Bergsbacka, 1949
LA ABUELA SEGUÍA teniendo muy mal aspecto, se decía Linda mientras le humedecía la cara. ¿Sería la séptima vez que lo hacía hoy? Acercó los labios a la frente de la anciana. ¿No estaba algo más templada? A decir del doctor Bunsen, el desenlace era imprevisible, un pronóstico que no era muy halagüeño. Ya contaba ochenta y tres años, una edad respetable y, unos días atrás, había dicho que, por lo que a ella se refería, ya era suficiente. Estaba preparada, le susurró a Linda, y añadió con un débil suspiro: «Aunque también quiero seguir viviendo, claro», así que, pasara lo que pasara, se sentía satisfecha. Eso sí, la abuela no podía morir. Era imposible imaginarse la vida sin ella. Además, su padre le diría que debía ir a Londres, cuando su hogar se encontraba en Bergsbacka.
Y allí estaba ahora, encogida en la cama como un pajarillo. Tenía las manos muy delgadas y las venas le brillaban a través de la piel. Los anillos de boda le colgaban en el dedo anular como si pertenecieran a otra persona.
Linda dejó la toalla en la jofaina de zinc que había junto a la cama y se sonó. Luego se sentó en la silla y le dio la mano a la abuela.
—No estés enfurruñada, muchacha. —La voz surgía de la cama tan débil que Linda no sabía si la había oído bien.
—¿Abuela?
—Agua… ¿Me das un poco de agua?
Se apresuró hasta la jarra que había en la mesa en forma de media luna, delante de la ventana. Enseguida volvió y la ayudó a incorporarse para que pudiera beber. La toquilla de color rosa le colgaba sobre los hombros escuálidos.
—¿Te encuentras mejor? —Linda le ayudó con cuidado para que volviera a apoyar el débil cuerpecillo en los almohadones. Si la abuela superaba aquello, le daría tocino para el desayuno, el almuerzo y la cena, hasta que recuperase un poco las carnes.
—Qué va, qué voy a estar mejor. —Aún tenía la voz débil, pero firme, y le arrancó una sonrisa.
—Entonces supongo que no querrás nada más que agua, ¿no? —dijo Linda con ternura.
—Si quedara un dedo de café en la cafetera, no te lo rechazaría, pero por mí no hagas otra. Puede que no llegue viva a mañana y sería un verdadero despilfarro.
—Prometo no despilfarrar —respondió Linda. Solo al llegar a la cocina, mientras preparaba la cafetera, se permitió sentir algo de alivio.
Llamaría al médico solo por asegurarse, pero lo peor había pasado sin duda.
LINDA ATAJÓ POR el campo de fútbol camino al mar. Iba refrescando y el viento estuvo a punto de llevarse la pañoleta varias veces. Se detuvo y se la ató con un doble nudo en la barbilla antes de subirse el cuello del abrigo. Tiritando de frío, reanudó la marcha. Sentía el pellizco del viento del norte en las mejillas y casi le costaba trabajo caminar en su contra.
Gunilla, una de sus mejores amigas, hacía un valeroso esfuerzo por retirar las hojas secas del jardín de su casa, algo más allá, calle abajo. Lógicamente, era una idea de lo más absurda en un día así.
—¿No tienes nada mejor que hacer? —le gritó Linda mientras se acercaba a la verja.
—Pues, en realidad, sí —le respondió Gunilla dejando el rastrillo en el suelo.
Se llevó la mano a la espalda mientras se acercaba a la valla.
—Si me acompañas, preparo una cafetera. De lo contenta que estás deduzco que tu abuela está mejor, ¿no?
Linda asintió.
—Por suerte, sí, pero no puedo quedarme al café; voy a la tienda mientras el doctor está con ella.
—Bueno, entonces tendré que seguir con el rastrillo —dijo Gunilla—. Göran dice que no se explica qué hago en casa todo el día, y ya me he cansado de oírlo —dijo—. Está claro que los hombres se vuelven ciegos el día que se casan. No creo que se haya planteado cómo aparece la cena en la mesa a diario, cómo es que el cuarto de baño está siempre reluciente o que su ropa de trabajo haya dejado de apestar a pescado.
