23

 

 

 

 

 

PASARON UNOS DÍAS espléndidos y relajados bajo una sombrilla en la playa, a los pies de la «casita veraniega» de Mary, es decir, la gran mansión de un blanco reluciente con su playa de conchas que la familia tenía a las afueras de Cannes. Su marido, el lord, jugaba al golf con sus amigos, de modo que Linda y Mary podían hablar sin que nadie las molestara.

—¡Qué cara más dura tiene Fred! —dijo Mary cuando oyó la noticia—. ¿Qué se ha creído, que te vas a arrojar en sus brazos?

—Me dijo que quería contarme no sé qué.

—Yo en tu lugar me negaría a hablar con él.

—¿Ni siquiera para saber lo que tiene que decir?

Su amiga negó decidida con la cabeza.

—No, ese hombre lleva años persiguiéndote como un fantasma, no permitas que vuelva a entrar en tu vida.

—Ya, pero a lo mejor si lo veo, termina por desaparecer del todo.

Mary encendió otro cigarrillo.

—Bueno, haz lo que quieras, darling, faltaría más, pero prométeme que, si lo ves, tendrás muchísimo cuidado. —Se acercó el cenicero, que estaba en la mesa.

Linda asintió.

—Te lo prometo.

Se quedaron allí tomando el sol un rato. Hasta la hora del almuerzo no abordó Mary su problema. Estaba sopesando la posibilidad de contarle a su marido lo de su desliz.

—Pero ¿de verdad lo crees necesario? Si solo ha sido una vez… Y, además, tampoco llegaste hasta el final, ¿no? –dijo Linda.

—No soy ninguna mentirosa, y estaba como mi madre me trajo al mundo. Es casi igual de horrible.

—Bueno, de todos modos, piénsatelo, anda.

¿Qué habría hecho ella en la misma situación? Era difícil saber qué era lo correcto y, en realidad, no se sentía cómoda aconsejando a su amiga.

—Me tomaré estos días para pensarlo —dijo Mary.

Linda dejó de pensar en Fred, ya vería cómo iban las cosas si aparecía de nuevo. Ahora era Robert Winfrey quien no abandonaba su pensamiento. Cuando no era el pelo eran sus dulces labios lo que se le venía a la memoria. Estaba tan convencida de que Mary lo había orquestado todo que ni siquiera se le ocurrió preguntarle adónde se dirigía. Había sido un beso perfecto, como solo pueden serlo los besos furtivos, y Linda se repetía una y otra vez que ojalá se hubiera bajado del tren en la misma estación que ella.

Se esforzaba de verdad por no pensar en ello. Según su experiencia, más le valdría…

 

 

LINDA DEAMBULABA SIN prisa por las callejuelas del casco antiguo de Cannes y disfrutaba del hecho de no tener obligaciones. En una tienda que olía de maravilla se compró un fular y le compró un pareo a Mary. Para los gemelos encontró un juego de mesa, y se prometió que jugaría con ellos una partida por la tarde.

La mayoría de las personas que la rodeaban iban en pareja. Un hombre y una mujer. Una mujer con otra. Dos hombres, que trataban de ocultar que se gustaban… En ningún lugar vio mujeres solas. Y a pesar de que llevaba sombrero y gafas de sol tras las que ocultarse, tenía la sensación de que la miraban de vez en cuando. En Londres la cosa era distinta, allí la gente iba y venía del trabajo, pero aquí todo el mundo estaba de vacaciones con la familia. Así la soledad se hacía más patente. ¿Acaso le gustaría recorrer aquellas callejas del brazo de un hombre? ¿Con alguien que le comprara un absurdo souvenir, para que recordara el momento más adelante? Aquel beso… Volvió en sí. No, eso no era para ella.

La relación con Fred había cambiado muchas cosas. Era demasiado ingenua para tener una relación con un hombre tan astuto, y Linda comprobaba ahora con tristeza que aún le había quedado una espinita, y que esa espinita le dictaba cómo vivir la vida.

Porque, desde aquella noche con Fred, no se había permitido volver a sentir amor. En Andrew buscaba seguridad, cosa que encontró. Sintió con él cariño y compañía, pero amor, nunca. Y le parecía tristísimo haberse entregado a Fred, precisamente.

