18

 

 

 

 

 

DESDE LA VENTANA de su despacho, Linda vio que Sebastian se encontraba delante del Flanagans. Y vio cómo alzaba la mano para saludar y dar la bienvenida a su hermano, que se acercaba caminando con paso resuelto.

Ella habría preferido que se mantuvieran al margen, así se habría librado de volver a verlos. Sin embargo, los dos tenían pleno derecho a estar en el hotel, puesto que eran propietarios de una parte, y aunque apenas la saludaban, debía reconciliarse con la idea de cruzarse con ellos por los pasillos de vez en cuando. La cuestión de qué hacían en el hotel, aparte de comer, le importaba un comino mientras no interfiriera en el negocio. Ellos no pagaban lo que consumían, y Linda había pedido a los camareros que fueran indulgentes y lo anotaran en la columna de las pérdidas. A veces llevaban invitados, otras veces iban ellos dos con la tía Laura. Ni siquiera cuando pasaban allí la noche les llamaba la atención. Laurence se quedaba de tarde en tarde, su hermano menor, con mucha más frecuencia.

En todo caso, Sebastian parecía caer bien a los empleados. En comparación con el orgulloso de su hermano mayor, tenía la ventaja de que era capaz de relacionarse con gente de toda clase. Le encantaba brindar con los nobles y acostarse con sus esposas, pero después de la fiesta de Año Nuevo, Linda lo vio sentado en la encimera de la cocina, hablando animadamente con los cocineros. Mientras no entorpeciera el trabajo, ella lo dejaba en paz.

Aún le resultaba difícil saber dónde poner los límites, y si los empleados le hubieran transmitido alguna queja, habría sido más sencillo, pero no parecían tener nada en contra de que Sebastian bajara de vez en cuando y se quedara allí charlando con ellos.

Lo más probable era que necesitaran el hotel para guardar las apariencias, porque ¿qué habría pensado todo el mundo si se supiera que había conflictos en el seno de la familia Lansing?

Se sentó ante el escritorio y contempló el enorme ramo de flores que había recibido de Robert Winfrey.

¿Habría alguien en el mundo que entendiera a los hombres?

A pesar de que Linda lo había humillado al máximo, él le enviaba flores. No parecía importarle que ella se hubiera portado mal con él. ¿Se lo estaría tomando como un reto?

Suspiró y abrió el último cajón, en el que guardaba la botella. Se había ganado una copa, a pesar de que había decidido no beber en horario laboral. Hasta el momento lo había conseguido durante… Miró el reloj de pulsera: siete horas.

En ese momento recordó que tenía una reunión y, un tanto irritada, devolvió la botella a su lugar. No podía presentarse oliendo a whisky; sencillamente, no podía ser. Por el camino pasó por delante del gran espejo dorado y entrevió su imagen. «Sobria elegancia», pensó. Mary se lo inculcó como lema desde que eliminó Bergsbacka e introdujo Londres en aquel proceso de creación de lo que su amiga había dado en llamar «una mujer nueva».

Linda se irguió al constatar que Mary había triunfado en su misión.

 

 

LOS TRES HIJOS de Andrew se encontraban ya sentados a una mesa del restaurante, y allí se dirigió ella sin el menor entusiasmo. Con el rabillo del ojo vio que Laurence y Sebastian estaban al fondo del local. Y pensar que no podían dejarla en paz ni siquiera en su propio restaurante… La animadversión se palpaba en la hermosa sala y la inundaba como una neblina invisible.

Extendió los brazos para saludar a sus hijastros:

—Hijos míos, qué alegría veros —dijo con un tonillo mordaz.

Tenían la misma edad que ella, y se alegraban de verla ahora tanto como diez años atrás, cuando presenciaron cómo se casaba con su padre.

Durante su entierro, que tuvo lugar un año después de la boda, no se sentaron al lado de Linda para consolarla, sino detrás. Cualquier cosa, con tal de señalar que ella no formaba parte de la familia.

—Siéntate —le dijo Benjamin, el más joven de los hermanos.

Un tanto a su pesar, Linda hizo lo que le decía: cuanto antes le comunicaran el motivo de la reunión, tanto mejor.

La cuestión era muy sencilla. Querían vender la casa en la que su padre tenía el bufete, y para ello necesitaban que ella firmara. A pesar de que Andrew y Linda no llevaban casados más de un año cuando él murió, su marido había repartido la herencia entre ella y sus hijos a partes iguales y, con el paso del tiempo, Linda comprendió que había sido una locura por su parte exponerla a una guerra más. Una guerra que, al igual que la otra, también libraba contra unos hombres que se consideraban superiores a ella.