Linda se echó a reír.
—A mí no me engañas, cazaste a uno de los mejores y lo sabes.
Gunilla sonrió encantada.
—¿A que sí? Desde luego, he tenido muchísima suerte, lo sé. Con la de chicas que le iban detrás y acabó fijándose en mí. —Luego se puso seria. Señaló el mar—. De todos modos, hoy estoy enfadada con él, y me digo que ojalá tuviera otra profesión.
—¿Se han adentrado mucho en el mar?
La muchacha asintió.
—Sí. Y si hubieran sabido que iba a levantarse tanto viento y tan rápido, no habrían salido hoy a faenar.
—Irá bien la cosa, ya verás. Si te entra la preocupación ya sabes que puedes venir a casa cuando quieras.
—¿Tú cuándo vuelves al trabajo?
—El farmacéutico dijo que podía quedarme en casa mientras la abuela estuviera enferma, pero espero que para el lunes se encuentre bien. Siempre puedo ir a verla con la bicicleta en la hora que tengo para comer.
—Yo echo de menos trabajar —dijo Gunilla—. Sin embargo, Göran quiere que me quede en casa, así que…
—Ya verás como pronto tenéis hijos —dijo Linda, consciente de que no había nada en el mundo que su amiga deseara con más fuerza—. Entonces estarás más que ocupada.
Gunilla sonrió.
—Espero que tengas razón, pero ¿y tú? ¿Para cuándo el anillo?
Linda se encogió de hombros.
—Después de la última experiencia, creo que tardaré un poco.
—No todos son como él —dijo Gunilla muy seria.
—Ni todos son como Göran —respondió Linda sonriendo a medias.
EL VIENTO YA empezaba a soplar de lo lindo. El plan de ir hasta Sälvik y luego rodear el peñón de Vetterberget ya no le parecía tan atractivo, así que optó por recorrer el camino más cercano siguiendo la orilla.
Quería comprar nata, mantequilla y carne. Ya era hora de alimentar a la abuela para reanimarla y conseguir que volviera a ser la de siempre.
Saludó con la mano al pasar por la casa de los Pettersson. La señora Pettersson estaba recogiendo la ropa seca, que el viento levantaba por encima de la cuerda amarrada a dos árboles del jardín.
—¿Y la abuela? —preguntó la mujer.
Linda le indicó con un gesto que todo iba bien, y ella le sonrió satisfecha. Enseguida llegó a Badholmen, y al abrigo de las casetas de los pescadores encontró a Axel, que estaba reparando una red. El hombre le dijo a Linda con la mano que se acercara.
—¿Cómo está Elvira? —preguntó preocupado.
—Por fin ha mejorado. Voy a comprar algo de comida rica y nutritiva para que recupere las fuerzas.
—Espera —dijo Axel. Entró en la caseta y volvió enseguida con una bolsa en la mano—. Aquí tenéis un par de caballas.
—Mil gracias, a la abuela le van a encantar —dijo Linda.
—No te olvides de comer tú también —contestó él sonriendo.
—No, no, claro que no.
Cuando dejó al hombre tras de sí pensó en lo amable que era con ella. No hacía mucho que estuvo prometida con su hijo.
Y la cosa no fue bien.
Antes de llegar de nuevo a Hånebacken con las bolsas de la compra llenas a rebosar se había cruzado con dieciocho personas, y todas le preguntaron cómo estaba su abuela y le mandaron saludos.
Aquello era lo mejor de vivir en un pueblo tan pequeño.
Por otro lado… cuando no querías hablar con nadie o cuando lo que deseabas era que nadie supiera nada de ti, vivir allí no era tan cómodo. Todo el mundo lo sabía todo de todo el mundo. «La hora del café en la iglesia es un peligro —le advertía siempre la abuela—. Allí se dicen muchas barbaridades.»
