A ALEXANDER SE le habían pasado volando los dos primeros meses en la recepción del Flanagans. Nunca había trabajado tanto, pero, por otro lado, había hecho nuevos amigos, le habían subido el sueldo y, ahora, mientras se apresuraba escaleras arriba camino del despacho, no podía pensar en nadie más que en Emma. Su plan era que se hicieran buenos amigos antes de invitarla a salir, pero esa mañana no pudo contenerse y le preguntó si podrían ir al cine alguna tarde. A aquellas alturas, llevaba varias semanas intentando quedarse a solas con ella, pero él no era el único que la veía atractiva. Emma, por su parte, no parecía dispuesta a rendirse a los galanteos de nadie, sino que declinaba entre risas las proposiciones de sus compañeros de trabajo.
Se habían quedado solos en la cocina, con los platos del desayuno ya vacíos. Alexander empezó a bromear y ella respondió con la sonrisa más bonita que él había visto en la vida. Podría vivir a gusto el resto de su vida si pudiera contemplarla solo de vez en cuando.
De hecho, se quedó sin respiración al verla, y entonces fue cuando le soltó lo del cine.
Ella ladeó la cabeza, observó que la miraba nervioso y, finalmente, dijo que sí.
«Sí.»
Varias horas más tarde, a Alexander aún seguía pareciéndole incomprensible.
Miró el reloj por tercera vez. Venía con cinco minutos de retraso. ¿Cuánto debía esperarla? Diez minutos más, luego volvería dentro. Podría haber ocurrido algo. En los hoteles siempre surgía algún imprevisto urgente. Podía darse un exceso de reservas, protestas por una comida en mal estado o una limpieza insatisfactoria. En el Flanagans los empleados tenían cometidos fijos, pero si había una crisis todos se ayudaban, y a él le parecía una buena medida. Claro que resultaba problemático si uno tenía algún compromiso, y eso era lo que bien podía haberle ocurrido a Emma hoy.
Allí estaba, por fin. Su sonrisa lo caldeó por dentro hasta el punto de que podría haberse deshecho del abrigo, a pesar de que hacía una tarde de un frío helador. Los ojos de la joven centelleaban al resplandor de la farola, y a Alexander empezó a latirle con fuerza el corazón mientras ella se le acercaba.
—¿Llego tarde? —preguntó.
—Ni un segundo —respondió él con una sonrisa. Se había quedado sin aliento, a pesar de que llevaba allí ya un rato esperando sin moverse. Le ofreció el brazo a Emma—. ¿Son cómodos para pasear esos zapatos?
Quería abrazarla. Si resbalaba, él estaría listo para servirle de apoyo. Tenían casi la misma estatura y, aun así, Alexander se sentía grande a su lado. Emma se agarró de su brazo.
—¿Qué vamos a ver?
—Con faldas y a lo loco. —La miró de reojo para ver si le agradaba la propuesta.
—Nunca he visto a Marilyn Monroe en el cine. Qué bien. Una elección estupenda —dijo Emma, y se agarró con más fuerza de su brazo. Alexander se sentía sencillamente feliz mientras los dos caminaban agarrados para ver la última sesión.
Con un gran vaso de palomitas y unos refrescos se sentaron en la sala, que aún estaba iluminada. Iba llegando mucha gente y tuvieron que levantarse una y otra vez para dejarles pasar. Él estaba tan contento y orgulloso de verse allí con Emma que no le importaba. Todos lo miraban, puesto que ella era la chica más bonita que había en el cine y, lógicamente, a todos los hombres que había allí les habría gustado estar en su lugar.
—Me está empujando —susurró al oído de la joven, refiriéndose al hombre que tenía al lado, que no paraba de revolverse en el asiento, lo que le permitió a Alexander ir acercándose a ella cada vez más.
Emma se volvió hacia él y, justo en ese momento, se apagaron las luces.
Lo más probable era que quisiera responderle en voz baja, pero, como él no había vuelto la cabeza, sus labios se encontraron, lo cual provocó una auténtica conmoción en el cuerpo de Alexander. Trató de cruzar las piernas, pero no había espacio. Por suerte, no se veía nada, tenía el abrigo extendido sobre las piernas, pero cada vez que ella metía la mano en las palomitas, él lo notaba a través del pantalón.
No se atrevió a estrechar la mano de Emma entre las suyas, y tampoco ella tomó ninguna iniciativa en ese sentido. Ese beso fugaz tal vez no hubiera significado nada para la joven. Según le había dicho, a ella el amor no le interesaba. Él, en cambio, no lo olvidaría en toda su vida. Había besado a muchas chicas, pero aquel beso totalmente involuntario había sido el único que lo encendió por dentro.
Y eso tenía que significar algo.
CUANDO VOLVIERON A encenderse las luces de la sala Alexander se preguntó qué debería hacer a continuación. ¿Cómo iba a poder contenerse, si lo único que deseaba era volver a sentir en los suyos los labios de Emma? Tenía que besarla otra vez. «Si lo que yo siento por ella es tan fuerte, es lógico pensar que ella también siente lo mismo por mí», pensó mientras abandonaban el cine y salían a la calle.
—¿Qué te ha parecido? —le preguntó.
—¡Ah, una maravilla! ¿No te parece que es la mujer más guapa del mundo?
Totalmente decepcionado, comprendió que se refería a la película. Tenía que encontrar la forma de que Emma le dijera qué opinaba de él. Claro que la película había estado bien, pero él se la había perdido casi entera, porque tenía la cabeza en otro sitio, llena de imágenes de Emma desnuda y sudorosa. Había sido un tormento, una calentura y una gran preocupación. En situaciones así, Alexander siempre tenía la sensación de conservar el control. Ahora era al contrario. Su destino estaba en manos de Emma.
—Oye, estaba pensando… El beso…
Ella lo miró con sorpresa.
—¿Qué beso?
—Sí, antes de que empezara la película. Cuando habían apagado las luces y nuestros labios se juntaron…
Emma se paró en seco. Ladeó la cabeza con la misma expresión que él le había visto ya varias veces.
—¿Eso ha sido un beso? —preguntó extrañada.
—Para mí sí que lo ha sido —dijo él en voz baja.
—Pues para mí no —respondió ella, se le acercó un poco más y le rodeó el cuello con sus brazos—. Prueba otra vez.
Cuando Alexander llegó a casa estaba agotado. Rendido. Enfermo de amor. Estuvieron una eternidad besándose bajo aquella farola, y ahora tenía la certeza absoluta de que se iba a casar con Emma. Tendrían unos hijos adorables, de los cuales se encargaría la niñera, porque él jamás consentiría en abandonar la cama mientras Emma no se levantara. Harían el amor una y otra vez hasta el fin de sus días. Nunca había estado tan seguro de algo en la vida.