—AQUÍ TODO SIGUE igual —dijo Gunilla con un suspiro mientras le ofrecía un plato de galletas de almendra amarga—. Tú, en cambio, sí que has cambiado.
—Qué va —respondió Linda antes de darle un mordisco a otra de las galletas, aún caliente. Llevaba sin comerlas desde los años cuarenta, cuando las hacía la abuela, y Gunilla acababa de sacar una bandeja del horno.
—Estás maravillosa. —Su amiga miraba con envidia a Linda mientras se pasaba la mano por la barriga, donde crecía el que sería su cuarto hijo.
—Puede, pero tú tienes una familia y yo no. A mí no me revuelven el pelo las manos pegajosas de un niño —le dijo Linda con una sonrisa.
—¿Aunque quizá sí las de un hombre…? —Gunilla parecía a punto de estallar de curiosidad.
Linda se echó a reír.
—Qué va, en ese terreno vamos mal.
—Todavía no es tarde para eso. Ni tampoco para los niños.
—Bueno, sí, un poco tarde sí es —le dijo Linda, y recogió un grano de azúcar que se había quedado en el plato—. Es tarde para los niños, tengo más de treinta años y, además, ni siquiera sé si habría querido tener hijos. Tal vez sea una reconstrucción a posteriori, pero es que no he conocido a ningún hombre con el que quiera tenerlos. Tú y tu marido os conocisteis en el colegio…
—Ya, pero tú eres libre, y yo estoy atada a este lugar.
Gunilla suspiró hondo.
Hablaba como Mary, más o menos. Las dos parecían creer que la libertad era algo fantástico. Y quizá lo fuera, pero Linda no se sentía libre ni remotamente. Al contrario.
—Ven a verme a Londres —le propuso a Gunilla—. He sido un desastre a la hora de invitar a mis viejas amistades, pero para eso sí que no es demasiado tarde, mira tú por dónde —le propuso sonriente.
—A ver, dime, ¿a qué te dedicas exactamente? Dicen que eres copropietaria de un hotel, ¿es verdad?
Linda hizo un gesto con la mano, como quitándole importancia a sus palabras.
—Bueno, lo que sí puedo es conseguirte una habitación cuando vengas.
—Pues sería maravilloso, pero tardaré un poco. ¿Te parece que vaya dentro de dos años? —Le sonrió mientras se señalaba la barriga.
—Claro que sí —le respondió Linda—. Si me dejas que me sirva otra galleta.
—Las que quieras —dijo Gunilla sonriente—. ¿Qué tal has visto la tumba?
Linda había visitado la tumba de su madre, la de su abuela y la de su abuelo una última vez aquella mañana. Plantó unas petunias, se sentó a charlar con ellos un rato y les dijo que no tardaría en volver. Tanto Gunilla como los Larsson iban a arreglar la tumba cuando podían, y el que la lápida tuviera una inscripción con el nombre de la abuela y la fecha de su muerte se lo debía a Larsson.
—Estaba muy bonita, gracias a ti y a los Larsson. Es mucho lo que os debo… Ellos vendrán a verme a Londres en primavera. Ya sabes, tú puedes venir cuando quieras. Me voy a comer otra galleta…
CUANDO CERRÓ CON llave la puerta de la casa, se prometió que volvería por Navidad. Quería ver la iluminación de las fiestas, escuchar las canciones de Santa Lucía y comprarse un abeto para decorarlo con todos los adornos que la abuela y ella habían utilizado por esas fechas a lo largo de los años. Gunilla le preguntó si quería ser la madrina. El niño nacería para finales de octubre, pero esperarían a diciembre para bautizarlo.
Ahora debía volver a Londres y zanjar el asunto con sus primos. ¿No debería aceptar el préstamo del marido de Mary, pese a todo?
Londres y Bergsbacka eran mundos totalmente distintos, desde luego, pero gracias a aquella visita, Linda había comprendido que, aunque pasara la mayor parte del tiempo en Inglaterra, quería vivir en los dos.
«MENUDO VIAJE», SE dijo cuando el tren dejó atrás el pueblo de Stenungsund y empezaba a acercarse a Gotemburgo. Había superado el miedo a visitar su antiguo hogar, y ahora podía saldar las deudas del Flanagans. Aún no se atrevía a creer que lograría comprarlo entero, pero ahora las expectativas eran mucho mejores.
Sonrió para sus adentros mientras el mar pasaba veloz al otro lado de la ventanilla del tren. Qué suerte, librarse de la vigilancia constante de sus primos. Sebastian tenía un pase, sobre todo era ridículo y vanidoso, pero Laurence era un peligro, y a Linda no le sorprendía lo más mínimo que ahora quisiera competir con ella: sin duda era la revancha que había querido tomarse desde que ella sustituyó a su padre.