Ahora, sin embargo, era maravilloso que tantas personas se preocuparan por ellas. Aunque Linda y su abuela estaban solas, no se sentían así.
Después de comprobar cómo estaba la anciana, fue a la cocina a colocar la compra. Llamaron a la puerta y se extrañó; quizá Gunilla hubiera decidido acercarse después de todo, pensó, y se apresuró a abrir.
Allí fuera había un joven con un telegrama en la mano, y cuando se quitó el sombrero para despedirse y se alejó de la escalera de la entrada, Linda lo leyó enseguida. Era breve.
Mr. Lansing enfermo. Por favor, regresar a Londres cuanto antes.
Su padre. Casi le fallaron las piernas. No se pondrían en contacto con ella si no fuera grave. Le temblaba la mano en la que sostenía el telegrama. Volvió a leerlo. Lo firmaba el viejo Charles, el fiel servidor de su padre. Se le llenaron los ojos de lágrimas. Tenía que ir a Londres, pero ¿cómo iba a dejar a la abuela?
DOS DÍAS DESPUÉS, estaba lo bastante restablecida como para que Linda pudiera ir a ver a su padre. Los vecinos más próximos se encargarían de que tuviera comida y café, y de que saliera al jardín. Si se sentaba en la parte posterior de la casa, al abrigo del cobertizo que habían construido con techo y tres paredes de madera, estaría resguardada incluso cuando hiciera viento. Conseguir que bajara al mar no sería posible aún en unos días, pero en cuanto recobrara algo de fuerza podría llegar allí paseando. En realidad, no estaban a más de unos cientos de metros.
Tras cruzar la verja, Linda ajustó el bolso de viaje al portaequipajes de la bicicleta. Echó una breve ojeada a la casa. Seguía gustándole mucho el color. El azul de las ventanas había sido idea suya y de la abuela cuando, con la ayuda del vecino, pintaron la casa el verano anterior, y ahora no podía imaginárselas de otro color. Le había pedido que le echara también un vistazo al tejado, y el hombre le dijo que se encontraba en buenas condiciones, y que todas las tejas seguían en su sitio.
Había quedado preciosa. Pensaba volver en cuanto su padre se hubiera recuperado. Pronto llegaría el verano, y la mayoría de los habitantes del pueblo lo estaban deseando. No todos, naturalmente. Había quienes preferían que no hubiera gente. Sin embargo, no era ese el caso de Linda. Todo se llenaba de vida cuando llegaban los veraneantes.
Tendría que trabajar todo el verano, puesto que se había tomado las vacaciones ahora, para ir a cuidar a su padre, pero estaba deseando que llegaran los bailes en el muelle al son del acordeón y las largas noches de estío. Con un poco de suerte podría subir en barco y ver desde allí cómo reverberaba el mar. Los domingos la farmacia estaba cerrada y, siempre y cuando hiciera buen tiempo, podría tomar el sol y bañarse. Sus amigas y ella solían preparar bocadillos, una mantita y la toalla, y quedarse en la playa el día entero.
Sin embargo, cuando llegaba el otoño era estupendo ver cómo los veraneantes volvían a la ciudad, y la paz al pueblo. ¡Sería terrible verse siempre rodeado de tanto ruido y tanto movimiento!
Empezó a subir la pendiente y se detuvo justo en la cima. Se volvió a mirar. La invadió una desagradable sensación, como si aquella fuera la última vez que vería la casa de la abuela.
«Bah, qué tontería.» Dos semanas pasaban volando. Cuando quisiera darse cuenta ya estaría de vuelta. Así era como debía planteárselo.
Seguramente sentía cierto temor ante lo que le esperaba en Londres. Había estado allí en varias ocasiones después de la guerra. La primera vez visitó la ciudad presa de un sinfín de sentimientos encontrados. Se sentía contentísima de poder pasar tiempo con su padre, pero fue terrible ver gran parte de la ciudad en ruinas. «Más vale acabar cuanto antes y que veas el desastre nada más llegar», le dijo su padre mientras el coche los conducía por los barrios más afectados.
