Londres, Nochevieja de 1959
INCLUSO LOS LONDINENSES más deseosos de diversión habrían preferido quedarse en casa delante de la chimenea con una copa de champán, en lugar de andar de fiesta en fiesta bajo aquella lluvia implacable. Delante del hotel Flanagans, sin embargo, la calle se veía llena de coches. Algunos los conducían sus dueños personalmente, otros contaban con un chófer que esperaría fuera hasta que sus señores quisieran volver a casa a primera hora de la mañana. Los largos vestidos barrían el asfalto mojado y un hombre le cubría a su mujer los hombros con el abrigo.
En todo caso, la lluvia no suponía ningún problema para las personas que se dirigían a la fiesta de Fin de Año del Flanagans, pero aquellos que se bajaban del autobús en la parada cercana a la entrada del hotel lo tenían peor. El agua corría calle abajo y los conductores de los flamantes vehículos que llegaban a la puerta de aquel hotel de lujo no reparaban en quienes iban caminando por la acera. Los exabruptos resonaban en la noche, cuando las cascadas de agua empapaban los vestidos recién planchados.
«MENOS MAL QUE dentro del hotel no se entera uno del tiempo tan espantoso que hace», pensó Linda Lansing. Apuró el último trago de la copa antes de dejarla en el escritorio y abandonar el despacho. Se detuvo un instante junto a la balaustrada y contempló el distinguido grupo de huéspedes que había abajo.
Los camareros corrían diligentes de un lado a otro del salón con las bandejas a rebosar, ya fuera con las copas llenas, listas para servir, o con las copas vacías. Todo parecía ir desarrollándose adecuadamente. Llevaban horas sirviendo ríos de bebida, el nivel de ruido era elevado y el ambiente, cada vez más festivo. Como siempre, sería una fiesta de Nochevieja memorable. Linda respiró hondo. Había llegado el momento de sumarse a la celebración.
Notó el frufrú del vestido en las piernas mientras bajaba despacio las escaleras. Al llegar al final, se agarró bien al pasamanos. La última copa que había tomado en el despacho fue del todo innecesaria. Cerró los ojos con fuerza antes de seguir avanzando y sonrió a los invitados con la esperanza de que no hubieran reparado en aquel tropiezo insignificante. Naturalmente, era una completa estupidez estar borracha en su propia fiesta, pero lo cierto era que se sentía algo inestable solo porque no había comido. Estaba demasiado acostumbrada a las bebidas alcohólicas como para que le afectaran unos whiskies.
Alguien le rozó el brazo. Lady Carlisle. Linda le sonrió con amabilidad y se acercó para besar a Mary en la mejilla. Su mejor amiga tenía treinta y cinco años y estaba deslumbrante con aquel traje de noche salpicado de perlas. En torno a su cuello resplandecía la joya que le había regalado su marido por Navidad. Era una mujer rica, consentida y totalmente adorable.
—Estoy contentísima de tenerte aquí, Mary. Y el vestido es tan bonito como decías. Era de Dior, ¿verdad?
Mary asintió encantada.
—Sí, ¿no es divino? —Sonrió y puso la mano sobre la de Linda, que aún reposaba en la barandilla—. Lo has logrado otra vez, pero no esperaba otra cosa. —Se acercó a ella un poco más y, en un susurro, le preguntó—: ¿Te has enterado de la última de los Jones? Una historia horrible. Me lo acaban de contar. Al parecer, él se ha enamorado de una mujer de Reading y se ha marchado de la finca. ¿Te imaginas? La señora Jones está desesperada, pobre mujer. Y su desgracia será el gran tema de conversación por una buena temporada.
Parecía satisfecha, y se llevó la boquilla del cigarro a unos labios pintados de rojo de un modo impecable. Mary dedicaba sus días a los cotilleos, la beneficencia y las cenas interminables. Las visitas nocturnas a las salas de baile y lo de ser la reina de la fiesta había quedado atrás para siempre, le había confesado algo quejosa no hacía mucho.
—Y sin duda hay un abismo entre ser una joven cortejada por todos, siempre presente en las fiestas más exclusivas de Londres, y vivir con tu marido y tus dos hijos en la gran mansión que él posee a las afueras, y que te llamen lady.