Sin embargo, habría dos obstáculos. Apretó los puños sobre el regazo. La abuela tenía razón. El mar, la montaña y el amor de su tierra era lo que Linda necesitaba para sentirse fuerte otra vez. Podía seguir bebiendo whisky, como había hecho los últimos años, y convencerse de que eso le hacía bien o, de una vez por todas, podía dejar de beber por completo. Ahora que lo pensaba, llevaba varias semanas sin probar ni una gota, y tampoco tenía ningún deseo de emborracharse.
En la estación central de Gotemburgo tomó un taxi que la llevó a la terminal del puerto. Aún faltaba algo más de una hora para que zarpara el barco y, una vez dentro, se acercó a la borda y miró a su alrededor. En la actualidad había entre los pasajeros más mujeres que diez años atrás, cuando Robert se chocó con ella. Ahora que lo conocía un poco mejor, se reía al recordarlo: Robert no tenía del todo controlado el ancho de sus hombros.
Lo echaba tanto de menos que se le encogió el estómago. Lo había tenido presente en todos sus paseos por Bergsbacka. La hacía feliz pensar en él y la excitaba pensar en sus besos. Su cuerpo reaccionaba enseguida ante el simple recuerdo del roce de sus labios ardientes. Le había dicho que estaría esperándola, y lo único que quería Linda era llegar a Londres para poder volver a besarlo.
Cuando el barco zarpó por fin fue a cambiarse. El vestido le quedaba algo ajustado y no pertenecía a la última colección, pero a ella le encantaba, y resultaba idóneo para una noche como aquella, en la que sentía deseos de celebrar su nueva visión de las cosas. Recordó el tacón tan moderado que se rompió la última vez que estuvo a bordo y miró los zapatos que llevaba ahora: eran altísimos. Las numerosas clases de Mary habían dado su fruto. Y puesto que iba a pasar casi todo el tiempo sentada, eran ideales.
Llevaba el pelo retirado de la cara, sujeto con dos pasadores anchos. Se pintó los labios de rojo brillante y, tras completar el conjunto con un bolsito precioso, estaba lista para la cena.
Él la estaba esperando a la entrada del restaurante. Lo vio de lejos. Iba meneando la cabeza mientras la felicidad la inundaba entera por dentro. No se había atrevido a abrigar la esperanza…
—Señor Winfrey.
—Señorita Lansing.
Le rodeó la cintura con la mano y la miró a los ojos, antes de inclinarse para besarle la mejilla. Aspiró su aroma y señaló luego al interior del local.
—He reservado una mesa —le dijo—. ¿Vamos?
Caminaba con la mano ligeramente apoyada en su cintura mientras seguían al maestresala. La gente se volvía a mirar desde las mesas, y Linda se alegraba de haber elegido aquel vestido precisamente aquella noche, y también de la altura de los tacones. Robert era altísimo. E iba de lo más elegante.
Se sentía eufórica y, al mismo tiempo, le temblaban las piernas. Aquella velada solo podía terminar de un modo, y Linda sabía bien que eso era lo que había estado esperando desde la primera vez que la besó en el tren.
Robert no apartaba los ojos de ella.
—Cuando estoy contigo me siento como si volara —dijo, y tomó su mano entre las suyas sobre la mesa, como si temiera que ella se marchara. Continuó—: Sin embargo, llevo dentro muchas historias que aún no he procesado. —Suspiró hondo—. No hay nada que desee más en la vida que estar contigo. —Guardó silencio y añadió—: Pero puede que ni tu sonrisa logre rescatarme cuando me hundo en lo más oscuro —dijo clavando la mirada en la mesa sin dejar de apretar sus manos.
Ella se sintió conmovida ante aquella muestra de confianza. Sabía que él tenía algún secreto, lo había notado. Cuando un dolor se encuentra con otro dolor, puede surgir algo diferente, había leído en algún lugar. Algo así como que los sentimientos estaban a flor de piel, aunque tratáramos de ocultarlos.
Hasta ese punto se parecían ellos dos, pues.
—Robert —le dijo con voz dulce y tratando de buscar su mirada—. Quiero darte las gracias por venir a buscarme hoy aquí. Es un broche de oro a mi viaje de vuelta a casa. Te he echado mucho de menos —continuó—. Quiero que sepas que conmigo tienes un hombro en el que apoyarte cuando quieras y lo necesites. Soy más fuerte de lo que parece. Sobre todo, después de haber pasado una semana en mi hogar.
Él alzó la mirada.
—¿Lo dices en serio?
Ella asintió.
—Claro, pero cuéntamelo desde el principio, quiero saberlo todo.