En esa ocasión se trataba del hotel de su padre, el Flanagans. Ya tenía veintiún años y era lo bastante adulta para aquella conversación que sabía que él quería mantener.
Si al menos se hubiera sentido algo más a gusto en Inglaterra, más como en casa…
Su padre tenía su residencia en el Flanagans, y Linda, una suite encantadora, lo cual era maravilloso, eso por descontado. Pese a todo, ella era allí una extraña, una invitada, aunque su padre fuera el dueño de todo. O, al menos, de la mayor parte.
Su tía y los primos Laurence y Sebastian, que eran los otros propietarios del hotel, odiaban a Linda, nunca tenían una palabra amable. El peor era Laurence, cinco años mayor que ella. Linda no comprendía qué había podido hacerle para merecer sus maldades. Y Sebastian no era mucho mejor, en realidad, a pesar de que tenían la misma edad y habían jugado mucho juntos de niños. Como quiera que fuese, nunca le llevaba la contraria a su hermano mayor, ni siquiera cuando peor se portaba. Era una familia espantosa. Espantosa. Linda había lamentado en secreto que Laurence no hubiera sucumbido en la guerra; lógicamente, se había librado sin un rasguño. Luego se avergonzó, no estaba bien desearle la muerte a la gente. Pero un rasguño…
Ahogó un sollozo y puso rumbo con la bicicleta a la estación de autobuses. «Dios mío, haz que la abuela y papá vivan por siempre jamás, no soportaré quedarme sola…»
Por primera vez en la vida deseó tener a alguien a quien querer y que la quisiera. Alguien sobre quien recostar la cabeza, que la rodeara con su brazo y le dijera que todo iba a salir bien.
Hubo un tiempo en que creyó que había encontrado al hombre de su vida, pero el compromiso con Johan resultó ser un completo desastre.
Al principio era muy cariñoso. Sus padres eran encantadores, y eso no era un detalle menor, pensó Linda cuando él le aseguró que quería tener «mujer y también un par de críos». Se prometieron en secreto. Allí esas cosas no tenían demasiada importancia. Por aquel entonces habían reclutado a la mayoría de los hombres, y su novio no fue ninguna excepción.
El primer golpe, y también el último, se produjo una semana antes de que volviera a la frontera noruega. ¡Pumba!, le dio sin más, justo en la sien.
Ella se tambaleó y se agarró a la mesa de la cocina sin comprender lo que había ocurrido. ¿Acaso había tropezado? Solo después de salir de la casa comprendió que él la había golpeado tan fuerte que había perdido el equilibrio.
Se fue derecha a casa, le dijo a la abuela que no le abriera la puerta a Johan y no hicieron falta más explicaciones. La abuela le cerró la puerta para siempre.
Durante un permiso, aproximadamente un mes después, Johan dio un traspié y cayó al mar. Fue a vaciar las redes del bote de Axel, pero debía de estar borracho. El barco lo encontraron ese mismo día, vacío, y el cadáver apareció unos días después en la orilla, junto a la fábrica de conservas de arenque.
—Bien, ya te has librado de él —dijo la abuela con su habitual laconismo. Podía parecer fría, pero bajo aquel vestido latía el corazón más cálido de toda la región de Bohuslän. Aunque no para aquel que maltratara a su nieta.
Desde entonces, Linda se había vuelto resistente al amor. Era una soltera convencida que no añoraba en absoluto la compañía masculina. Sin embargo, de pronto deseaba que alguien, aunque fuera feo y calvo y un carcamal, la protegiera bajo sus alas. Amor no necesitaba, solo a alguien que la cuidara un poco.
Bien sabía ella lo que el destino le tenía reservado el día que falleciera su padre. Heredaría la mayor parte del Flanagans, y la idea era que ella lo regentara siguiendo su estela.
Nada en el mundo se le antojaba más horrendo.
¿Qué iba a hacer ella con un hotel? Jamás se había atrevido a preguntárselo a su padre, pero sí lo pensaba cada vez que surgía la conversación:
—Tenemos que hablar del Flanagans, Linda. No sea que el día que yo ya no esté te pille totalmente desprevenida.