Un trecho más allá se abría la plaza, y apremió el paso para llegar a la zona donde se concentraban la gente y los restaurantes. Era como si el ambiente íntimo de las callejuelas pobladas de parejas de enamorados le hiciera perder la serenidad.

Le rugía el estómago. Una tostada y un café era lo que necesitaba, seguro. Quería sentarse a la sombra, sacar el libro y disfrutar del hormigueo de gente parapetada detrás de sus gafas.

Anoche Mary pensó que Linda debía de estar enferma cuando dijo que no quería vino, pero eran días en los que necesitaba pensar con claridad y lucidez. No le apetecía nada beber.

—Gracias —dijo cuando le sirvieron lo que había pedido. Se quitó las gafas de sol y las dejó encima de la mesa. Los rayos del sol no llegaban a alcanzar la zona bajo el toldo del restaurante, y había una luz agradable. Una leve brisa hacía que el aire resultara fácil de respirar.

La gente que frecuentaba la Riviera parecía apreciar los placeres sencillos. En el pueblo de Mary jugaban a la petanca, se juntaban a ver la tele o a leer libros en el porche. Se daban un chapuzón matutino y otro por la tarde, y entre uno y otro tomaban el sol para broncearse un poco. Linda cerró los ojos y respiró hondo. Allí sí que se estaba tranquilo.

Se quemó la lengua con el queso de la tostada, que aún estaba demasiado caliente, y la devolvió al plato. La dejaría allí unos instantes, no tenía prisa. Hacía un día espléndido.

 

 

—¿QUÉ TAL LAS vacaciones, miss Lansing? —le preguntó Alexander, que estaba solo en la recepción cuando Linda entró en el Flanagans.

El viaje en tren había sido lento y aburrido, y ella estaba deseando llegar a casa desde que salió de la estación. La cama del compartimento le resultó incómoda, la almohada, dura e irregular, y el tren retumbaba como nunca. El viaje de ida había sido mucho más agradable que el de vuelta.

«Y yo siento algo por ti.» Notó un rayo de calor abrasador por dentro al recordar las palabras de Robert. «Es muy posible que yo también sienta algo por ti», reconoció Linda un tanto sorprendida.

En todo caso, ahora estaba en el Flanagans, donde, como de costumbre, tenía montones de cosas que hacer. Se echaría a descansar un rato antes de emplearse con la montaña de papeles que seguramente le esperaba en la oficina. Iba a ser un día muy largo.

Miró a Alexander.

—Gracias, es estupendo estar en casa —respondió Linda—. ¿Hoy está la cosa tranquila? —le preguntó luego, mirando a su alrededor. Consultó el reloj. Justo la hora intermedia entre las salidas y las entradas, así que en realidad era normal, pero a ella le gustaba ver siempre el vestíbulo lleno de gente. No había nada mejor que bajar las escaleras y tener que cruzar el vestíbulo hasta la salida apartándose en zigzag para evitar a toda la gente que encontraba en el camino.

—Es casi la hora del té, así que ya llegarán.

—Espero que sí —dijo ella. Luego sonrió algo molesta. No quería que el personal se diera cuenta de lo preocupada que estaba.

Cuando abrió la puerta de la suite pudo respirar por fin.

Un cuarto de hora después había deshecho la maleta, se había quitado la ropa y se había tumbado tan ricamente en su cama. Sin embargo, no se le iba de la cabeza la imagen del vestíbulo vacío, y no logró relajarse como le habría gustado. Con un suspiro, se sentó en la cama, pero de ahí no pasó. Debería ir en busca de papel y lápiz, pero estaban en el escritorio del salón, y ahora mismo no tenía fuerzas para ir allí.