En un primer momento sí pensó que tal vez debería renunciar a su parte de la herencia, pero luego… luego se enfadó. ¿Por qué iba hacer algo semejante, si aquella había sido la voluntad de Andrew? Y, sobre todo, ¿por qué iba a renunciar a favor de tres jóvenes antipáticos que nunca habían tenido una palabra amable para su madrastra, a pesar de todos los intentos de acercamiento por su parte? No, se dijo. Andrew estaba en plena posesión de sus facultades mentales cuando redactó el testamento, y era evidente que tenía sus razones para procurar que ella no se quedara sin nada. Obviamente, sus hijos heredaban la mayor parte, puesto que, a la muerte de Andrew, también recibieron la herencia de su madre.

—Ya —dijo Linda—. ¿Y eso por qué? Los contratos de arrendamiento de la casa dan buenos ingresos. —Llamó con un gesto a un camarero y le pidió que les sirviera el té.

Estaba claro que habían designado a Benjamin como portavoz, porque fue él quien continuó:

—Necesitamos liquidez para invertir en nuevos proyectos.

—¿Y el apartamento que vuestros padres tenían en el edificio?

—Para nosotros carece de valor… —Benjamin soltó una tosecilla—. Ni siquiera mi padre lo respetó como hogar común.

Linda cerró los ojos y se armó de paciencia. Ella y Andrew no habían tenido una vida sexual muy activa durante el breve periodo que duró su matrimonio, pero en una ocasión los sorprendió el trío de sus hijos al completo, que entraron con su llave y sin avisar, y sorprendieron a los recién casados en la cama en la que su madre había dormido hasta su muerte.

«Eso puede haber influido en la idea que tienen de mí», pensó Linda. Pasó mucho tiempo recordando avergonzada la escena, mientras ella trataba torpemente de cubrirse con el edredón hasta la barbilla.

Ya no sentía ninguna vergüenza. Su padre acusaba mucho la soledad, quería dejar que el amor entrara en su vida y ellos se lo negaban. Si hubiera muerto solo y triste, se habrían sentido satisfechos; verlo entre los brazos de Linda fue algo que no pudieron soportar, aunque ya eran adultos.

El camarero llegó con el té y, mientras lo servía, Linda observó a los otros dos hermanos.

John, que era el mediano, se había humillado a sí mismo y también a ella un día que, estando bebido, llegó dando tumbos al Flanagans y farfulló su deseo de verla desnuda otra vez, pero ella fingió no haber oído lo que le susurraba. Nunca volvieron a hablar del asunto. Allí estaba ahora, con la cabeza gacha. Por Linda no había inconveniente, mientras mantuviera la boca cerrada.

Lo que pensaran hacer con el dinero de la venta no era asunto suyo, lógicamente. Y, en honor a la verdad, para ella aquella casa no tenía ningún valor sentimental. Estuvo afincada allí mientras vivió Andrew, pero, después de su muerte, no tardó en volver a instalarse en el Flanagans.

Era como si aquel año no hubiera existido.

La opinión pública no la veía como viuda, sino como huérfana. La cuestión era si alguna vez la considerarían un individuo.

Linda se encogió de hombros.

—Si queréis venderlo, adelante. —Con la taza de té en la mano, empezó a contar para sus adentros. Uno, dos, tres… cuatro segundos después plantaron los documentos encima de la mesa. Robin, el mayor de los tres, y el que había seguido la carrera profesional de Andrew, llevaba con la mano colocada en el cierre del maletín desde que llegaron.

 

 

«MADRE MÍA, CÓMO me gustaría que esto fuera whisky en lugar de té», deseó Linda mientras tomaba un sorbito. Y no porque la entristeciera vender aquel inmueble, sino porque con ello se cerraba otro capítulo.

Una vez firmados todos los documentos, los muchachos se sintieron claramente animados y no paraban de bromear y de reír; y no era fácil saber si miraban con aire discreto a sus primos con cierta complicidad y con la intención de que Linda se percatara.

—Bueno, pues entonces ya hemos terminado, ¿no? —dijo retirando la silla.

Ninguno de los tres se puso de pie, algo que sí habría hecho su padre. Parecían marionetas asintiendo mecánicamente y con la sonrisa helada, como si fuera un dibujo.

—Estupendo. Cuidaos mucho, muchachos —dijo con una sonrisa—. Y si necesitáis algo, llamad, no lo olvidéis.

Linda salió del restaurante sin volver la vista atrás y empezó a subir la escalera para ir al despacho. A medio camino, algo hizo que se diera media vuelta.

Casi se le paró el corazón.

Habían pasado diez años desde la última vez que vio a Fred Andersen, pero su cuerpo reaccionó como si hubiera sido ayer.

 

 

BEBIÓ DIRECTAMENTE DE la botella, no tenía tiempo de buscar un vaso. Cerró con llave la puerta del despacho. No creía que Fred se atreviera a entrar allí, pero no podía arriesgarse. Después de todo, se había atrevido a ir al hotel.

La última vez que se vieron ella no cedió un milímetro y le dio la razón a Mary. Era verdad que sus primos habían amañado el romance, y Linda no quiso oír las excusas de Fred.

Diez años le había llevado olvidar su existencia… casi por completo.