Se vería obligada a vivir en el corazón del barrio más elegante de Londres, rodeada de una estricta etiqueta cuyas normas aún no había logrado comprender. El hotel de su padre disponía de ciento treinta y seis habitaciones distribuidas en siete plantas, un personal que se quejaba de absolutamente todo y un restaurante considerado como uno de los mejores, pero Linda jamás logró entender por qué, dado que ella prefería el arenque asado con espinacas a la crema.
Su padre amaba el Flanagans por encima de todas las cosas. A veces incluso se le llenaban los ojos de lágrimas al tocar las paredes y recordar todo lo que había sucedido allí. Miembros de la realeza que se habían alojado en el hotel saliendo y entrando con toda discreción por la puerta trasera, bodas de alto postín cuya celebración había corrido por cuenta de la novia y lujosísimas fiestas cuyo anfitrión y centro era su padre. «Si las paredes hablaran…», solía decir.
Mientras permanecía en el apartamento de su padre, Linda se encontraba bien. Era un hombre generoso, bullicioso y amable y, cuanto más bebía, más amable se volvía.
La joven había oído a su tía cuchichear acerca de la incapacidad de su padre para llevar la gestión del hotel, pero ¿de verdad sería tan grave?
EL MUELLE DONDE estaba atracado el SS Britannia se veía lleno de gente despidiéndose. La mayoría, seguramente, decía adiós a quienes continuarían viaje desde Inglaterra a Estados Unidos y estarían fuera mucho tiempo, pensó Linda. Sería ridículo, si no, tanto adiós por un simple viaje al Reino Unido. Aun sin querer, vio cómo los hombres metían con disimulo las manos bajo los abrigos de las mujeres. Alguna sacaba un pañuelo del bolsillo y se secaba las lágrimas de las mejillas. Una pareja se besaba abiertamente, sin atisbo de pudor. Linda hizo un esfuerzo por apartar la mirada. Quién habría hecho algo así en casa…
Un hombre con sombrero de fieltro se abrió paso para subir la pasarela adelantándose a Linda, y ella vio furiosa sus anchas espaldas mientras se alejaba. «Menudo patán», se dijo. Ni siquiera se había disculpado. Los faldones del abrigo iban aleteándole a los costados mientras avanzaba con la maleta en la mano. El barco tardaría aún una hora en salir del puerto, así que no había ningún motivo para tanta premura.
A Linda le dieron la llave de su camarote, que encontró al fondo del pasillo. Colgó el abrigo en el armario, se quitó la aguja del sombrero y lo dejó en el estante. La blusa blanca lucía impecable, al igual que la falda de algodón. No tendría que cambiarse para la cena; aquella ropa encajaba perfectamente. Bastaría con lavarse un poco y quizá ponerse una gota de perfume detrás de la oreja.
Sacó de la maleta lo que iba a necesitar durante el viaje: la bolsa de aseo, un par de blusas, cuyas arrugas desaparecerían si las colgaba y las alisaba un poco con las manos húmedas; un par de zapatos de tacón, algo más ligeros; unas horquillas para el pelo y un bolsito que podía llevar colgado de la muñeca. En él llevaba el lápiz de labios, el monedero y un libro.
La inquietaba pensar en lo que la aguardaría a su llegada a Londres. ¿Estaría muy enfermo su padre? Él jamás la habría hecho ir allí si no fuera grave. En todo caso, la habría invitado, le habría dicho que echaba de menos su risa y que ya era hora de que la modista le hiciera un precioso vestido nuevo. Le gustaba tenerla a su lado, y hasta Linda se daba cuenta de lo orgulloso que estaba de ella. «Pobre papá. Ojalá no te encuentres tan mal como temo», pensó la joven.
Por el ojo de buey del camarote vio que el barco se alejaba del puerto. En el muelle solo había mujeres diciendo adiós. Los pocos hombres que habían ido a despedir a su amor se habían marchado en cuanto ellas subieron a bordo.
