas estaban arrumbadas en un rincón, y Emma se apresuró a ponérselas.

—Voy contigo. —Se agachó y se ató los cordones.

—No, Emma, no hace falta.

—Claro que sí. —Se puso la chaqueta y luego el abrigo—. Ya está, vámonos —dijo al tiempo que echaba mano del pañuelo que tenía en el taburete, junto a la puerta.

 

 

«JAMÁS ME HABRÍA atrevido a ir por aquí yo sola», pensó Emma mientras apremiaban el paso en dirección a la casa de Elinor. En la calle casi todo eran hombres que fumaban formando grupos. Miraban con descaro a las jóvenes al verlas pasar a ritmo ligero, y a Emma le pareció oír algo de «la hija de George». Claro que allí pasaría lo que en su pueblo, todos se conocían y sabían exactamente lo que ocurría en el barrio. Las casas eran todas iguales, y unos niños jugaban al fútbol algo más allá.

—Mamá —llamó Elinor al tiempo que doblaba la esquina y entraba en un patio trasero. Se abrió una puerta y una mujer le hizo señas con la mano. En un abrir y cerrar de ojos, Emma estaba sentada en un taburete ante la mesa de la cocina con una taza de té humeante.

—No para de meterse en líos —dijo la madre de Elinor con pesadumbre al tiempo que se sentaba—. Si fuera capaz de tener el pico cerrado, pero claro, no puede. En casa es hombre de pocas palabras, pero en cuanto ve una injusticia en la calle, tiene que ir a decir lo que piensa. —Meneó la cabeza desolada—. Y razón no le falta, pero siempre acaba igual. Y esta vez tendrá que arreglárselas solo para salir —dijo, y tomó un sorbo del té caliente.

—Pero mamá… —dijo Elinor—. No podemos dejarlo allí sin más, ¿no crees?

—Claro que podemos. Le vendrá muy bien pasarse encerrado unos días. Si no está de vuelta el viernes, iré a sacarlo.

—Pero si estamos a lunes…

—Precisamente.

—¿Había bebido? —preguntó Emma tímidamente. En su pueblo quienes acababan en la cárcel eran los borrachos. Allí apenas pasaba nada más grave, sin contar el asesinato del pastor, pero de eso hacía ya muchísimo tiempo, ocurrió mucho antes de que naciera Emma. Aun así, su madre cerraba con tres llaves por las noches. «El asesino del pastor sigue suelto», decía siempre.

—Qué va, si no bebe, ¿cómo iba a poder permitírselo, cuando apenas tenemos para comer y para pagar el alquiler? —le respondió la madre de Elinor—. El trabajo que tiene en el puerto no lo pagan muy bien, y mi trabajo de mujer de la limpieza… En fin, huelga decir que somos lo último de la sociedad. Aunque mi marido lo tiene algo peor, claro, por ser negro.

Alargó el brazo y le acarició a Elinor la mejilla.

—Pero tú, tesoro, no tendrás que sufrir por eso. Tú vas a hacer carrera. ¡Madre mía, qué orgullosa estoy de ti! —Le ofreció a Emma la bandeja de galletas que había en el centro de la mesa—. Toma, sírvete.

 

 

—YO NO PIENSO verme así nunca —aseguró Elinor con vehemencia cuando, un par de horas después, se sentaban en el autobús de regreso al Flanagans.

—¿Cómo?

—Inmersa en la pobreza. Haré lo que sea por evitarlo.

—¿A qué te refieres con «lo que sea»?

—Literalmente, lo que sea.

—¿Serías capaz de casarte por dinero?

Elinor reflexionó unos instantes.

—Solo si es con un hombre bueno y maravilloso, y si me permite trabajar —respondió sonriendo—. ¿Y tú?