Botella en mano, empezó a recorrer el despacho. ¿Qué estaría haciendo Fred allí? Linda ya había dejado de soñar con cómo era acostarse con él, y no pensaba empezar otra vez. Se sentía satisfecha y había decidido acabar con cualquier forma de… desnudez.

Por desgracia, no había vivido ninguna experiencia que superase a la que tuvo con él. Su marido era mayor y estaba mal del corazón, y los hombres a los que había conocido tras su breve matrimonio carecían por completo de delicadeza. Ninguno logró jamás que llegara al orgasmo. ¿Cuántos experimentó con Fred? Muchos, si se fiaba de su memoria, pero las imágenes de sus cuerpos moviéndose sinuosamente al unísono quizá no fueran reales. Había cosas que una embellecía con los años. Y con el alcohol.

Tomó otros dos tragos de whisky. Y luego, uno más. Le ardía la garganta. Y empezó a notar cómo se iba emborrachando.

Llamaron a la puerta, y se llevó la mano a los labios para recordarse que no debía responder. Se quitó los zapatos y los dejó sobre la moqueta, antes de tomar otro trago.

Nuevos golpes en la puerta. Una voz que decía:

—Te he visto y sé que estás ahí. Abre, me he enterado de cierta información y me gustaría contártela.

Tenía la voz distinta. Más oscura. Sin embargo, la reconoció muy bien, y enseguida recordó la calidez de su aliento cuando le susurraba al oído que la…

Sujetó la botella entre las rodillas y se tapó los oídos con las manos, como si la voz que le decía lo que quería hacer con ella viniera de fuera. Sin embargo, enseguida descubrió que no, pues la voz de él seguía seduciéndola, a pesar de sus esfuerzos por aislarse de todos los sonidos. ¿Qué iba a hacer? ¿Quedarse encerrada en su despacho?

Se sentó en la silla del escritorio. Tenía un trabajo que sacar adelante. En el hotel nada funcionaba por sí solo. Debía hablar enseguida con el jefe de cocina sobre las reservas del comedor, que, de hecho, constituían su principal problema. Si los clientes no acudían al restaurante, pronto dejarían de ir también al hotel, y tenía que hacer algo al respecto.

Toc-toc.

Miró enojada la montaña de documentos. ¿No eran dos montañas? Le daba vueltas la cabeza. La silla había empezado a balancearse tanto que Linda se deslizó hasta el suelo y se tumbó. La alfombra era mullida y cómoda. Blanda, agradable. Ese vaivén, tan suave y tan…

Se irguió y se sentó como pudo. ¿Cómo? ¿Se había dormido en el suelo? Hizo una mueca de desagrado al notar el sabor a whisky en la boca. La botella seguía en la mesa. Entornó los ojos. ¿De verdad que se había bebido la mitad? Y entonces lo recordó. Fred había estado allí. De repente, le entraron ganas de beberse el resto.

Le había llevado varios años volver a ser fuerte después de todas las personas a las que había perdido, y a pesar de que tal vez aún no se hubiera recuperado del todo, como quizá indicaba el consumo de alcohol, al menos se había organizado una vida soportable. Fred le hizo en su día un daño terrible, y que ahora tuviera el valor de… Se puso de rodillas y se agarró bien a la silla para poder levantarse.

¿Cómo se atrevía siquiera a presentarse allí y pedir que lo escuchara? Le importaba un bledo lo que quisiera contarle.

Le retumbaba la cabeza, pero se dirigió al aseo que había en el despacho. Se refrescó la cara y se cepilló los dientes. No podía abordar esos asuntos estando ebria, ya debería saberlo a aquellas alturas. Sencillamente, lo mandaría al cuerno.

Unos instantes después, cuando sonó el teléfono, respondió sin dudar. El jefe del restaurante fue derecho al grano: unos huéspedes se habían escandalizado al ver a Elinor en el pasillo. Decían que era obvio que se trataba de una ladrona, y que echaban en falta un collar valorado en cerca de mil libras. Querían hablar con la dirección del hotel.

Diez minutos más tarde, Linda llamaba a la puerta de la pareja. No vio ni rastro de Fred en el pasillo.

Los huéspedes abrieron la puerta y se la quedaron mirando extrañados.

—¿Hola…?

—Creo que tenían ustedes alguna queja.

—Pues sí, pero queríamos hablar con el director.

Linda enarcó una ceja y se señaló a sí misma.

—¿Cómo? ¿Una mujer? Pero ¿qué clase de hotel es este? —preguntó el hombre indignado.

—Pues un hotel que no tiene inconveniente en echar a la calle a un huésped —respondió ella con serenidad—. Les ruego que abandonen mi establecimiento de inmediato. Tienen veinte minutos. De lo contrario, yo misma mandaré que los pongan de patitas en la calle. Los robos se denuncian a la policía. No tengo nada más que añadir. Adiós, señores. Y no vuelvan nunca más.

Cerró de un portazo, como si detrás de la puerta hubiera estado Fred.