El barco iría, como de costumbre, lleno de hombres, pero, naturalmente, eso a Linda la traía sin cuidado.
Se apresuró por el pasillo de la cubierta superior camino del restaurante, estaba hambrienta y preocupada, y le iría bien mover las piernas. La puerta de un camarote la obligó a detener su marcha de forma tan imprevista que cayó hacia atrás en medio del pasillo.
Un hombre de alta estatura la miraba desde el umbral de la puerta abierta.
—Pero, mujer, por el amor de Dios —dijo en inglés—. Vaya más despacio. ¿Es que cree que puede llegar a Londres corriendo?
Linda lo observó desde el suelo. ¿Estaría loco? Hoy ya era la segunda vez que aquel hombre se comportaba de una forma tan desagradable. Se cubrió las rodillas con la falda tan dignamente como pudo, pero sabía que se le había visto casi todo… Con toda probabilidad, aquel sujeto habría visto un liguero con anterioridad, pero, en cualquier caso, ella se sentía abochornada. Qué hombre tan horrible.
Enarcó una ceja y alargó la mano para ayudar a Linda a levantarse, pero ella no aceptó su cortesía. Se apoyó en la pared y, después de haberse incorporado, buscó el bolso con la mirada. Él se agachó y lo recogió del suelo.
—Tenga algo más de cuidado la próxima vez, miss —dijo alargándole el bolso. Luego sonrió—. Claro, lógicamente no entiendes ni una palabra de lo que digo. Por desgracia, yo no hablo sueco.
Linda hizo un esfuerzo por contener la irritación que sentía. Aquel hombre era uno de tantos ejemplares sin educación. Americano. Seguro que de alguna familia que se las daba de fina. Había conocido a muchos como él en el hotel de su padre y los reconocía enseguida. Alguien así no habría durado mucho en el pueblo; allí la gente daba de lado a quien se creyera mejor que los demás.
Le dedicó una gélida sonrisa por toda respuesta y, con paso resuelto, se encaminó al restaurante. El que uno de los tacones, aun no siendo estos muy altos, se le hubiera torcido al caer y la obligara a cojear un poco resultaba, claro está, un tanto humillante. Cuando oyó una risotada a su espalda, no pudo ya contener la ira.
—¡Debería darle vergüenza! —dijo airada en un inglés perfecto—. Primero me empuja al subir a bordo, y ahora me hace caer al suelo y ni se disculpa siquiera. No es usted el único pasajero de este barco, quizá debería tenerlo en cuenta. Todo el mundo no es tan… tan alto como usted.
Él se apoyó en el marco de la puerta del camarote y se quedó observándola. La recorrió de pies a cabeza con mirada atenta.
Linda notó el calor que le subía por el cuello y supo que, si no se marchaba de allí enseguida, no tardaría más que unos instantes en ponerse totalmente colorada. Le dedicó la mirada más iracunda que pudo antes de dar media vuelta con el único tacón que le quedaba y marcharse cojeando de allí en dirección al restaurante, mientras se sonrojaba entera.
—Un inglés perfecto. Vaya. Nos vemos en el restaurante —dijo el hombre mientras ella se alejaba y tomaba la decisión de no pedir más que una sopa.
Ese sería sin duda el plato que menos tardarían en preparar los cocineros.
CUALQUIERA DIRÍA QUE hubieran tenido que capturar el bogavante antes de preparar la sopa, pensó Linda cuando el americano apareció junto a su mesa, que era para dos.
—¿Puedo sentarme? —preguntó al tiempo que retiraba la silla—. Es obvio que debo empezar diciendo que lo siento —le dijo sonriendo mientras se sentaba—. Tiene usted toda la razón, debería ir con más cuidado. —Le tendió la mano—. Espero que pueda aceptar mis disculpas. Me llamo Robert Winfrey.
Linda las aceptó y le estrechó la mano con desgana. No pensaba darle un caluroso apretón. Ni siquiera le había dicho que pudiera sentarse.
—Linda Lansing —dijo ella.
—Miss Lansing, ¿puedo llamarla Linda?
