LOS DÍAS DE Robert Winfrey solían ser de lo más variado. Lo mismo los pasaba trajeado y de reuniones en cualquiera de los rascacielos de la Quinta Avenida que bañándose en la piscina de un amigo en los Hamptons. También había días en los que la ansiedad se apoderaba de él, y entonces no salía de la cama. Cada vez que conseguía pasar una semana entera como una persona normal era un triunfo.
Sin embargo, desde el viaje a Londres y sin razón aparente, llevaba semanas sin un solo día de angustia, lo que probablemente se debía a que en sus pensamientos solo había lugar para Linda Lansing. Rubia, orgullosa, aunque con una tristeza infinita en la mirada. Él reconoció esa tristeza de inmediato. Como si las personas a las que la vida había herido formaran parte de un club privado y, de un modo un tanto frío y elegante, mantuvieran a cierta distancia a quienes carecían de un bagaje de experiencias dolorosas. Robert quería hablar con ella de ese tema, no de asuntos triviales como el trabajo. Quería saber qué sentía, qué le ocupaba el pensamiento, cómo se imaginaba el futuro. ¿Cuál sería el origen de su tristeza? ¿Cuál era el dolor que la atormentaba?
Naturalmente, no podía abordar ninguno de esos temas durante una cena. Eran asuntos propios de un contexto más privado y quizá solo posibles cuando hubieran intimado un poco. Él quería llegar a ese punto, desde luego, pero ¿y ella?
Se quedó mirando por la ventana. Se olvidó de la cerveza que tenía en la mesa. Al cabo de un buen rato, tomó un trago y, con una mueca de desagrado, apartó asqueado la bebida ya tibia.
¿Por qué no había mostrado Linda ningún interés por él? No estaba acostumbrado a esa indiferencia. No era que las mujeres se arremolinaran a su alrededor, pero ella había marcado la distancia de un modo que, sencillamente, le resultaba insólito. Y sí, desde luego, después de oír lo que dijo, no debería pensar en ella ni un segundo, pero era más fácil decirlo que hacerlo desde que advirtió la tristeza en su mirada. Cierto que había mantenido un tono desenfadado durante toda la cena, sin dejar entrever ni por asomo que no le fuera bien en la vida. Sin embargo, él hacía lo mismo: todo era pura fachada.
Si no la hubiera tenido entre sus brazos, quizá su recuerdo habría desaparecido a aquellas alturas, pero el cuerpo de ella se adaptó al suyo, y aún era capaz de recordar el sensual aroma de su perfume y el ritmo de sus caderas al moverse. Tuvo que hacer un esfuerzo para dejar la pista de baile antes de cometer una tontería, como, por ejemplo, besarla.
Se levantó, se dirigió a la cocina con el vaso y vertió la cerveza en el fregadero. Las flores se las había enviado en un impulso, no había tras ello ninguna pretensión y, después de hacerlo, se le antojó una bobada. ¿Qué se había creído? ¿Acaso pensaba que ella se arrojaría a sus brazos la próxima vez que se vieran?
¿La próxima vez? Sonrió a medias meneando la cabeza. Seguramente lo mejor sería no tratar de contactar con ella de nuevo. Tal vez hubiera malinterpretado lo que creyó percibir en sus ojos, quizá lo que vio reflejado en ellos fuera su propia tristeza.
Entró en el dormitorio para cambiarse de ropa. No porque el partido de béisbol de esa tarde le interesara demasiado. Solo acudía a ese tipo de encuentros para cultivar relaciones que convenían a sus negocios.
Tenía un armario amplio y bien provisto, y la ropa que solía usar para esa clase de reuniones estaba a un lado. Allí se podía encontrar casi cualquier prenda que tuviera que ver con el mundo deportivo. Con un suspiro, buscó lo que necesitaba.
Con la gorra de visera encajada sobre el pelo oscuro y una cazadora sobre el chaleco de punto salió a la calle y llamó a un taxi.
—Al Yankee Stadium, por favor.
—¡EH, ROBERT! ¡AQUÍ! —Su viejo amigo Grant Lloyd le hacía señas con la mano para que entrara—. Así que Londres, ¿eh? ¿Es allí donde está el negocio? Me han llegado rumores de que en lo sucesivo vas a echar el resto en Europa.
—Sí, Londres es el último grito. —Robert asintió—. Hay muchos americanos que quieren ir a visitar la ciudad. Los viajes de nuestra compañía siempre están completos.
—Yo nunca he estado allí.
Robert lo miró extrañado.
—Nunca he estado en Europa. Me niego. Menuda basura de sitio. Imagínate que vas a esa parte del mundo y te quedas allí atrapado sin poder volver. Qué va, ni muerto. Me quedo en Manhattan. Además, soy dueño de casi toda la isla. —Grant se echó a reír. Luego dio una calada al puro y echó el humo hacia el techo antes de añadir—: A lo mejor debería recurrir a ti un poco más… —añadió pensativo—. Tú eres un experto. ¿Qué me dices? ¿Te plantearías hacer negocios conmigo? Esa pequeña empresa tuya tendrá sitio para otro millonario, ¿no? —Sufrió un golpe de tos.