Por lo que al hotel se refería, había varios aspectos que debía aclarar. ¿Estarían teniendo baja ocupación en comparación con años anteriores? El mes de mayo solía ser bueno, pese a todo, aunque no hubiera lleno todas las noches. ¿O seguía siendo solo el restaurante el que perdía clientela? Porque, en ese caso, el problema tenía remedio. Se dijo que tenía que hablar de nuevo con el jefe de cocina. ¿Andarían faltos de ideas y de altura de miras en la cocina? ¿Se le habría agotado la ambición al chef Duncan? Lo había conservado en el puesto a lo largo de los años porque no había sido capaz de despedir a nadie que hubiera trabajado tanto tiempo con su padre. En todo caso, les asignaba otros cometidos hasta la edad de la jubilación. Sin embargo, suponía que algún límite tenía que haber. No resultaba fácil conservar a un jefe de cocina incapaz de analizar por qué perdía clientela su restaurante. De ser esa la explicación, deberían contratar a alguien más moderno, que estuviera al tanto del deseo de novedad de los clientes.

Con un suspiro, decidió bajarse de la cama, a pesar de todo. ¿Acaso no habría facilitado a la cocina las condiciones adecuadas? ¿No sería preciso incrementar el presupuesto, sencillamente? Sabía que, en la actualidad, el chef Duncan se veía obligado a administrarse bien. Cada tramo de su negocio debía soportar sus propios gastos. En todo caso, tendría que revisar los presupuestos. Tal vez fuera necesario ajustarlos. Haciendo un esfuerzo, se dirigió al armario. A pesar de la falta de sueño, se vestiría e iría al despacho. Era mejor que quedarse allí tumbada dándole vueltas a la cabeza.

Se pondría uno de los trajes azul marino que llevaban el emblema del hotel y una blusa con algo de escote. Había vuelto un poco bronceada de Francia, y sería una lástima esconderlo con una prenda cerrada. Se enfundó las medias y se colocó el liguero antes de ponerse las bragas. «Supersexi», se dijo sentenciosa, y descolgó la falda de la percha. Por lo general, llevaba pantis, como la mayoría de las mujeres, pero las medias eran más frescas y hoy hacía calor. Subió la cremallera de la falda y abrochó el botón. Alisó posibles arrugas con la palma de la mano. Era un traje de factura impecable y le prestaría un buen servicio aún por un tiempo, pero no duraría toda la vida.

Algunas inversiones ya estaban en marcha, como los aparatos de televisión para todas las habitaciones, pero, salvo eso, no tenía planteados para ese año otros gastos reseñables. Equipar al personal con uniformes nuevos salía carísimo, por eso debían seguir utilizando los que tenían mientras fuera posible. Llevaban ya tres años con ellos, y ahora que la moda cambiaba por completo continuamente, las prendas quedaban anticuadas de la noche a la mañana, al menos, la moda femenina. Sin embargo, no había planificado invertir en ese apartado hasta el año próximo, con lo que ahora sí debería haber dinero para invertir en el restaurante.

 

 

ERA COMO SI hubiera sabido que Fred estaría allí, de modo que ni se sorprendió ni se sobresaltó al verlo. Conocer el punto de vista de Mary siempre ayudaba, pero a pesar de que su amiga le había aconsejado que no lo viera, a Linda le interesaba saber qué querría contarle.

Lo encontró apoyado en la puerta de su despacho. La saludó con la mano cuando la vio llegar por el pasillo.

Lo único que pensó mientras se acercaba fue que más valía zanjar el asunto cuanto antes.

—Estás radiante —dijo Fred mientras la seguía al interior del despacho.

—Gracias.

Linda fue directamente a sentarse detrás del escritorio. Lo observó con más atención cuando se le acercó un poco. Estaba casi igual. Alrededor de los ojos se apreciaba una red de arrugas algo más profundas, pero con aquel pelo rubio y revuelto de siempre aún podría pensarse que rondaba los treinta.

—¿Puedo? —preguntó señalando la silla.

—Claro.

Fred carraspeó un poco.

—Bueno, pues aquí estamos, diez años después. —Se inclinó hacia delante, puso las manos en la mesa. Las recordaba fuertes y firmes, y también que se sentía entre ellas como la cera.

—¿Qué quieres, Fred?

—Quiero que me des una explicación de lo que ocurrió.

Ella lo miró sorprendida.

—¿Que tú quieres que te dé una explicación? Pues qué curioso. Han pasado diez años, si de verdad has venido por eso, ya te puedes marchar.

—Si no querías saber nada de mí… Te largaste y te casaste con otro, ¿no te das cuenta de que me rompiste el corazón? Solo porque un viejo amigo de Eton me llevó a casa en su coche.

