POR LA MAÑANA se había aclarado un poco la niebla que cubría Liverpool. A través de la ventana del hotel, Robert veía cómo se despertaba la ciudad. Aquella noche durmió tan bien como las anteriores.
«Debería haber venido hace mucho —se dijo—. Tal vez así me habría ahorrado tantos años de angustia demoledora.»
Todo lo que había imaginado se esfumó como por encanto en cuanto puso los pies en la casa de la familia de Timothy. Le dieron la bienvenida sonriéndole amablemente. Aquellas personas estaban satisfechas con su existencia.
Claro que lloraban la muerte de Timothy, su fotografía dominaba la repisa de la chimenea, y Jane, su madre, tenía al lado una vela encendida; pero habían encontrado un modo de seguir adelante en la vida.
Los hermanos eran ya adultos, tenían hijos y, según ellos mismos aseguraban, les iba bastante bien. Jane tenía una peluquería que funcionaba estupendamente, y tan solo unos años atrás había conocido a un hombre del que, según decía, estaba enamorada como una jovencita.
La víspera de su partida, Jane le devolvió a Robert todos los cheques que él les había ido enviando a lo largo de los años.
—Gracias, fue muy amable por tu parte tenernos presentes —le dijo—. Pero lo cierto es que nunca los cobramos —aseguró dándole una palmadita en la mejilla.
—Los que sobrevivimos tenemos el deber de hacer con nuestras vidas lo mejor posible, ¿no crees, Robert? —le preguntó el hermano mayor de Timothy, con el menor de sus hijos manoteando entre sus brazos.
Y con aquella visita, Robert dejó de estar de luto por aquel niño; ya había terminado todo. Si su familia pudo seguir adelante, él también podría.
Dejó hecha la maleta antes de irse a dormir y, por un instante, pensó en tomar el tren en lugar de volar a Londres en su avión. Así tardaría menos. Por otro lado, si iba en tren, tendría que ir en busca del aeroplano en otro momento, de modo que más valía seguir el plan inicial.
Estaba deseando ver a Linda y la había llamado al hotel en un par de ocasiones, pero no logró hablar con ella. En todo caso, esperaba que le hubieran dejado sus mensajes. Lo habían ido pasando con tantos trabajadores del hotel que, al final, no sabía muy bien con quién había hablado.
Como fuera, las cosas se aclararían en cuanto llegara a la ciudad.
ALGO NO IBA bien. El taxista iba dando bandazos y conducía poco centrado. «¿Estará borracho?», se preguntó Robert.
—¡Oiga! ¿Qué ocurre? —le gritó desde el asiento trasero cuando el coche, a toda velocidad, empezó a dar vaivenes de un modo preocupante. El taxista no respondió y, de repente, su cabeza se desplomó sobre el volante.
Presa del pánico, Robert comprendió que aquello acabaría muy mal.
Cuando se despertó, se encontraba fuera del coche destrozado, en medio de una plantación.
—¡Hola! ¿Me oye alguien?
Robert trató de enfocar la mirada y distinguir al hombre que estaba de rodillas a su lado.
—El conductor… —No logró terminar la frase.
—La ambulancia está en camino, procure no moverse.
La cabeza le daba vueltas, el brazo le dolía tanto que tenía ganas de gritar, pero todo eso podía soportarlo. Lo peor era que no podía mover las piernas. Ni siquiera las sentía.