EN LA RECEPCIÓN del Flanagans se oían voces airadas. Alexander, que acababa de llegar a su trabajo, se inclinó hacia el colega que estaba detrás del mostrador y le preguntó qué había ocurrido.
—Hay mucho ruido a causa de las obras que están realizando al final de la calle, tanto que esta mañana ha despertado a los clientes cuyas habitaciones dan a ese lado.
—¿Quieren una compensación?
—Quieren irse, y con varios días de antelación, según la reserva. A la mayoría de ellos les han dado habitación en el Ritz y el Savoy. No puedo hacer nada.
—Miss Lansing se pondrá furiosa. —Alexander sabía lo mucho que velaba por que los clientes estuvieran a gusto. Eso era lo más importante de todo.
Su colega asintió.
—Lo sé.
El jefe de recepción andaba por allí. Tenía el pelo revuelto, aunque seguramente cuando empezó la jornada lo llevara en perfecto orden.
Alexander se le acercó enseguida.
—¿Hay algo que yo pueda hacer? —le preguntó.
—¿Aparte de dar salida a los clientes para que puedan irse a otro hotel? No. Porque tú no sabrás, por un casual, cómo podemos localizar a miss Lansing, ¿verdad?
No, claro, Alexander lo ignoraba, pero en algún lugar habría dejado dicho adónde iba. A Suecia, sí, pero ¿a qué ciudad?
Alexander había visto a su primo en el hotel, y él debería saberlo.
Se abrió paso entre el grupo de personas que se agolpaban ante el mostrador y se dirigió al comedor, pero allí no había ningún Lansing. Qué casualidad, cuando más falta hacía… Por lo general los dos hermanos iban a desayunar al hotel.
Estaba a punto de volver a la recepción cuando vio a Laurence camino de la salida.
—¡Señor Lansing! —lo llamó agitando la mano con toda la discreción posible, al tiempo que corría tras él—. Tengo que localizar a miss Lansing cuanto antes —le dijo cuando lo alcanzó por fin.
El pobre notó cómo se encogía ante el desprecio que reflejaba la mirada de Laurence.
—¿Y por qué demonios debería saber yo dónde se encuentra?
—¿Porque… porque son familia? —balbució.
—¿Intentas hacer un chiste? —el señor Lansing miraba furioso a Alexander.
—En absoluto. Solo creía que… —En ese punto, guardó silencio.
—¿Y por qué quieres localizarla?
Por un instante, pensó confiarle al primo de la señorita Lansing cuál era el problema que se les había planteado, pero algo en su rostro lo hizo contenerse.
—Por nada en particular. Perdone que lo haya molestado —le dijo Alexander, que hizo una breve inclinación y se dio media vuelta.
A las diez de la noche habían salido antes de tiempo doce clientes. Alguno de los empleados había bajado corriendo al lugar de la obra para preguntarles a los albañiles si habrían terminado para el día siguiente. Ellos se echaron a reír. Les dijeron que estaban construyendo un hotel y que el ruido empezaría todos los días a las siete de la mañana, hasta que lo terminaran dos meses más tarde, aproximadamente.
El jefe de recepción se desplomó abatido en una silla, con cara de echarse a llorar en cualquier momento.
—Tenemos treinta ventanas que dan a ese lado. Es una cuarta parte del total de habitaciones. ¡Por Dios santo! ¿Qué va a decir miss Lansing? —Con las manos en el estómago, se balanceaba de un lado a otro y sudaba a mares, de modo que Alexander fue a la cocinita, llenó un buen vaso de agua y se apresuró a volver con su jefe. Antes de que el hombre hubiera podido tomar un solo trago, lanzó un gemido, el vaso se le escapó de las manos y cayó al suelo. Tenía la cara pálida. Muy despacio, fue deslizándose de la silla, y Alexander llegó justo a tiempo de evitar que diera con la cabeza en el suelo.
—¡Socorro! —gritó el recepcionista—. ¿Podéis llamar a una ambulancia?
TRES HORAS DESPUÉS, Alexander se había convertido en sustituto del jefe de recepción del Flanagans, mientras el titular permaneciera en el hospital. Ningún otro recepcionista quiso asumir aquella responsabilidad dadas las circunstancias. Si lograba cumplir bien su cometido, su futuro estaría asegurado. La señorita Lansing no podría hacer otra cosa que mantenerlo de jefe.
Sin embargo, ¿cómo podía resolverse una situación como aquella?
Alexander estaba sentado a la minúscula mesa de la cocinita, con una taza de té en la mano. ¿Sería posible aislar las ventanas de alguna forma? Eran antiguas y habría que cambiarlas, por supuesto, pero ¿sería posible hacerlo ya y no esperar a la reforma?
Y debería ser posible razonar con los dueños del hotel, ¿o no? Tal como lo estaban haciendo, arruinarían toda posible colaboración futura con el Flanagans. Él, desde luego, no recomendaría un hotel cuyo propietario se empeñara en ponerse a hacer ruido a horas tan intempestivas. Era lo que hacían cuando tenían exceso de reservas, siempre enviaban a los clientes a otros hoteles, por lo general, a alguno que fuera un poco mejor. En el sector solían ayudarse mutuamente o, al menos, esa había sido su experiencia hasta ahora.
A pesar del desastre, había una ventaja. Mientras durasen las obras, ese restaurante nuevo tan concurrido estaría cerrado. Quizá así el Flanagans pudiera recuperar los clientes del comedor, todo era posible. Sin embargo, para ello era imprescindible que lograran resolver el problema del volumen de ruido en las habitaciones.
Era obvio que necesitaba contactar con la señorita Lansing. Mientras tanto, enviaría a uno de los chicos de los recados a que comprara burletes para las ventanas. Y sopesaría con la gobernanta la posibilidad de cambiar las cortinas por las más gruesas, las de doble forro, que se utilizaban en invierno.
Se levantó resuelto. No podía seguir allí sentado, las cosas no se hacían solas.
En la recepción el ambiente estaba más tranquilo. Los clientes que se alojaban en el otro lado no habían tenido ningún problema, según parecía.
—A partir de ahora, por desgracia, tenemos que preguntar a los clientes cuándo quieren que les sirvamos el desayuno —dijo Alexander—. Fingiremos que es por planificación, simplemente. De hoy en adelante, a los clientes que desayunen temprano les asignaremos las habitaciones que dan a las obras del hotel. ¿Entendido?
Todos estaban de acuerdo. Alexander pensaba quedarse también el siguiente turno. Ya dormiría cuando dejara de ser jefe.
Cuando Emma pasó por allí, estaba tan enfrascado en el libro de reservas que ni siquiera le dio tiempo de decirle que se parase un momento y, aunque solo la vio de espaldas mientras se alejaba, eso bastó para que le temblara la mano. ¡Qué demonios! Ya se había equivocado al escribir.
Alexander se levantó y cerró la puerta. En aquellos momentos no se atrevía a exponerse al magnetismo de Emma.