Linda no pudo contener la risa. ¿De verdad tenía la cara dura de echarle la culpa a ella? Nunca le mencionó que hubiera estudiado en Eton. Al contrario, siempre respondía con vaguedades sobre sí mismo y se rodeaba de un halo de misterio. Con ella fue un mentiroso. Y lo seguía siendo.

Él siguió hablando.

—De todos modos, ya me he enterado de que Laurence es una buena pieza, y me imagino muy bien qué pudiste ver en aquella situación —confesó. Ladeó la cabeza buscando su mirada—. Eso sí, querida, créeme si te digo que no tenía ni idea de qué era lo que pretendía. Se alegraba por nosotros, eso fue lo que me dijo. Y que se me notaba que era feliz.

—Fred, ¿qué es lo que quieres?

La miró apenado.

—Quiero saber por qué no confiaste en mí, por qué no creíste en mi amor. Lo único que se me ocurre es que el odio que te inspiraba tu primo era mayor que el amor que sentías por mí.

Diez años atrás, Linda lo habría consolado cubriéndolo de besos. Ahora le resultaba extraño pensar que su boca hubiera rozado la de él, que esas manos la hubieran desnudado y que para ella fuera placentero…

Carraspeó un poco.

—Puede ser —dijo Linda—. En fin, ¿hemos terminado? —Estaba deseando que se fuera de su despacho.

—¿Te hacía el amor igual que yo? —preguntó en voz baja—. ¿Te hacía disfrutar aquel viejo? Qué asco, lisa y llanamente. ¿Cómo pudiste? —Dio un puñetazo en la mesa—. Después de aquello, hui de Inglaterra, no soportaba estar en el mismo país que tú y que el viejo aquel.

—Se acabó —dijo ella poniéndose de pie con determinación—. ¿Qué te crees que estás haciendo? No quiero oír una palabra más de Andrew, que me cuidó cuando peor me encontraba.

Fred la miró fijamente.

—¿Acaso fui yo quien te dejó en tan mal estado?

—No te eches flores, por favor —dijo Linda irritada—. Perdí a mi abuela, y la única persona que me consoló entonces fue Andrew. Te agradezco la visita, pero tienes que irte ya.

Fred se levantó muy despacio.

—¿No quieres que te cuente lo que sé de Laurence? Quizá eso te demuestre que soy inocente.

Linda suspiró y asintió brevemente. Si tenía algo que contarle, quería saberlo, aunque eso no cambiaría su relación con él.

—Te va a proponer que le compres su parte del hotel. Me lo encontré hará una semana y me lo contó.

—¿Y eso por qué, si estos últimos años no ha hecho otra cosa que intentar quitarme de en medio?

—Quiere construir un nuevo hotel. Algo más abajo, en la misma calle. ¿Has visto ese restaurante nuevo que se ha puesto tan de moda? Pues detrás de ese negocio están Laurence y algunos inversores más. Ahora quieren construir un hotel encima del restaurante. Llevarte a la ruina robándote la clientela. —Guardó silencio—. Y piensan llamarlo Nuevo Flanagans.

Linda tuvo enseguida la certeza de que Fred decía la verdad. Un frío helador se le extendió por todo el cuerpo. Naturalmente. Nada le daría más satisfacción que comprar la parte de su primo, pero tanto ella como él sabían que jamás podría permitírselo. Las antiguas deudas que tenía con Laurence y Sebastian eran enormes a aquellas alturas, y Linda no había podido plantearse hasta ahora empezar a saldarlas poco a poco.

Mientras Laurence quisiera quedarse con el hotel, se sentía tranquila, pues no podría arrebatárselo. En cambio, si lo que Fred acababa de contarle era cierto, sería una auténtica catástrofe. Sus primos tenían no solo poder, sino también recursos suficientes para construir otro hotel.

La pugna entre ellos siempre estuvo motivada por la propiedad del viejo Flanagans.

Ahora, en cambio, el terreno de juego había cambiado por completo, y por primera vez en su vida, sintió que corría el riesgo de que el Flanagans se le escapara de las manos sin que ella pudiera evitarlo.

Laurence planeaba arruinarla.