Linda sacó el encendedor que llevaba en el bolsito y le prendió el cigarrillo a Mary. Llamar al personal de servicio para cualquier cosa era imposible en una fiesta de aquellas proporciones y, aunque se movía entre todos como una invitada más, en realidad no lo era.
Pese a que estaban viviendo los últimos minutos de la década de los cincuenta, ella no se encontraba allí más que como el mascarón de proa del hotel del que era propietaria. Así era como la veían, aunque se alegrara con la llegada de 1960.
Desde la muerte de su padre, la bella Linda Lansing, miembro de la alta sociedad londinense se ve —la pobre— en la obligación y en la necesidad de regentar ella misma el distinguido hotel Flanagans. Sin marido y sin hijos, no tiene nada más que una cara bonita y ese hotel de lujo situado en el centro de Londres. Miss Lansing lleva un decenio regentando el establecimiento que construyó su padre, un celebérrimo hombre de negocios; y sabemos que seguirá al frente del hotel. No hay pretendientes a la vista, asegura la fuente con la que ha hablado el periódico. Sin embargo, miss Lansing cuenta con la ayuda de sus primos, naturalmente. Los miembros de la familia Lansing están muy unidos.
El artículo, que incluía una antigua fotografía de Linda bajo la araña de cristal del vestíbulo, se había publicado en The Times hacía tan solo un mes. Como si las mujeres modernas no existieran. Como si ella no se hubiera matado trabajando para garantizar la supervivencia del hotel. Como si ellos supieran lo que había tenido que soportar aquellos diez últimos años…
«Los miembros de la familia Lansing están muy unidos.» Linda se echó a reír al leer aquellas palabras. Era una suerte que el periodista no hubiera indagado más allá, porque, en realidad, había material familiar para un libro entero. Sin embargo, cuando se trataba de mujeres empresarias, lo más reseñable era siempre la ausencia de un hombre. El hecho de que hubiera logrado llevar el hotel sin el apoyo de la familia era algo en lo que nadie reparaba siquiera.
—Pobre señora Jones —le dijo a Mary. En realidad, tanto el señor como la señora Jones le importaban un comino. Podían tener todas las aventuras que quisieran. Para Linda eran tan solo una pareja más de la lista. Sin embargo, ella sabía muy bien lo que era la infidelidad; de ahí que comprendiera a la perfección lo mal que lo estaría pasando la esposa.
Todas aquellas parejas acaudaladas que vivían en sus mansiones de las afueras de Londres poseían apartamentos enormes en Holland Park y casas de veraneo en la Riviera francesa, y acudían a sus fiestas con una actitud por lo general tan benévola y aduladora que a Linda le daban ganas de vomitar. «Tenemos que vernos», decían ladeando la cabeza y examinándola desde los zapatos de seda azul marino hasta la rubia melena, pasando por las redondeadas caderas y la cintura. Algún que otro caballero se detenía con la mirada a la altura del pecho, pero el codazo de su mujer lo alertaba enseguida de lo inadecuado del gesto. A Linda solo la invitaban a sus fiestas cuando había que exhibirla ante la prensa. Una vez que cesaban los flashes de los fotógrafos y que ella ya había contribuido al acontecimiento con el glamour y la modernidad que los lectores demandaban, dejaban de prestarle atención.
Ya le habían explicado en numerosas ocasiones que constituía una amenaza para la felicidad de los matrimonios. Todas las mujeres deseaban poder compadecerse de la pobre Linda Lansing, sola y abandonada, pero resultaba imposible cuando todos los hombres de la sala prestaban atención al menor de sus movimientos. Como si a ella le interesaran lo más mínimo. Más bien, no le interesaban en absoluto, dado que no soportaba a los idiotas.
A diferencia de la mayoría de las mujeres de la alta sociedad, su mejor amiga, lady Carlisle, era una compañía deliciosa. A veces Mary acudía a la hora del té y se instalaba en el salón, y entonces Linda corría a sentarse a su lado para que le contara las últimas noticias. El marido de Mary era mucho mayor que su elegante esposa y prefería no salir de la mansión en la que vivían a las afueras de Windsor, de modo que, cuando quería divertirse, conducía hasta Londres con el chófer sentado en el asiento trasero.
