LINDA SE GIRÓ delante del espejo. El vestido era más recto de lo habitual, pero resultaba cómodo. ¿Era bonito? Desde luego, era lo último, pero para ella lo más bonito no siempre era lo más moderno. Al final, lo decisivo siempre era la comodidad.
A pesar de que había llegado la primavera —el mes de abril había sido una maravilla, con temperaturas totalmente estivales—, quería una chaqueta adecuada para el vestido sin mangas. Miró en el armario en busca de la azul marino con botones de perla. Ahí estaba. Se la echó por los hombros y volvió a mirarse. Bueno, no estaba mal. Se puso los zapatos de tacón de seda azul, guardó la barra de labios en el bolso, cerró con llave la puerta del apartamento y apremió el paso hacia el ascensor. Por una vez en la vida, pensaba marcharse del hotel en pleno día con la única persona capaz de sacarla de allí: Mary.
Beberían en abundancia y hablarían de todas las personas horribles que conocían. Y Linda no tenía intención de volver hasta muy tarde.
Cruzó el vestíbulo con paso rápido. Vio una mancha en el suelo, avisó a un recepcionista y salió acto seguido por la puerta, que le abrió Charles, antes de acercarse a la calzada y pararle un taxi.
—Gracias, Charles, ¿qué haría yo sin ti? —le dijo al portero con una sonrisa. Y lo decía de corazón. Todos los empleados fieles eran de capital importancia para el hotel, y la sensibilidad exquisita de Charles no tenía precio. Los huéspedes habituales lo adoraban, y valoraban muchísimo sus conocimientos de todo lo que se podía hacer en Londres. Desde que, un par de años atrás, falleció su mujer, el trabajo era para él lo más importante, y Linda estaba convencida de que él moriría en su puesto, quizá incluso mientras paraba un taxi. Con suerte, aún faltaban muchos años para ese momento, pues ya había cumplido los sesenta y cinco, pero tenía la vitalidad de un treintañero.
Al acercarse a la puerta del restaurante que le robaba clientes, Linda le pidió al taxista que redujera la velocidad. Miró el reloj. Plena hora del almuerzo. Y aún había cola fuera.
Soltó un suspiro.
—Siga —le dijo al taxista, y se reclinó sobre el asiento. Tenía que olvidarse de aquel asunto. Al menos, por unas horas.
Mary y ella no se veían desde la cena en la mansión, y estaba deseando poder pasar un rato con su amiga. Ya tenían mesa reservada en el Criterion, y Linda se sentó de modo que pudiera ver la entrada. Mary haría, como de costumbre, una entrada espectacular, y no quería perdérsela.
La observó con creciente expectación cuando la vio entrar en el restaurante. Mary, que adoraba llamar la atención, llevaba unas gafas enormes de cristales oscuros Y miraba a su alrededor como si lo último que quisiera fuese que se fijaran en ella. Cuando vio a Linda, se le acercó enseguida y se sentó frente a ella.
El camarero acudió diligente.
—Un gin-tonic, por favor. —Mary dejó despacio las gafas de sol en la mesa antes de añadir—: Con la menor cantidad posible de tónica, ya me entiendes.
—Empezamos fuerte —dijo Linda sonriendo—. Pues yo tomaré exactamente lo mismo.
Mary encendió un cigarrillo y, antes de decir nada más, dio dos caladas largas y profundas. Luego se inclinó sobre la mesa.
—He tenido un amante. O casi —añadió en un susurro.
A Linda le dio un golpe de tos.
—¿Que has tenido qué?
Mary soltó un hondo suspiro.
—Has oído bien. Tu amiga es ahora una perdida. —Se quitó el pañuelo de Chanel que llevaba en la cabeza y lo dejó a su lado en una silla. Luego se desenfundó la chaqueta tres cuartos y la puso encima—. Mi cuerpo no soportaba más el celibato, y cuando ese hombre me tentó… Simplemente, no supe decir que no. Bueno, al final sí que se lo dije, pero a esas alturas ya estaba desnuda —dijo bajando la voz.
—Pero, Mary, querida, no se te ve nada feliz…
—Es que no lo soy. Al contrario, soy muy desgraciada. —Volvió a suspirar—. ¿Qué hago? Ayúdame —le suplicó—. No puedo seguir encerrada en ese castillo cumpliendo mi papel de esposa. Al mismo tiempo, quiero a mi marido y a mi familia, y podría morir por ellos. Es solo que no quiero pasarme los días enteros en su compañía. Y quiero tener relaciones sexuales —dijo bajando de nuevo la voz. Parecía a punto de echarse a llorar de un momento a otro. Linda se preguntaba si no era aquella la primera vez que veía a su amiga tan desesperada.