—Pues me llevará un rato.
Ella se inclinó hacia él.
—De acuerdo.
—Fue a finales de 1940. Se llamaba Timothy…
SALIERON A CUBIERTA, y Linda se estremeció al notar la gélida brisa marina.
Él se quitó la chaqueta y le cubrió con ella los hombros antes de rodearla con el brazo. Se encaminaron a la zona de proa. La luna no era más que un fragmento mínimo, pero hacía una clara noche estrellada. Les salpicaba el agua del mar. Unas gotas minúsculas le aterrizaban a Linda en la cara mientras el barco se alejaba de Suecia rumbo a la costa de Inglaterra.
Apoyó la cabeza en su pecho, presa de la expectación. Lo deseaba. Todo su cuerpo lo deseaba, le decía que era lo correcto. Diez años de desilusión habían dejado su huella, pero ahora solo quería mirar al futuro. ¿Qué querría Robert? Linda aún no lo sabía, pero no había por qué dejarlo todo dicho desde el primer momento.
—Quiero hacer el amor contigo —le susurró al oído.
Los besos y las caricias con las que Robert cubría su cuerpo desnudo la encendieron por dentro, y la llama no perdió intensidad cuando ella empezó a acariciarlo a él. Su cuerpo la enardecía, jamás había sentido un deseo de unión como aquel en el pasado. No podía estar más excitada.
Robert la miró profundamente a los ojos. Tenía las pupilas dilatadas, la respiración algo entrecortada y la piel brillante a la luz de la lámpara que había junto a la ventana del camarote.
—Dilo otra vez —le susurró cuando ella se echó sobre él.
—Hazme el amor, Robert —le suplicó de nuevo. Separó las piernas y se le sentó encima temblando de expectación. Linda dirigió el miembro ya duro hacia su sexo, donde lo frotó arriba y abajo. Estaba lista, no podía esperar más y poco a poco se hundió sobre su miembro erecto hasta que la colmó por entero. Fue una sensación indescriptible. Se estremeció, se le endurecieron los pezones, se le llenaron los ojos de lágrimas.
Él le puso la mano en la mejilla, también con los ojos llenos de lágrimas y moviendo las caderas.
—Te quiero —dijo sin más.
—Yo también te quiero.
Se fueron moviendo con suavidad hasta que encontraron un ritmo común. Él se balanceaba debajo de ella, la elevaba y la dejaba descender de nuevo, sin perder el contacto visual ni un instante.
Linda gemía de placer, los movimientos de Robert eran cada vez más duros y profundos. Ella se iba meciendo, se giraba y cabalgaba su cuerpo, siguiéndolo al milímetro. Jamás había vivido nada más excitante. El orgasmo empezó como una ondulación. Linda no dejaba de mirarlo con la boca abierta, jadeando al tiempo que aumentaba la potencia de las oleadas de placer, y su cuerpo empezó a estremecerse descontrolado. Sintió el orgasmo como una ola tras otra y no había terminado de extinguirse cuando Robert también alcanzó el clímax. Se retorcía debajo de ella y, cuando él ya no pudo contener el grito de placer, ella cayó extenuada sobre su pecho.
Así permanecieron un buen rato en silencio, hasta que uno de los dos comenzó a mover las caderas otra vez. Puede que fuera ella la que empezó.
Sin embargo, fue él quien la colocó de un giro bajo su cuerpo: Linda lo recordaba perfectamente.
SE ESTIRÓ FELIZ, enredada entre las sábanas.
Él salió del baño, recién duchado y con los rizos húmedos cubriéndole la nuca. Llevaba una toalla alrededor de la cintura, y en el pecho bronceado por el sol brillaban aún algunas gotas de agua.
Linda tragó saliva.
Si alguien le preguntara, cosa que Mary haría con seguridad, tendría que decir que aquella había sido la mejor noche de sus treinta y un años de vida. Madre mía… Incluso aunque aquella magia no volviera a producirse nunca más, podría vivir de su recuerdo para siempre.
Claro que tal vez no fuera necesario. Robert la miraba como si fuera capaz de devorarla.
Linda volvió a sentir un escalofrío.
Para que quedara más claro aún, apartó la sábana con el pie y, ante aquella visión, él también dejó caer la toalla.
Desayunar no era una prioridad para ninguno de los dos.
DOCE HORAS DESPUÉS, Linda volvió a su camarote para recoger sus cosas y ducharse después de la actividad de la noche, de la mañana y de lo que llevaban de día. Robert había salido a buscar algo de comer, pero, por lo demás, ninguno de los dos había abandonado el camarote. Ella se sentía algo dolorida, presa de un grato agotamiento. Cuando se quitó el vestido vio la marca de un mordisco en el muslo y deseó que no se le borrara nunca.