—Ya hablaremos de lo de los Jones mientras tomamos el té algún día de esta semana, tengo muchísimas cosas que contarte —le dijo Mary asintiendo con una mirada elocuente.
A pesar de que no le importaba demasiado el asunto, sabía que el histrionismo de su amiga acabaría por captar su interés. Y, desde luego, si el señor Jones pensaba alojarse en el Flanagans, más valía estar al corriente de la situación.
En tal caso, no sería el primer hombre que cometía una infidelidad dentro de los muros del hotel, eso era bien sabido, y había quienes pensaban que Linda tenía el deber de rechazar a ese tipo de huéspedes. Claro que, ¿por qué había de hacer tal cosa? Ella no se metía en los asuntos ajenos.
Alguna esposa había calificado en cierta ocasión el Flanagans de prostíbulo y, como era de esperar, Linda nunca volvió a invitarla por más que, una vez superado el episodio extramatrimonial del marido, la engañada se lo hubiera suplicado literalmente de rodillas. A fin de cuentas, era mucho peor que no te invitaran al hotel más legendario de Londres que el hecho de que tu marido hubiera estado revolcándose con otra entre los edredones de alguna de sus camas.
Mary interrumpió los pensamientos de Linda.
—Darling, solo quería saludarte y desearte feliz Fin de Año. Comprendo que debes atender a tus invitados. Y yo tengo que mantener a mi marido de buen humor para que no se le ocurra volver a casa antes de que den las doce.
Luego miró a Linda muy seria.
—Besa a alguien —le dijo—. Por eso no te vas a morir.
EN LOS SÓTANOS del hotel, en cuyas cocinas trabajaba Elinor sin descanso, no se apreciaba el ambiente festivo. Desde allí enviaban arriba una bandeja tras otra, y la incesante demanda hacía que la joven no pudiera ni ocultar los rizos que le asomaban por fuera de la cofia. No faltaba de nada: petit choux, pastelillos de salmón, bocaditos de pepinillo, caviar y ostras, y Elinor tenía que hacerlo todo à la minute, por orden de la señorita Lansing.
No se quejaba, pero había empezado a trabajar a las ocho de la mañana y los años cincuenta estaban ya a punto de terminar. Recordaría el último día de la década como una jornada nada festiva, de sudor y trabajo duro.
Lo de celebrar el cambio de década no era para ella. El final de la anterior, cuando solo tenía once años, vino marcado por el llanto y los gritos procedentes del apartamento vecino, y cuando su madre y su padre acudieron a ver qué ocurría, encontraron a la señora Jenkins medio muerta a golpes justo cuando el reloj daba las doce campanadas.
—¿Qué puedes aprender de lo que has visto? —le preguntó su madre mientras ella se metía en la cama que todos ellos compartían y rodeaba con los brazos a su hermano pequeño, que estaba aterrorizado. Elinor pensó que había que portarse bien y obedecer al marido, en lugar de contrariarlo, como parecía haber hecho la señora Jenkins. Aún recordaba la mirada de espanto de su madre:
—No —le dijo—. Tienes que aprender a marcharte al primer golpe; procura tener un trabajo y… —En ese punto guardó silencio, miró a su alrededor, como temerosa de que alguien la estuviera escuchando—: No te cases si no es con un hombre que te respete y que sea consciente de que tienes una buena cabeza sobre los hombros. Que no te pegue, ni por el color de tu piel ni por tener una inteligencia superior a la suya. No lo olvides nunca. Aunque de madre sueca y de padre jamaicano, eres británica. Debes sentirte orgullosa de que tres países hayan contribuido a que seas quien eres.
Cuando se llevaron a la señora Jenkins en la ambulancia, los padres, Elinor y su hermanito compartieron una manzana, una de las pocas tradiciones suecas que su madre había conservado, y luego se felicitaron el nuevo año. El padre iría temprano a trabajar al puerto la mañana siguiente, y la madre tenía tres casas que limpiar después de las celebraciones de Fin de Año. Elinor se quedaría cuidando de su hermano.