Ella se encogió de hombros, no le importaba en absoluto cómo la llamara. Lo observó con disimulo.
«Parece… hambriento», fue la impresión de Linda, y se quedó helada al recordar la escena del pasillo. Su ropa interior totalmente a la vista. Dios, qué vergüenza. ¿Aquel tipo no creería que…?
—Prefiero miss Lansing —respondió decidida.
—Muy bien —dijo el americano—. En todo caso, yo quiero que usted me llame Robert.
Hizo un gesto a un camarero, que acudió en el acto. A Linda no le cabía duda de que todo el mundo reaccionaba igual en cuanto él reclamaba su atención. A pesar de ser insufribles, los hombres de esa clase siempre parecían conseguir exactamente lo que querían. El pelo perfecto, la dentadura perfecta, el traje perfecto… Si hubiera sido algo más agradable, le habría parecido incluso guapo, pero esa forma de ser tan insoportable excluía tal posibilidad. Pidió la cena y asintió cuando el camarero preguntó si ella lo esperaría para que pudieran cenar juntos.
¿Por qué no dijo nada? Debería haber protestado. De hecho, estaba muerta de hambre.
—¿Adónde viaja, miss Lansing? Su inglés es muy bueno, aunque adivino cierto acento escandinavo.
Linda podía responder o guardar silencio en una especie de protesta infantil. Se retorció un poco en la silla.
—Voy a Londres a ver a mi padre —dijo al fin.
—Comprendo. ¿Y vive usted en Gotemburgo?
Ella meneó la cabeza.
—No, más al norte.
Seguramente, el americano esperaba que ella le preguntase qué hacía él en aquella parte del mundo. En condiciones normales, le habría interesado saberlo. Las personas que viajaban mucho siempre tenían anécdotas interesantes que contar, pero lo que ella quería en aquellos momentos era, en primer lugar, que le sirvieran la sopa, y luego, irse a dormir. No le importaba en absoluto su vida, ni aunque hubiera recorrido China entera.
—Yo estoy haciendo un viaje alrededor del mundo —dijo él, y se retrepó un poco en la silla, como si se estuviera preparando para una larga conversación.
—Ya —respondió ella con desinterés.
—Soy fotógrafo, pero ahora trabajo en el sector aeronáutico —dijo sin reaccionar lo más mínimo a su indiferencia—. ¿Usted vuela mucho, miss Lansing?
Ella lo miró horrorizada.
—La verdad es que no me explico cómo se atreve la gente. Por lo menos yo no pienso volar jamás, eso es seguro. Es totalmente incomprensible que esos aviones tan grandes suban por los aires.
Él se echó a reír.
—No hay ninguna diferencia entre esos aviones y los pequeños. Compare un barco pequeño y uno grande. Los dos flotan. Un avión grande se deslizará por el aire con sus alas gracias a la velocidad, exactamente igual que uno pequeño. Muy interesante, ¿no le parece? Si quiere puede venir a volar conmigo un día. —Sonrió convencido de que se trataba de una propuesta excelente.
Ella se estremeció.
—Desde luego que no —dijo Linda—. Prefiero el agua y las carreteras.
—¿Tiene usted permiso de conducir? ¿Tiene coche? Hoy es común entre las jóvenes.
Negó con la cabeza.
—De ninguna manera.
—¿No ha conducido nunca? ¿No ha probado siquiera? —El americano se giró un poco para que el camarero, que iba a servirles el vino, tuviera más espacio. Linda cubrió su copa con la mano cuando él le acercó la botella.
—No, gracias —dijo con una sonrisa—. Solo quiero agua.
—Nunca ha conducido un coche, no parece interesarle viajar y no bebe vino —dijo. Retiró ligeramente la silla y cruzó las piernas. Se la quedó mirando con una expresión insondable—. Hábleme de usted, miss Lansing. No puede ser que esté simplemente esperando a casarse, ¿verdad? —La miró con una amplia sonrisa y alzó la copa.