Se reunieron en el vestíbulo. Linda observó que las mujeres lo miraban, y cuando él se inclinó y la besó en la boca, se sintió de lo más satisfecha. No llegó a mirarlas como diciendo «es mío», pero eso era lo que sentía por dentro.
Estaba enamorada de él. Profunda y sinceramente.
Él se pegó a ella mientras esperaban a que abrieran la puerta de la pasarela.
—No puedo evitarlo —le susurró Robert al oído—. Solo con verte ya…
En el taxi la fue besando sin parar, pero en cuanto llegaron al Flanagans, él se fue directo a los ascensores y ella camino de la recepción para avisar de que había vuelto, por si alguien quería hablar con ella. Necesitaría un par de horas para estar presentable, según dijo, pero a partir de ese momento estaría en el despacho.
Alexander fue tras ella al ver que se alejaba.
—Miss Lansing —dijo—. ¿Me permite un momento?
—¿No puede esperar dos horas? Ven al despacho luego, hablaremos allí.
Él asintió y miró el reloj.
—Por supuesto.
El cuerpo ardiente de Linda no albergaba un solo pensamiento sobre la gestión del hotel, sino que pensaba exclusivamente en el hombre que ahora se encontraba en su apartamento. Robert le había dicho en un susurro que, cuando llegara, él estaría esperándola desnudo al otro lado de la puerta.
«Ya sabía yo que había una razón de peso para poner esta moqueta», atinó a pensar cuando él la tumbó en el suelo.
Dos horas más tarde, cuando se enteró de lo sucedido y comprendió lo que la construcción del hotel de sus primos implicaría para el Flanagans durante una buena temporada, Linda sufrió una conmoción. Eso sí, se sintió algo mejor al enterarse de que el jefe de recepción se había recuperado. Fue muy inteligente por parte de Alexander hacerse cargo de la situación.
—Hemos tratado de alojar en esa parte del hotel a los huéspedes que más madrugan —continuó Alexander—. Aun así, todos los días hay algún cliente que se marcha antes de la fecha de la reserva.
Cuando estaba en Suecia todo le pareció sencillo, pero la realidad era muy distinta, sin duda. Respiró hondo.
—Tenemos que encontrar otro camino. Tenemos que crear un grupo creativo en el hotel —dijo resuelta—. Quiero que lo formen personas jóvenes e ingeniosas. Tú tienes que formar parte de él, naturalmente. Y creo que Elinor y Emma también encajarían, las conoces a las dos, claro. También necesitamos a alguien de la cocina. Propongo a Albert. ¿A ti qué te parece?
Alexander asintió.
—Me parece bien. ¿Qué es lo que debemos hacer?
—Debemos afrontar el ataque de mis primos. Esto es solo el principio. Cara a la galería, tenemos buena relación, pero es una quimera. Su plan es llamar a su hotel el Nuevo Flanagans. Ya puedes hacerte una idea de lo buena que es nuestra relación…
Alexander pareció sorprendido, como la mayoría de las personas cuando se enteraban de la situación. Laurence representaba un modelo en el mundo de los negocios, y nadie, ni hombre ni mujer, era capaz de resistir el encanto de Sebastian. Juntos constituían un dúo temible con el que había que contar.
Mary conocía a ese tipo de personas mejor que nadie. ¿No sería buena idea invitarla a formar parte del equipo? No era ninguna tontería. Ella quería tener algo interesante que hacer, y era la persona más creativa con la que Linda había trabajado nunca.
—Mi amiga, lady Carlisle, es ingeniosa y sensata. Le preguntaré si no le gustaría integrarse en el grupo de trabajo. Me gustaría celebrar una primera reunión cuanto antes —le dijo Linda—. ¿Podrías informar a las chicas de mis planes? Yo misma hablaré con el chef Duncan para que permita que Albert nos acompañe.
Alexander asintió y los dos se dirigieron a la puerta. Linda pensaba subir al apartamento y pasar cinco minutos con Robert antes de que él se marchara.
Ya en la puerta, le dijo al recepcionista:
—Por cierto, Alexander, sé discreto. No quiero que nada de esto trascienda al resto de los empleados, porque no hará más que inquietarlos sin necesidad.
—Cariño, verás… —Robert venía escaleras abajo y calló al ver que Linda estaba hablando con alguien delante del despacho—. Siento molestar, solo quería avisarte de que tengo que irme, pero nos vemos esta noche. —Le mandó un beso antes de continuar hacia el vestíbulo.
Linda sonrió y vio con el rabillo del ojo la cara de desconcierto de Alexander. A ella no le importó. Estaba enamorada. Muy enamorada.