Abrió la puerta de la gran nevera y sacó una bandeja con pepinillos ya cortados. ¿Sería distinto el año 1960? Su padre aún seguía en aquel duro trabajo del puerto y el día anterior, cuando cenó con ellos en familia, se percató de que su madre tenía los dedos tan arrugados como las uvas pasas.
En todo caso, ella se había ido del hogar familiar. En el cuarto que tenía en el sótano del hotel disponía de una cama propia, un pequeño armario y una lamparita que utilizaba siempre para hacer los deberes.
Elinor pensaba llegar a ser alguien un día.
Allí estaba bien, pero sabía que si estudiaba se le abrirían unas puertas que, por lo general, no estaban destinadas a las muchachas de su estatus. Así que las clases nocturnas de los lunes eran sagradas. Ahora estaba estudiando inglés. No era posible hablar como sus padres. Los dos tenían un acento marcadísimo, cada uno de su lengua materna. Aquello encajaba en Notting Hill, pero no aquí. La lengua era importante. Ya había seguido un curso de estilo. Las demás chicas se la quedaban mirando cuando entraba, pero ella trataba de hacer caso omiso. Quería dominar las reglas de etiqueta y, al cabo de tres meses, había aprendido a llevar una pila de libros en la cabeza al mismo tiempo que se tomaba una taza de té con el dedo meñique totalmente tieso, algo que jamás habría conseguido de no ser por aquel curso. Su padre protestó diciendo que para una joven con su color de piel aquello era tirar el dinero, pero ella había cumplido los veintiuno y ya no tenía que obedecerle. Su madre la apoyaba y eso era lo más importante.
—No estarás soñando despierta, ¿verdad? ¡A trabajar! —rugió el encargado al pasar por delante de su banco de trabajo.
Elinor asintió.
—Claro, perdón.
Con mucho cuidado, llenó una cucharilla de caviar del tarro y la extendió sobre una galletita, tal como le había enseñado la señorita Lansing. Hasta ahí, el nuevo año parecía idéntico al viejo.
Levantó la vista hacia las estrechas ventanas que había cerca del techo. La lluvia corría por los cristales. Habría sido divertido echar un vistazo a todos los huéspedes elegantemente ataviados que acudían al hotel una noche como aquella. Las mujeres lucirían el más bonito de sus vestidos, seguro. Al menos, así debía ser, a juzgar por lo que contaban quienes habían podido subir. Elinor no podía.
Cortó los bordes del pan blanco.
Pronto tendría otra bandeja lista para servir.
LOS FAROS TRASEROS del autobús desaparecieron más allá de la curva y Emma haría bien en resguardarse cuanto antes si no quería quedar empapada bajo el aguacero. Las luces y las alegres risas que se oían desde el final de la calle atrajeron su atención y, aunque sabía que allí no encajaba en absoluto, cruzó sigilosamente las puertas abiertas. Nadie la detuvo y, en caso de que le preguntaran, siempre podía decir que se había equivocado.
Jamás había visto nada igual.
Desde el discreto lugar en el que se ocultó detrás de una columna comprendió que, si quería vivir en Londres, debía tomar conciencia de que así se comportaba la gente moderna. Todos coqueteaban en la pista de baile y parecían estar pasándolo realmente bien. La banda, que se encontraba en una esquina del salón, tocaba un tipo de música que Emma no había oído jamás. Religiosa no era, desde luego, de eso no le cabía duda.
Su madre y su abuela se caerían muertas en aquel suelo reluciente si supieran que Emma estaba allí, presenciando la indecencia con la que se comportaban aquellos adultos. Los hombres se quitaban la chaqueta y se aflojaban la corbata, y las mujeres se descalzaban allí mismo. Ellos bailaban con la camisa adherida al pecho, empapada de sudor; Emma notó que se le secaba la boca por completo: era imposible dejar de mirar. Sin embargo, cuando uno de los caballeros agarró con todo descaro a su pareja de baile y la besó, Emma se obligó a apartar la vista. Le ardían las mejillas. Jamás había visto algo así. Lo había leído, claro que sí. Tenía sus escondites con revistas que hablaban de moda y de música, y la Biblia que su madre creía que leía todas las noches era en realidad un libro que trataba de la liberación de las jóvenes del momento.