—Vamos a crecer —dijo Robert sereno—. Y siempre es interesante tener inversores. ¿Te parece que te llame la semana que viene?
—Claro. Sé que Europa es un mercado que está creciendo, y quiero hacer algo allí sin tener que ir personalmente —dijo Grant con una mueca—. ¿Qué tal está el sector hotelero? ¿Es una buena inversión? Ya sabes que aquí compré Park Lane, pero debo decir que fue un negocio pésimo. Pienso deshacerme de él en cuanto pueda.
En ese momento se les acercaron varios caballeros. Era obvio que algunos de ellos habían bebido de más. Otros dejaron atrás a sus acompañantes masculinos y se sentaron con alguna hermosa joven en el regazo. Ni una palabra de lo que ocurriera en aquel local saldría de allí. Si alguien se iba de la lengua, quedaría excluido para siempre. Todo había ido exactamente igual que la vez anterior, solo que, en esta ocasión, Grant se mostró interesado en invertir en Londres.
«Igual que yo», pensó Robert con una sonrisa. Fue bajando los escalones de tres en tres mientras se dirigía a la calle para parar un taxi.
En la papelera que había delante del estadio tiró la horrenda gorra de visera. Ahora tenía una razón más para viajar a Londres.
TRES NOCHES DESPUÉS sufrió una pesadilla. No logró pegar ojo. Cuando amaneció, la cama parecía un campo de batalla, el corazón le aporreaba en el pecho y tenía la espalda empapada. ¿Cómo conseguiría llegar al aeropuerto en ese estado?
En un intento de ahuyentar aquellos pensamientos, salió del apartamento de Riverside Drive. A lo mejor se le pasaba si comía algo. No porque tuviera hambre, aunque seguramente necesitaba un poco de energía. Encontró un taburete en el que sentarse junto al ventanal, a pesar de que la cafetería estaba casi llena. Hizo el esfuerzo de comerse las dos tortitas, aunque cada bocado le crecía al masticar. Iba tragando con el café y el zumo, luego dio un buen paseo por Riverside Park antes de volver a casa.
Se quedó ante la ventana con la mirada perdida. Al principio los recuerdos iban pasando como destellos fulminantes, pero luego pensó que el cerebro quería jugarle una mala pasada. Las imágenes empezaron a acudir una a una. Era repugnante. No podía ser que aquellas fueran las únicas evocaciones que le vinieran a la memoria. Después de todo, había fotografiado otras cosas, ¿no? Los océanos y las aves. Tenía que ser capaz de invocar esas imágenes también. Y llevaba ya varias semanas encontrándose bien…
Pero no. Aquel era uno de esos días en los que su cabeza se instalaba en el cuarto oscuro, y solo había una película que revelar.
Nada de lo que hiciera podía evitarlo.
EL PEQUEÑO TIMOTHY, de cinco años, sintió apego por Robert en cuanto este llegó al barrio de las afueras de Liverpool. Timothy se le sentó en el regazo y apretó su cuerpecillo contra el corpachón de Robert. Tal vez porque con él se sentía protegido. Su padre estaba en el frente. Su madre, muerta de preocupación, tenía otros tres hijos de los que ocuparse. Abandonaron la ciudad cuando estalló la guerra y acababan de regresar a casa. Los alemanes habían dejado en paz Liverpool, así que no parecía peligroso volver.
Robert había trabado amistad con toda la familia, y lo que iba a ser una visita al país para hacer un reportaje sobre la campiña inglesa en tiempos de guerra se convirtió en una estancia de un mes. Aquel pequeño se había hecho un sitio en su corazón y no podía plantearse abandonarlo.
Lo que atormentaba a Robert por las noches era el terrible bombardeo de noviembre de 1940. Arrasaron manzanas enteras. Los niños perdieron a sus padres. Una madre murió mientras preparaba la comida. Profesores, colegios, compañeros. Todo se esfumó en un único ataque.
Pasó días buscando con los supervivientes del pueblo, pero no hallaron ni rastro de Timothy. A pesar de que dieron con varios supervivientes bajo las montañas de escombros, jamás localizaron al amigo de Robert. Aquella noche murieron ciento sesenta personas.
Fue él quien, cuando se inició el ataque, llevó al pequeño al refugio antiaéreo, situado en un edificio que luego quedó arrasado. Fue Robert quien le dijo: «No tengas miedo, aquí estás seguro», y lo dejó allí y salió a la calle a ver lo que ocurría.
Él logró salvarse, pero dejó a Timothy en una trampa mortal.
Y con esa culpa batallaba él a diario, con esa culpa luchaba para no hacerse daño a sí mismo. En días así, el deseo de que la noche lo invadiera todo era tan intenso que lo aterraba, pues no sabía si lograría superar la jornada que tenía por delante.
Pronto habrían transcurrido veinte años de aquel suceso. Quienes estaban al corriente de lo que vivió entonces decían que la culpable era la guerra, no él. Y Robert lo sabía. Como sabía que debería haber protegido a aquel pequeño. Se mirara por donde se mirara.