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EVIDENTEMENTE, NO ERA casualidad que Robert se hubiera encontrado con Linda en el aeropuerto.

Se registró en el Flanagans aquella misma mañana y le preguntó a un joven parlanchín, al que recordaba de la vez anterior, si miss Lansing andaba por allí. El joven le respondió que no podría verla por muy poco, ya que acababa de irse al aeropuerto hacía tan solo unos minutos.

—Ajá, ¿es que se va de viaje? —preguntó decepcionado. El joven le dijo que iba a Suecia y que, según creía, volvería en barco dentro de una semana. Era obvio que nadie le había pedido al joven que se guardara la información, y resultó que sabía exactamente cuál era el horario de los viajes de su jefa.

¿Una semana entera? Robert no lo aguantaría. Llevaba un tiempo pensando tanto en ella que no quería esperar ni un minuto más para verla.

—¿Sabes qué? —le dijo al joven empleado—. Resérvame la habitación, que pienso volver.

Y así fue como pudo volar con Linda a Gotemburgo y volver en otro vuelo a Londres al día siguiente, para asistir a sus reuniones y escuchar a medias mientras contaba los días que faltaban para que ella regresara en barco.

Por la mañana lo había despertado el ruido de la maquinaria que estaba levantando la calle delante del Flanagans. O al menos, eso parecía, a juzgar por el estruendo. Apartó las delicadas cortinas y echó una ojeada fuera. Algo más allá se veían las máquinas, una tras otra. Miró el reloj que había junto a la cama. Las siete y tres minutos: una hora de lo más intempestiva para despertar a la gente. La opción de tratar de dormir en medio del estrépito era impensable, de modo que más valía empezar el día enseguida. Con un poco de suerte, al día siguiente habrían terminado.

Cuando volvió a la habitación tras las reuniones de la jornada, le habían puesto cortinas nuevas y una bandeja reluciente con una botella de champán, dos copas y una tarjeta.

 

El hotel le pide disculpas por las molestias de esta mañana. Nos hemos tomado la libertad de aplicar en su habitación ciertas medidas que, esperamos, mitiguen el posible ruido de los próximos días.

Atentamente,

Hotel Flanagans

 

«Pues esperemos que sí», pensó Robert con un bostezo. En todo caso, él no pensaba marcharse hasta que volviera Linda.

Tenía que verla. Sentía una necesidad casi física. Linda se había sincerado con él, le había mostrado su vulnerabilidad, y él quería cuidar de ella. Protegerla. Hacer desaparecer como por arte de magia el miedo que había visto en sus ojos. Era consciente de que ella no se lo había pedido. Le había contado cosas de su vida, pero no pretendía que él resolviera sus problemas. Aun así, precisamente eso era lo que quería él. Quería resucitar a su abuela, devolverle la vida a su padre y estrangular a esos parientes avariciosos y ávidos de poder que tanto daño le hacían.

Robert cenó en el comedor, pero no le interesaba en absoluto pasar allí más rato del necesario, de modo que se fue a su habitación y se tumbó en la cama para tratar de leer un rato. Sin embargo, le costaba concentrarse. Linda le había hablado con muchísimo cariño de aquel lugar, Bergsbacka. ¿Y si decidía quedarse allí? Cosas más raras se habían visto. Al final llegó a sentirse tan alterado ante la sola idea que le fue imposible seguir en la cama, así que se puso a recorrer la habitación de un lado a otro. ¿Y si hubiera cambiado de idea y no quisiera volver a verlo? El hecho de que él se muriera de ganas de verla no implicaba que a ella le ocurriera lo mismo. Pronto sería medianoche, y tenía que madrugar al día siguiente. «Tengo que tratar de dormir un poco», se dijo, y volvió a meterse en la cama.

Al alba lo despertó el viejo sueño de siempre. Un niño encerrado en una casa gritaba pidiendo ayuda, pero Robert estaba inmovilizado y no podía hacer nada más que ver cómo el fuego se acercaba cada vez más a la casa en la que se encontraba el chiquillo.

Siempre se despertaba cuando las llamas ascendían devorando las paredes y, a menudo, con los ojos llenos de lágrimas. El sentimiento de impotencia no lo abandonaba después de haberse despertado, lo único que mantenía a raya la pesadilla era trabajar duro, tratar de controlar como pudiera el sentimiento de culpa.

En realidad, era lógico que su exmujer hubiera terminado pidiendo el divorcio. En aquella época ni él mismo se aguantaba. Se despidió de ella y de Estados Unidos como un hombre más o menos normal, y regresó totalmente roto de una Europa en guerra.

Ella quería quedar con amigos, ir a bailar, vestirse de fiesta, aprovechar para pasarlo bien antes de tener hijos, mientras él se había vuelto introvertido y sufría ansiedad.

Según supo, ella se volvió a casar, con un músico de jazz.

Robert se levantó y miró por la ventana. Ya estaba saliendo el sol y fuera reinaba aún el silencio.