Precisamente hoy cumplía dieciocho años y, pese a que su madre y su abuela le habían rogado entre lágrimas que no se fuera, ella se despidió y subió al tren. Era eso o tener que fugarse. Ya no lo soportaba más.
Libertad. Había soñado con ese día. Ahora tomaría sus propias decisiones. Unas decisiones sensatas porque, si no se andaba con cuidado, no tardaría en verse casada y con la carga de un hijo, como todas las demás mujeres del pueblo, y eso no podía suceder. Aunque no había alcanzado aún la plena mayoría de edad, no era una necia. Y pensaba mantener relaciones sexuales, faltaría más, pero aprendería a evitar quedarse embarazada.
Se quitó el sombrero despacio y sintió los pies helados a pesar del calor que hacía allí dentro. Tenía las botas desgastadas y había mojado el suelo de agua de lluvia. Tendría que tratar de no pensar en los calcetines empapados. En la maleta llevaba otro par de zapatos, pero quería reservarlos para cuando le hubieran dado empleo en algún sitio. «Con una buena familia —le dijo su madre. Tiene que ser con una buena familia, de lo contrario, volverás a casa enseguida, ¡niña tozuda!» Emma sospechaba que las personas que se encontraban allí no eran de las que ella consideraba «buenas», pese al brillo de los tejidos, las joyas y los peinados. Su madre había pensado más bien en la familia de un pastor con cien niños a los que cualquiera menos su madre debía sonar los mocos, bañar y cuidar.
No le hacían particular ilusión los niños y, desde luego, no tenía intención de trabajar de niñera. Alimentaba otras ambiciones, aunque nunca las había comentado con su madre, que siempre insistía en que lo que debía hacer era buscarse un trabajo de criada y luego casarse con un buen hombre y buen cristiano.
En ese punto, madre e hija estaban en total desacuerdo.
El objetivo de Emma era hacerse rica. Los chicos podían poner palos en las ruedas a semejante plan, de ahí que ella estuviera resuelta a no enamorarse y a limitarse a disfrutar. Era algo que había leído y que le parecía increíblemente moderno y apasionante.
La de 1960 sería su década, estaba segura. Sintió que temblaba de expectación. La idea de tenerlo todo y así ser independiente se encontraba muy lejos de aquello para lo que la habían educado, pero, según la revista que había leído con sumo interés, era posible.
—¡Ay! —se lamentó cuando alguien de uniforme la agarró fuerte del brazo y la arrastró con brusquedad a la calle. Sin embargo, ella no protestó. A pesar de que la lluvia caía con más violencia aún que antes, se sentía del todo satisfecha con el día de hoy y no pensaba preocuparse.
—La música que están tocando… —le dijo al que la había expulsado de allí— ¿… es jazz?
Él se la quedó mirando. Luego se echó a reír.
—¿Jazz? No, muchacha, no, en el Flanagans no somos tan anticuados. Eso es rock. —Su risa quedó resonando como un eco mientras la dejaba en la calle y se alejaba al interior cálido y seco del hotel.
Unos metros más allá vio a un hombre vestido de cocinero que arrojaba una colilla y, agarrando con firmeza la vieja maleta del abuelo, apretó el paso hacia él dispuesta a preguntarle con quién podía hablar para pedir trabajo. Su «¡Oiga!» se ahogó en el azote atronador de la lluvia. El hombre desapareció por una escalera y ella lo siguió con paso resuelto. Miró unos instantes las luces de las ventanas que había a lo largo de la calle. En el interior se oían ruidos, risas, voces… y Emma sonrió encantada para sus adentros. ¡Ah, ser adulta era maravilloso!
FALTABA POCO PARA que dieran las doce cuando Linda abrió la puerta de la cocina. Los sirvientes la miraban conmocionados. Su reacción fue un buen recordatorio de que debería asomar por allí más a menudo. Los nuevos empleados la contemplaban sin pestañear, como si estuviera a punto de comenzar una inspección.