—¿Y a ti te parece que buscarte un amante es buena idea? Además, ¿quién es? Aunque quizá prefiera no saberlo…
—Prefieres no saberlo, créeme. Y ha sido cosa de una vez. Me siento fatal, a pesar de que me quedé a medio camino. ¿Podría fregar platos en tu hotel un par de días por semana? Así seguro que se me quitaba la idea de la cabeza.
Les sirvieron los combinados, Mary le ofreció a su amiga un cigarrillo y las dos bebieron y fumaron en silencio. Había mucha ginebra y muy poca tónica en los vasos, tal como Mary había pedido, pero ella se lo tomaba como si fuera zumo. Linda frunció el ceño con preocupación. Alargó el brazo y le quitó a Mary su copa.
—Si sigues a ese ritmo, tendré que sacarte de aquí en brazos. Más nos vale idear un plan para que tengas una vida más feliz.
Mary apagó el cigarrillo y encendió otro.
—Muy bien. Pues idea un plan para mí —dijo con vehemencia—. Te prometo que voy a seguirlo. De lo contrario, me temo que terminaré acostándome con… tu primo. —Bajó la vista, antes de atreverse a mirar a Linda a los ojos. Parecía asustada.
—¿Sebastian? ¿Te has vuelto loca?
—Peor aún, darling. Laurence.
Linda alzó atónita las dos manos.
—Espera un momento. ¿Me estás diciendo que has estado a punto de acostarte con Laurence Lansing Tercero? —No era posible. ¿Su mejor amiga con el peor de sus enemigos? Tenía que estar de broma.
Que alguien quisiera estar tan cerca de Laurence era algo que escapaba a su entendimiento, pero no estaba dispuesta a permitir que eso enturbiara su amistad con Mary. Después de todo, lo había reconocido, y eso la honraba. Si se hubiera enterado por habladurías, se habría sentido traicionada. En cambio, al habérselo confesado ella misma, todo había quedado en un error. Un error que no se iba a repetir. Dentro de un mes se reirían al acordarse.
—Sí, y me avergüenzo muchísimo. Los niños y yo nos vamos a Francia la semana que viene. Dime que te vendrás con nosotros, que me perdonas por haber cometido semejante tontería. Unos días de sol, playa y buena mesa… Te lo ruego… —suplicó Mary.
—¿Solo tu familia y yo?
Mary asintió.
—Te lo juro. Además, Archie estará en Mónaco para el Grand Prix, así que en principio estaremos tú y yo solas. Tu cuarto ya está listo.
—Lo pensaré. ¿Cuánto os quedaréis en la Riviera?
—Mi marido querrá quedarse todo el verano, seguro, pero yo tengo intención de hacer alguna que otra escapada a Londres. Mi trabajo de friegaplatos, ya sabes… —Sonrió con tristeza.
Linda asintió.
—Por supuesto.
—¿Me perdonas? —La miraba suplicante—. Por favor, dime que me has perdonado.
Linda asintió de nuevo. Había pensado hablar con Mary de la llegada de Fred, pero tendría que dejarlo para otra ocasión. Quizá en la Riviera, si finalmente iba a pasar unos días con ella.
EL COMPARTIMENTO DEL tren era cómodo, y de las vistas no podía quejarse. Linda tenía un asiento de ventanilla y se había tomado un café; eso sí, del libro que llevaba no había leído una sola página. Tenía la cabeza en el Flanagans. No podía decir exactamente que estuviera preocupada, pero no quería ver más pérdidas en la caja del restaurante. En definitiva, no podían permitírselo. En un plazo de diez años se verían obligados a hacer una reforma de envergadura, y para ello no podían tener ingresos inestables; Linda lo sabía de buena tinta después de las conversaciones mantenidas con su banco.
Se le escapó un suspiro. Decidió que intentaría no pensar en el hotel y salió al pasillo a fumar. Era un descanso poder moverse un poco.
El tren atravesaba Francia cuando chocaron el uno con el otro. Iban retrocediendo de espaldas los dos hacia el mismo punto, y Linda notó literalmente cómo se le abría la boca de asombro al ver con quién se había tropezado.