En Nueva York el bullicio permanente resultaba un consuelo. La vida seguía, a pesar de los horrores que tantas personas se habían visto obligadas a sufrir. Desde luego, él no era el único que tenía esas vivencias de la guerra. Pese a todo, así se sentía en muchas ocasiones. Se suponía que el fotógrafo tenía que ser capaz de afrontar todo lo que veía a través de la lente, y pocas personas entendían que él sentía las cosas como cualquiera, que no era ninguna máquina.

Se bebió rápidamente uno tras otro dos vasos de la botella de agua que tenía en la mesilla de noche. No tenía ningún sentido tratar de volver a conciliar el sueño. Las cuatro y media. Aún faltaban dos horas para que empezaran a servir el desayuno.

 

 

EN OCASIONES, ROBERT creía ver a Timothy, y siempre le daba un vuelco el corazón. Era lo que acababa de pasarle ahora, mientras paseaba por las calles vacías y se cruzó con un joven que, con paso ágil, caminaba como si tuviera en mente un objetivo. Llevaba una sonrisa en los labios y la corbata algo torcida. Robert lo saludó con un gesto de la cabeza y el joven le respondió con una sonrisa.

¿Y si el niño hubiera sobrevivido, pese a todo? ¿Qué edad tendría ahora? La misma que el chico con el que acababa de cruzarse, más o menos. Tal vez encontró una forma de salir de la casa bombardeada y luego desapareció porque estaba asustado. Eran ilusiones que se hacía, naturalmente, pero de vez en cuando las ilusiones deberían poder hacerse realidad.

Enviaba con regularidad un generoso cheque a la madre y a los hermanos del pequeño, para acallar su conciencia. Esperaba que el dinero fuera útil, pero ellos jamás lo contactaron y él no se atrevía a preguntarles cómo estaban. Había enviado a su hijo directamente a una trampa mortal, así que no era de extrañar que la mujer no respondiera nunca a sus cartas.

Una hora y media más tarde, tenía hambre. Las noches que sufría pesadillas el malestar solía durarle tanto que podía pasar un día entero sin comer nada, y a veces no hacía otra cosa que fumar y beber. En la actualidad, en cambio, no le ocurría con la misma frecuencia que antes. Tal vez fuera una señal de que se encontraba algo mejor, no lo sabía, pero era un hecho.

Fuera como fuera, él seguía soñando con Timothy. Y el sueño parecía siempre igual de real.

Hyde Park se veía precioso gracias a la clara luz matinal, y la hierba brillaba bajo el relente nocturno. Como ocurría en Central Park, también por allí se veía cabalgar a algún jinete de vez en cuando, y los pajarillos trataban de despertar con su canto a la ciudad.

Se obligó a considerar sus progresos para no caer en la autocompasión. Eso, precisamente, fue lo menos llevadero para su mujer. «No es de ti de quien hay que tener lástima.»

Como si él no supiera que no eran pensamientos adecuados… Se avergonzaba de ellos como un perro lastimero, lo que lo convertía en un ser más patético todavía.

El sendero que discurría junto al lago parecía conducir a la calle que había detrás del parque, y lo tomó para llegar al Flanagans lo antes posible. Así podría desayunar y olvidar gracias al trabajo el resto de los sentimientos que lo invadieron durante la noche. No conocía otro modo de manejar su desasosiego.

 

 

INCLUSO ANTES DE llegar oyó que las obras cercanas al Flanagans ya habían comenzado y, al haberse levantado tan temprano, aún no sabía si las medidas de aislamiento del ruido funcionarían o no.

Se fue derecho al salón de los desayunos, donde le sirvieron café y tostada, y le proporcionaron el periódico de la mañana. Una mujer y un hombre reían felices sentados a una mesa algo más allá, pero en la que tenía justo delante las voces sonaban muy duras. Se cruzaban acusaciones entre susurros. Se oía el tintineo de los platos. Al poco, la mujer se levantó y arrojó la servilleta en la mesa. El hombre miró a su alrededor, como disculpándose.

«Podría haber sido yo», pensó Robert fingiendo no haber visto la escena.

Nunca soportó las discusiones ni en su propio matrimonio. Para indignación de su mujer, era capaz de abandonar la sala en medio de uno de sus monólogos. «Es imposible hablar contigo», le dijo más de una vez, cuando él respondía con silencio.

Claro que no era la forma más adecuada de abordar los problemas, pero él no quería discutir. Y además, ¿de qué iban a discutir? Todo les iba bien en la vida. Tenían comida, casa y trabajo.

—Ya, si yo sé que debería estar agradecida, y lo estoy, pero tu pasividad me saca de quicio —le dijo ella un día en que él volvió a eludir un tema de debate—. Nada, ahí te quedas lamentándote tú solo.

De modo que comprendía al pobre diablo de la mesa de al lado, que ahora fingía no haberse inmutado. El hombre se quedaría allí un rato, seguramente, porque ya sabía lo que le esperaba luego en la habitación. «Lo entiendo a la perfección —trató de transmitirle Robert cuando abandonó su mesa—. Esas discusiones son un engendro del demonio.»

Más tarde, una vez terminada la jornada de trabajo, cayó en la cuenta de qué era lo que tenía que hacer. ¿Cómo no se le había ocurrido antes? Iba a probar suerte, pero esperaba que Linda se alegrara.

De hecho, estaría muy bien que se pusiera contentísima.