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Mi queridísima nieta:

Cuando leas esta carta, mi cuerpo viejo y cansado se habrá rendido para siempre.

Seguramente, te preguntarás por qué no te la entregué mientras vivía, pero tenía en mente reservarla para un momento en el que se te hubieran agotado las soluciones.

No es fácil para una mujer dirigir una empresa, tal como tendrás que hacer tú en Londres. Acabo de tomar la decisión de ir allí y apoyarte en todo lo que pueda, y el contenido del cofre lo dejaré en Bergsbacka, porque espero que algún día vuelvas aquí.

Nuestra modesta casa es tu hogar, y en él puedes reunir fuerzas. Ojalá sientas que es así.

Creerás que has olvidado tu dialecto, a tus amigos y el pueblo que te enseñó humildad, que te inculcó que todos los seres humanos son iguales, pero es algo que llevas dentro.

Tener la suerte de ser de este lugar es una herencia poderosa. La vida aquí es dura. La lluvia azota los cristales, el viento fuerza al mar a encresparse amenazador. Aquí la gente trabaja por sobrevivir, por mantener a la familia. Tu abuelo murió luchando para que nosotras viviéramos bien. Se mató trabajando.

Ahora esta casa es tuya. La construyó con amor un hombre que, con sus propias manos, clavó un tablón tras otro, hasta que de ellos surgió un hogar en el que vivir.

Tu abuelo y tú habríais congeniado muchísimo. Te pareces a él en la pasión. En la aversión a rendirte. Sin embargo, también tienes algo mío. Eres cauta. Y creo que esa combinación te proporcionará el éxito: rara vez te precipitas a la hora de emprender algo, y eso es bueno.

A pesar de que tu madre también se comportaba con cautela, conoció a tu padre. Y aunque siempre me he quejado de él, hay algo que respeto: siempre procuró que tú vivieras bien. Enviaba todos los meses una buena suma de dinero. Y es insólito que los hombres asuman una responsabilidad como esa.

Y ahora, iré derecha al asunto.

Yo fui guardando todo ese dinero. En los sobres están las libras que él envió. Al principio, porque no había ningún lugar donde pudiera cambiarlas, pero con el tiempo pensé que, de mayor, te serían de más utilidad.

No sé cómo vivirás ahora, pero, puesto que has vuelto, ha llegado el momento de que recibas lo que guardé para ti. Me será imposible saber si el dinero te servirá de algo, pero así lo espero.

Puede que hayas venido a recobrar fuerzas. Puede que hayas venido a mostrarle la casa a la familia que, espero de corazón, formarás un buen día. No quiero que estés sola. En todo caso, da igual cómo hayas decidido vivir tu vida, Linda, porque aquí estarás rodeada de lo más fuerte que hay en el mundo: montañas, mar y amor.

No hay un solo vecino que no te eche una mano si se lo pides.

Cuida la casa.

Nuestra familia la llenó de amor, y quiero que el amor la inunde también en el futuro.

La abuela

 

Linda fue abriendo los sobres hasta que reunió quince mil libras.

Era totalmente incomprensible.

Sin saberlo, su abuela y su padre habían ido ahorrando el dinero suficiente para que, diez años después de su muerte, ella pudiera pagar la suma que los primos le reclamaban al Flanagans. Lo que significaba que ya no podían obligarla a declararse en quiebra.

Claro que podían vender su parte del Flanagans a otro comprador si ella no conseguía reunir el dinero suficiente, pero podía evitar la quiebra, y eso era lo más importante. Del resto ya se ocuparía cuando volviera a Londres.

Apretó contra su pecho los sobres de dinero.

—Gracias, abuela —dijo en un susurro—. Un millón de gracias.