A Linda aquello la traía sin cuidado en esos momentos: tenía hambre, estaba algo ebria y no albergaba el menor deseo de seguir la recomendación de Mary de besar a alguien, al contrario, lo único que quería era comer algo y luego irse a la cama. El resto de la fiesta se desarrollaría bien sin ella.
La encargada de cocina se le acercó y le señaló un rincón donde había una muchacha que parecía un gato ahogado. El feo sombrero que llevaba en la cabeza goteaba sin parar.
—No consigo deshacerme de esta muchacha. Se niega a salir de aquí. —La encargada meneaba irritada la cabeza.
—Ya me encargo yo —dijo Linda—. Tú vuelve con los invitados. —Se dirigió a la intrusa—. ¿Y tú quién eres? —preguntó. A Linda le atraía la tozudez. Era indicio de ambición.
—¿Un charco con patas? —respondió la muchacha. Sonrió ampliamente y mostró una hilera de dientes sanos.
—Eso es evidente. Más bien quería saber qué haces en el Flanagans.
—Busco trabajo.
—¿En Fin de Año?
—No se me ocurre una noche mejor. Hoy mismo he cumplido dieciocho años —dijo orgullosa. Tenía la piel bonita y parecía abierta y simpática.
—Quítate el sombrero —dijo Linda con firmeza.
La larga trenza de la joven le cayó sobre la espalda. Físicamente valía, aunque el peinado estuviera pasado de moda.
—¿Cómo te llamas?
—Emma.
A Linda le rugía el estómago. Y eso decidió la suerte de la muchacha.
—Prepárame dos sándwiches —ordenó—. Si me satisfacen, cuenta con que tienes trabajo; de lo contrario, volverás a mojarte bajo la lluvia. Elinor te dirá dónde puedes dejar el abrigo y dónde está la nevera, pero no esperes más ayuda. Quiero que estén listos dentro de diez minutos. —Linda miró el reloj—. Preparados, listos… ¡ya!
El problema de las jóvenes era que se casaban en cuanto habían aprendido el trabajo, por eso era más práctico contratar a muchachos, a pesar de que ellas rendían mejor. Eran más rápidas, más cuidadosas, y la chica negra, Elinor, había resultado ser una joyita en la cocina. Iba a lo suyo, no era tan chismosa como las demás y trabajaba más que ninguna otra. Además, tenía talento. Los platos que ella preparaba tenían siempre un aspecto de lo más apetecible.
Linda se percataba de todo, aunque los empleados no fueran conscientes de ello. Para ella era una obviedad, puesto que dependía en todo de la calidad de su trabajo. Y de su lealtad. El que chismorreaba sobre los huéspedes iba a la calle. Precisamente Elinor no parecía cotillear sobre nada ni nadie. Ni siquiera se la veía dispuesta a discutir con sus compañeros de trabajo. Era un caso único. Por lo general, allí abajo siempre surgían disputas, siempre había alguien que se sentía ofendido. Por desgracia, el color de la piel de Elinor era por ahora un impedimento para ascenderla y que pudiera a los huéspedes en el piso de arriba; pese a todo, Linda tenía planes de ampliar el ámbito de responsabilidad de la muchacha. Si la nueva, aquella tal Emma, resultaba ser lo bastante buena, se la encomendaría a Elinor para que la acogiera bajo sus alas. Las mujeres jóvenes y ambiciosas eran una rareza ante la que Linda siempre andaba atenta.
Nueve minutos después llegó Emma con un gran plato en el que se veían los sándwiches más apetitosos que Linda había visto en mucho tiempo.
—¿Y esto lo has hecho tú sola? —preguntó.
Emma asintió resuelta.
Linda dio un gran bocado al primero. Gimió de placer. La deliciosa salsa que acompañaba los filetes de salmón la había preparado Elinor. Linda reconocía perfectamente el sabor de su salsa favorita.
—¿Y la salsa?
La joven asintió sin vacilar.
Linda reflexionó un instante, luego apartó el plato.