—¡Robert Winfrey! —exclamó perpleja.
Él la miraba sin dar crédito.
—Linda Lansing. —Una sonrisa le afloró a los labios—. Esto sí que es una sorpresa. —Se acercó un poco y le dio un beso en la mejilla.
Linda, por su parte, no estaba tan sorprendida. Tenía clarísimo que Mary se encontraba detrás de aquella coincidencia.
—Gracias por las flores —dijo enseguida—. Fue un gesto por tu parte, teniendo en cuenta lo que me oíste decir.
Él señaló el compartimento del que había salido.
—Ven, pasa. Te invito a una copa, así podremos aclarar a qué te referías.
Linda tenía claro que debía explicarse, no le quedaba otra posibilidad, y al ver que él agachaba la cabeza para entrar en el compartimento, lo siguió sin más.
—¿Te importa que cierre la puerta? —preguntó Robert.
Ella negó con un gesto.
—Siéntate, por favor —dijo él al tiempo que cerraba—. ¿Qué quieres beber? Tengo whisky, y, además, también tengo whisky.
—Tres dedos, sin hielo —dijo ella mecánicamente.
Él sirvió dos copas y le alargó una.
—He estado pensando en ti —dijo él sin rodeos—. Y tú, ¿has pensado en mí?
Ella tosió un poco y tomó un trago. Luego asintió.
—Claro, he pensado en lo impertinente que fui, si te refieres a eso.
—No, no me refería a eso —respondió él con media sonrisa.
—Pues en ese caso, no he pensado en ti —dijo ella sonriendo también.
Si hubiera sido una mujer normal, aquellas manos tan armoniosas que rodeaban el vaso habrían acudido a su memoria. Al igual que los ojos oscuros y el pelo perfecto. Quizá esa sonrisa suya la habría hecho pensar en él en más de una ocasión.
Pero, claro, ella no era normal.
—Tienes algo que… —Dejó la frase a medias y le ofreció un paquete de tabaco.
Linda lo observó en silencio mientras él sacaba el encendedor. Dieron unas caladas sin mediar palabra, viendo cómo el reseco paisaje se iba deslizando fuera. El traqueteo del tren resultaba agradable. Se sentía perfectamente relajada, a pesar de la presencia de él. En cuanto vio que había apurado el primer vaso, Robert se apresuró a servirle otra copa.
—¿Quieres sentarte aquí? Así vas en la dirección de la marcha del tren. Yo puedo abrir la cama —dijo él pasados unos instantes.
—No, gracias, qué amable, pero así estoy bien —respondió ella.
Se recostaron en el asiento los dos con el whisky y los cigarrillos. De vez en cuando sus miradas se cruzaban y, por sorprendente que le pareciera, Linda reconocía que sentía algo. No era habitual, pero sí agradable, para variar.
Los sentimientos que con más frecuencia experimentaba en la actualidad eran el odio y la rabia. Y también cariño, por Mary y por el personal del hotel. Por lo demás, un frío helador la embargaba casi por completo. Había perdido la paciencia y la confianza, y si un hombre trataba de rozarla siquiera, enseguida se encargaba de dejarle claro lo inoportuno que le parecía.
Y allí estaba ahora, disfrutando de un mínimo de contacto visual. Menos daba una piedra, desde luego.
Claro que era consciente de por qué derroteros quería llevarla él. Y sabía que Mary la había engañado, una vez más. Sin embargo, sería una idiota si no lo hubiera intuido de antemano. Mary siempre procuraba que Linda tuviera compañía.
En un par de ocasiones se emborrachó hasta el punto de terminar en la cama con alguno de los hombres que ella le ponía en el camino, pero solo en las visitas a la familia de Mary en la Riviera y solo con extranjeros, que no la conocían de nada. En Londres era demasiado famosa y no quería verse expuesta a esa clase de habladurías.
Miró a Robert, que acababa de volver la vista hacia ella.
—Miss Lansing, ¿qué voy a hacer contigo? —dijo despacio.
Ella lo miró extrañada.
—¿Qué quieres decir?
—Me invaden… sentimientos inexplicables. —La observaba como si así pudiera averiguar la respuesta a su pregunta—. Y yo nunca tengo sentimientos.
Linda sonrió.
—Todo el mundo los tiene, ¿no?
Él meneó la cabeza con resolución.
—Yo no. A mí casi todo me deja frío. Salvo tú.