¡Qué desfachatez, pensar que lo único que las jóvenes tenían en la cabeza fuera el matrimonio! Después del trabajo, Linda iba cada día a casa de la abuela, le ayudaba con la comida, fregaba los platos, leía algún libro… Otras chicas se casaban y tenían hijos, pero eso a ella no le interesaba. Ya no.
Además, el americano estaba equivocado. Se mostraba encantada con la idea misma de viajar, pero no podía dejar a la abuela. Simplemente, era imposible, aunque ella le habría dicho «¡Vete!», si hubiera sabido lo que su nieta tenía en mente. Por eso no le hablaba de su deseo de nuevas experiencias. Lo que hacía era sacar de la biblioteca libros que trataban de Italia, Francia y España. Le parecía de lo más exótico. Quizá pudiera ir allí algún día, en tren no serían más que unas jornadas de viaje. Ahora, sin embargo, lo que tocaba era centrarse en Bergsbacka y Londres, y en los dos enfermos a los que debía atender, no en la Riviera francesa y el Mediterráneo. Y, además, ¿qué iba a hacer ella allí? Casi seguro que sentirse perdida. Aunque si pudiera ir con alguna amiga… Alguien más echada para delante que ella.
Linda alzó la barbilla.
—Lo siento, señor Winfrey, pero usted y yo no nos conocemos, y creo que el modo en que yo viva mi vida no es asunto suyo —dijo con altanería.
Él se echó a reír.
—Perdón, soy demasiado directo. Quizá pueda achacarlo al hecho de que soy americano —sonrió—. Lo que pasa es que me agrada lo distinta que parece usted de las jóvenes que conozco aquí y allá. Menos aduladora. —Y volvió a sonreír abiertamente.
Los interrumpió la comida, que les sirvieron en ese momento, y cuando Linda vio el pescado que el camarero le servía a Robert se arrepintió de su elección. El caldo rosáceo del cuenco que tenía delante no podía compararse con el pescado blanco enrollado con esmero y colocado sobre un lecho de salsa blanca que contenía el plato de su compañero de mesa. Al lado pusieron una bandeja con puré de patatas. Pommes duchesse, lo llamaba su padre.
Comieron en silencio. Es decir, ella guardaba silencio. Él gemía disfrutando de cada bocado y emitía unos sonidos que, por algún motivo, la llenaban de turbación. «Debe de estar riquísimo», pensó Linda con envidia. Su sopa también estaba rica, sí, pero no quedó saciada ni mucho menos. Decepcionada, partió un trozo de pan y se lo llevó a la boca. En aquellos momentos, habría sido capaz de matar por una patata. Lo veía cerrar los ojos cuando la comida le alcanzaba la boca. ¿Cómo pudo ser tan tonta como para pedir sopa?
—Me quedaré unos días en Londres. ¿Podré verla, miss Lansing? Me gustaría mucho charlar un poco más —dijo Robert dejando los cubiertos en la mesa. La observó con una mirada difícil de interpretar.
Ella negó resolutiva con la cabeza. El pan se le hacía bola en la boca. Tomó un trago de agua e intentó tragar.
—No —dijo ahogando un golpe de tos—. Voy a ver a mi padre. Usted y yo nos despedimos aquí y ahora, porque ya he terminado de comer —respondió y dejó la servilleta en la mesa—. Encantada de conocerlo. —Se levantó tan rápido que a él no le dio tiempo a hacer lo propio—. Suerte con sus fotografías de aviones.
Al pasar ante el camarero le pidió que pusiera la sopa en su cuenta y volvió cojeando al camarote. Lo primero que tendría que hacer en Londres sería llevar los zapatos al zapatero de su padre. Era el único par que se había llevado. Solo allí se atrevía a usar tacones. En Bergsbacka, con los guijarros, era mejor ir con zapato plano. Por más que le gustara la idea de culpar de todo al señor Winfrey, tuvo que reconocer que los tacones tal vez no fueran lo más adecuado para aquellas piernas desgarbadas, de una delgadez tan poco femenina, porque con ellos era incapaz de andar como la gente normal.