—Bien, Emma, el trabajo es tuyo. Claro que no es por el sándwich, que ha preparado Elinor, sino porque estás mintiendo. Quieres conseguir el trabajo a toda costa, ¿verdad?
Emma volvió a asentir, con más ímpetu esta vez. Poco a poco, le fue aflorando una sonrisa que le iluminó las sonrosadas mejillas.
—¿De verdad?
—Sí, de verdad. Compartirás habitación con Elinor, estarás dispuesta a presentarte cuando te lo pida, lo cual puede ocurrir a cualquier hora del día o de la noche. Te quedarás un mes de prueba y luego valoraré, junto con… —Calló asombrada cuando el Big Ben anunció la entrada de la nueva década con su resonar sordo y ominoso.
Se había perdido las doce campanadas. Por lo general las esperaba junto a la balaustrada y alzaba la copa hacia los invitados, pese a que, para entonces, casi todos se habían olvidado de ella.
En fin, no tenía nada de malo recibir las doce campanadas allí, entre aquellos que, como ella, se habían pasado el día trabajando. Lo achacaría a que había comido demasiado poco y, seguramente, habría bebido de más.
Cuando se volvió pudo ver que la recién contratada Emma y Elinor se sonreían, y fue como si en ese momento Linda comprendiera que, para todos los demás, estrenar la nueva década de 1960 era algo grande.
Dio otro bocado al sándwich y señaló con la cabeza la sala de personal. Elinor tomó a Emma de la mano y las dos se alejaron por el pasillo. Esa noche invitó a los empleados a champán y oyó que descorchaban las botellas entre risas y gritos de alegría.
Ella, por su parte, se dirigió al ascensor para subir al despacho. Allí era donde tenía el whisky.
AL DÍA SIGUIENTE Linda se despertó con un dolor de cabeza estratosférico, empezó a recorrer desnuda la suite y a recoger las prendas que había ido dejando por allí descuidadamente la noche anterior. El vestido estaba en el sofá del salón y al lado asomaba uno de los zapatos. El otro lo encontró por fin debajo del gran espejo dorado del vestíbulo. El sujetador, el liguero, las bragas y las medias estaban en el suelo, junto a la cama. Después de haberlo reunido todo, abrió las puertas dobles del armario y colgó dentro el traje de noche. Si no le hacía algún arreglo, aquella sería la única vez que lo usara y, como siempre, la embargó cierto desánimo al contemplar las largas hileras de vestidos de fiesta. Acarició uno de ellos, de delicado encaje rosa pálido. ¿Cuándo fue la última vez que se lo puso? Sintió una punzada. El recuerdo de aquella vida que una vez estuvo a punto de alcanzar, pero que luego perdió, aún le resultaba doloroso.
Su mano rozó un modelo de chiffon en azul claro, tanto que podía tomarse por blanco, con una falda tan amplia que, mientras madame Piccard la cosía, tuvieron que sujetarla entre varias modistas.
Linda se vio girando entre los vigorosos brazos de él, y el vestido combinaba a la perfección con su frac. Todos retrocedían, les dejaban sitio. Sus pies apenas rozaban el suelo. Él clavó en ella la mirada. El pulso se le aceleró. Y luego… Él fue desabotonando despacio uno a uno los cien botones de la espalda, hasta que toda aquella creación quedó abultada como una nube alrededor de sus pies, y ella se olvidó de respirar.
¿Por qué no se había desecho del vestido? Aquel recuerdo la destrozaba, y ella lo sabía.
Cerró las puertas de golpe.
La cuestión era si iba a desayunar o si tomaría un reconstituyente. Le retumbaba la cabeza. Si no se tomaba un café cuanto antes, la cosa empeoraría.
En todo caso, los invitados parecían haber pasado una noche estupenda, y eso era lo más importante. No había recuperado la rentabilidad a lo largo de esa década para perderla ahora otra vez. Tantos años de duro trabajo habían dado su fruto, y la estrella del Flanagans brillaba aún como una de las más rutilantes en el panorama del difícil sector hotelero de Londres. Junto con el Savoy y el Ritz, su hotel era uno de los tres más renombrados.