Sintió un deseo enorme de protegerse ante la intensidad de su mirada, pero no apartó la vista. A Linda le resultaba familiar lo que dijo, lo de que casi todo lo dejaba frío, y eso despertó su curiosidad.
—Yo lo sé todo al respecto —dijo asintiendo con un gesto.
—Entonces sabrás lo raro que es sentir algo por otra persona —dijo él en voz baja. Los ojos le cambiaron de color, se le volvieron aún más oscuros. Se inclinó hacia delante—. Y yo siento algo por ti.
Linda notó cómo se le secaba la boca y alargó la mano en busca de la bebida. Notó con placer cómo el alcohol le quemaba la garganta. Tomó un segundo trago, antes de volver a dejar el vaso. Hacía calor en el compartimento. Un poco de agua estaría bien. Se humedeció los labios con la lengua.
Y fue como si le hubiera leído el pensamiento.
—¿Agua? —. Se levantó a por la botella que había en un soporte de la pared.
Ella asintió y se puso a observarlo, vio cómo se movían los músculos bajo la camisa y la camiseta. De pronto se le vino a la cabeza la idea de cómo estaría desnudo y, cuando él se volvió hacia ella con el vaso de agua, esa era la imagen que tenía en mente. Se echó a reír.
—¿Qué pasa? —dijo él mientras le alargaba el vaso.
—No, nada. Gracias. —Bebió con ganas mientras él la observaba sin sentarse.
—Más —dijo Linda dándole el vaso. Y cuando él se volvió de nuevo, ella pudo seguir mirando sus músculos. Ladeó la cabeza, dejó que la mirada descendiera hasta el trasero. Desde luego, era musculoso en general.
Y, desde luego, ella no estaba sobria a aquellas alturas, y debería volver a su compartimento inmediatamente, porque la imaginación estaba empezando a causarle problemas. Un hombre desnudo. ¿Cuándo fue la última vez que imaginó algo así?
Decidió que había llegado el momento de despedirse.
—Sigo sin saber por qué fui tan desagradable la última vez que nos vimos —le dijo—, pero créeme si te digo que tenía que ver con el hecho de que Mary siempre anda tratando de emparejarme con alguien. O sea, no era por ti, tú eres una persona muy tratable —dijo poniéndose de pie. Se tambaleó un poco con el traqueteo del tren, y Robert reaccionó como un rayo.
—Te acompaño —dijo resuelto.
—Tengo el compartimento a dos puertas de aquí. Llegaré sin problemas.
—De ninguna manera —insistió él, y la agarró del brazo. El contraste entre el tono oscuro de su mano y la piel blanca y pecosa de ella resultaba cómico, pensó Linda. Sin embargo, no se liberó de esa mano. Bien mirado, le transmitía un calor muy grato.
Ante la puerta de Linda, Robert se inclinó hacia ella y le besó una mejilla. Luego la otra. Y luego otra vez la primera.
—En América nos despedimos con diez besos —le susurró.
Ella dejó que siguiera. Y cuando el décimo beso le selló suavemente los labios, deseó que jamás tocara a su fin.
LA MAÑANA SIGUIENTE, cuando se bajó del tren, se sentía esperanzada. Ahora lo sabía: no tenía nada en contra de que Mary hubiera invitado también a Robert Winfrey, y lo buscó con la mirada por todo el andén.
Se despidieron después del beso. Un segundo después, oyó unos golpecitos en la puerta.
Robert asomó la cabeza.
—Nos vemos, Linda Lansing —le dijo, y a ella le dio un brinco de alegría el corazón.
Allí estaba Mary. Linda le hizo señas con la mano.
—Eres un caso —le dijo sonriente mientras se abrazaban—. Claro que no me importa, porque Robert y yo hemos tenido muy buen viaje.
—¿Robert Winfrey? Pero, cómo, ¿es que iba en el tren?
—Venga, no te hagas la tonta —se rio Linda—. Que ya nos conocemos.
—En serio, no lo he invitado a casa —dijo Mary—. Te lo dije de verdad, esta vez solo estará la familia.
Con la decepción en los ojos, Linda echó un vistazo a la estación, pero cayó en la cuenta de que Robert seguía en el tren, que ya se alejaba. La embargó una decepción terrible. Con las ganas que ella tenía de… Aunque, quizá fuera mejor así. Compuso una sonrisa y se volvió hacia Mary.
—Y yo no pienso salir a la calle —continuó Mary—. Tu primo está en la ciudad, y ha venido con todo el cortejo.