—¿Casarme? ¿Yo? Jamás en la vida. Menuda cárcel. —Guardó silencio enseguida y se tapó la boca con la mano—. Perdón, no he caído…

—No te preocupes, mi padre ya ha estado antes allí. Y me alegro de que no haya sido peor. —Se encogió de hombros—. Siempre acaba entre rejas, sea o no culpable. Lo mejor sería que no tuviera ninguna opinión y que se quedara en casa calladito. Entonces estarían todos tan contentos, mi madre y la policía. —Sonrió con desgana—. Mi padre es un animal político, detesta la injusticia, y por eso lo castigan. Dentro de unos días estará fuera otra vez.

—Pobrecillo.

Elinor asintió.

—Así que, por lo que a ti respecta, nada de bodas, ¿no? —preguntó sonriendo, con la clara intención de cambiar de tema.

—Desde luego que no. Aunque del coqueteo no hay por qué privarse. Es divertido. Lo que tengo que procurar es no enamorarme nunca, porque creo que eso es lo que lo complica todo.

—Pero ¿no quieres tener hijos? —preguntó Elinor.

—¡Qué va! ¿Tú sí?

—Yo lo quiero todo —afirmó Elinor muy serena—. Absolutamente todo.

 

 

DE NUEVO EN el hotel, tuvieron que darse prisa. Solo faltaba un cuarto de hora para que empezara el turno de Emma, que fue corriendo a su habitación para cambiarse. A las cuatro estaba en fila con sus colegas delante del maestresala, que los iba inspeccionando a todos de pies a cabeza. Se agachaba para eliminar una mota de un zapato, sacudía el polvo de una hombrera con la mano, señalaba un mechón de pelo que se había escapado de una cofia y meneaba la cabeza disgustado al ver un delantal que no había quedado blanco como la nieve.

Emma ponía todo su empeño en presentarse perfecta, pero a él rara vez se lo parecía. En esta ocasión había comprobado el cuello, pero estaba claro que no lo suficiente. El jefe la miró enarcando una ceja. Ella resistió la tentación de sacarle la lengua y se limitó a ir corriendo al cuarto de la ropa blanca a ponerse una blusa limpia.

Abrió la puerta de golpe, se quitó la blusa y la arrojó a uno de los canastos de la ropa sucia, que estaban alineados a lo largo de la pared. Buscó irritada su talla entre las pilas de ropa almidonada. Por fin. Con un suspiro de alivio, metió la cabeza por el faldón de la blusa.

La tosecilla resonó cuando ella aún no había sacado la cabeza por el cuello. Comprobó horrorizada que era la segunda vez que aquel hombre la veía en ropa interior.

—Tiene que ser el destino —dijo sonriendo mientras se apoyaba en el marco de la puerta con los brazos cruzados—. ¿Cómo te llamas?

—¿Cómo te llamas tú?

—Sebastian.

—¿Trabajas aquí?

El hombre asintió y dudó un instante antes de responder:

—Podría decirse que sí.

—De acuerdo. Me llamo Emma. Y ya puedes dejar de entrar en los sitios solo porque la puerta no esté cerrada con llave. Hay que llamar primero.

—Eso hice esta tarde, y tú dijiste: «Adelante».

—Sí, ya, pero eso fue porque creía que eras otra persona.

—Entonces, ¿qué piensas decir la próxima vez que llame, cuando sepas que soy yo?

Emma notó el ardor de su mirada. ¿Preguntaba en serio o estaba bromeando? Lo que tenía delante era un hombre. Solo Dios sabía qué sería capaz de hacer con ella. Debía de tener treinta años por lo menos, calculó. Muy experimentado, seguro. A ella la habían besado en dos ocasiones, y la segunda fue mejor que la primera.

Ahora pensaba en cómo sería un beso de Sebastian. Probablemente mejor aún, concluyó, y casi pudo sentir el roce de la barba que se le adivinaba en el mentón cuando sus labios se juntaran. Emma bajó la vista. No pudo sostenerle la mirada.

—Bueno, resulta que somos compañeros de trabajo, y por tanto me comportaré con amabilidad y responderé «adelante». Solo que antes me aseguraré de estar vestida. —Le sonrió, agachó la cabeza por debajo de su brazo, que cruzaba el vano de la puerta, y se volvió hacia él mientras se ajustaba la cofia—. Adiós, Sebastian. Mi turno empieza ya.