Mary se había quedado hasta bien pasadas las doce, y se despidió con la promesa de llamarla esa misma semana. Su marido iba de lo más animado, a pesar de su edad. «Seamos sinceras, es bastante mayor que yo», le había dicho su amiga la última vez que hablaron de las distintas formas en que se manifestaba esa diferencia de edad.
Linda nunca llegó a acostumbrarse a verlos juntos. Aun así, era perfectamente comprensible que su amiga terminara casándose con él.
Era un partido excelente y las familias se conocían desde siempre. Él nunca se tomó en serio su primer «no», ni tampoco el segundo. Así que cuando le enseñó a Mary por tercera vez aquel diamante gigantesco, ella sucumbió. Por compasión, dijo después, pero Linda sabía que lo quería, aunque se quejara de que, en la actualidad, los besos y las caricias fueran tan escasos. Era un hombre moderno, y le había sugerido a Mary que se buscara un amante. Sin embargo, ella lo rechazó desdeñosa, por mucho que deseara el contacto físico. Porque lo deseaba. De ahí que flirtease con descaro en cuanto se le presentaba la ocasión, pero, como ella misma decía, nunca pasaba de algunas miradas ávidas y, a lo sumo, algún beso.
—Ellos me desean, a mí me excita ligeramente…, pero de ahí no pasa. Ahora bien, que tú, pudiendo, no te animes es algo que no logro comprender. Acostarse con hombres es maravilloso —le decía a Linda, y le proponía un conocido tras otro, y todos eran en teoría excepcionales de principio a fin. Linda no había conocido hasta el momento a ninguno que le interesara lo más mínimo. Los hombres ricos eran igual de aburridos que el dinero que habían heredado.
Llamaron con suavidad a la puerta, y Linda echó un vistazo a su alrededor en busca de la bata, que no estaba colgada en la percha del armario. La encontró tirada en el suelo. La seda de color azul marino se confundía con la moqueta, seguramente por eso no la había visto hasta ahora. ¿Se la habría puesto anoche después de la fiesta? No lo recordaba.
Se anudó el cinturón y comprobó delante del espejo que ninguna abertura inconveniente dejara ver que no llevaba nada debajo. Una rápida ojeada al reloj le permitió comprobar que eran las nueve en punto. Tal como ella quería, pensó antes de abrir la puerta.
Emma —¿no se llamaba así la chica nueva de anoche?— entró diligente y se plantó en medio de la sala con la bandeja del desayuno en la mano. Miró indecisa a su alrededor.
Linda señaló la mesa que había junto a la ventana, donde desayunaba siempre y, después de dejar allí la bandeja, Emma desapareció tan rauda como había llegado.
Discreta. Era una buena señal. El personal tenía instrucciones de responder cuando se le hablara, pero nada más. Sin embargo, para un nuevo empleado no era fácil saberlo. Además, sospechaba que aquella muchacha no pecaba de tímida precisamente. La noche anterior había mirado a Linda con firmeza y directamente a los ojos, y en ningún momento se dirigió a ella susurrando ni mirando al suelo como hacían muchos otros. «Ambición», pensó Linda. Eso fue lo que vio en ella y lo que la impresionó.
No se dio ninguna prisa en desayunar. Londres se rezagaba durmiendo una mañana así, y aunque ella pensaba vestirse y, por guardar las apariencias, salir a que la vieran por el hotel, lo que más deseaba era dar un paseo. Prefería la ciudad cuando estaba vacía.
1960.
Había algo extrañamente esperanzador en aquella cifra, pese a todo. No es que ella creyera que iba a reírse más que en 1959, pero a medida que pasaban los años se iba alejando de las penas que se había visto obligada a sufrir.
En ese momento llamaron a la puerta con fuerza.
Linda suspiró y se levantó. «¿Qué pasará ahora?»
Al otro lado se encontraba Laurence, uno de los miembros de aquella familia que, según la prensa, tan estrecha relación mantenía con ella.
—¿Qué quieres? —preguntó irritada.
Él se examinó las uñas antes de mirarla a los ojos.
—Solo quiero que sepas que 1960 será el año en el que lo pierdas todo. Feliz Año Nuevo, prima querida.