—HE INVITADO A venir a Grant, el amigo de Robert, ¿te importa? —preguntó Linda después del desayuno.
—No, claro que no, la mayoría de los hombres han visto a una mujer que ha sufrido una agresión.
Había vuelto a sus comentarios mordaces, lo que Linda tomó como una señal de que su amiga se iba recuperando poco a poco. Mary empezaba a estar enfadada. Ante todo, con su marido, que no era capaz de asimilar lo que le había ocurrido, y por supuesto, con Laurence.
—Es verdad que Laurence me ha dado una parte del Flanagans —dijo—. Pero ¿qué impide que yo le pegue un tiro?
—Nada. Dispara todo lo que quieras. Entonces, ¿te parece bien que hable con Grant aquí, en lugar de en el despacho?
Linda temía lo que aquel hombre tuviera que contarle. Le horrorizaba la idea de enterarse de pronto de que Robert tenía mujer e hijos en algún lugar del mundo. O de que hubiera otra mujer en su vida, alguien que no se le encaramaba cuando iban en el mismo vuelo, y ahora iban los dos rumbo a algún destino exótico con él al mando del avión.
Pero no, Robert no era así. Linda respiró hondo tratando de calmarse. Él era diferente. ¿O serían solo sus sentimientos por él los que lo presentaban así? No quería dudar de su sinceridad, de ninguna manera, pero ¿cómo saber si alguien había dicho la verdad? Aquello por lo que Mary acababa de pasar era una prueba más de la naturaleza traicionera de los hombres, pensó Linda mientras se dirigía inquieta a la puerta para abrirle a Grant.
—Pase —le dijo—. Tengo aquí a Mary, mi amiga y socia. Se está quedando conmigo unos días.
Grant puso cara de espanto al ver a Mary, que se acercó para darle la mano.
—¿Quién demonios le ha hecho eso? —le preguntó.
Mary hizo un gesto con la única mano que podía mover para restarle importancia.
—Linda ha procurado que pague. Con una quinta parte del Flanagans —dijo Mary sonriendo con cuidado, para que no se le volviera a abrir la herida del labio—. Yo también conozco a Robert. ¿Qué le ha pasado? ¿Has averiguado algo?
Mary se adelantó cojeando en dirección al salón, y Grant se acercó un poco más a Linda:
—¿Ha recibido ese tipo suficiente castigo? Yo tengo gente que… en fin, ya me entiende.
—El problema es que ningún castigo es suficiente —le respondió Linda en un susurro—. Sin embargo, creo que verse obligado a renunciar al Flanagans le ha dolido bastante.
—Bueno, en todo caso, no tienes más que decirlo.
Ella asintió.
—Claro, pero, dígame, ¿ha tenido noticias de Robert?
Grant negó con la cabeza.
—No, y es de lo más extraño. Ha desaparecido, simplemente. En su compañía nadie sabe dónde se ha metido, y la última noticia que tuve es que se dirigía hacia aquí. Apenas había aterrizado en Nueva York cuando decidió regresar enseguida a Inglaterra.
—¿En avión?
—Sí, claro. A nado no vino. Pensaba venir en su propio avión.
Su risa resonó ruidosamente entre las paredes. Mary levantó la vista con expresión divertida, pero volvió a ponerse muy seria.
—Tal vez decidió tomar un barco —sugirió.
—No, quería tener el avión en Londres. Según su secretaria, tenía planes de quedarse una temporada. Dijo que pensaba vivir aquí, con usted, Linda. Según la joven, le habló con toda franqueza.
—Ya… Entonces… ¿no tiene mujer e hijos escondidos en alguna parte?
Una vez más, el americano volvió a reír de buena gana.
—¿Robert? No, no, qué va. Yo he tenido mujer, novia y amante al mismo tiempo, pero ese no es el estilo de Robert.
—Bueno, al menos es sincero —le dijo Linda.
—No hay por qué mentir. Ni siquiera les mentí nunca a ellas: estaban conmigo solo porque estoy podrido de dinero, no porque sea un hombre atractivo. En fin, ya lo ven por sí mismas. —Sacó un puro del bolsillo de la camisa—. ¿Puedo?
Linda asintió.
—Adelante. —Luego cayó en la cuenta—: Madre mía, si no le he ofrecido nada de beber… ¿Qué le apetece?
—Un café. Tengo muchísimas ganas de tomarme una copa, pero he llegado a un acuerdo conmigo mismo y no empiezo a beber hasta después del almuerzo.
Linda llamó, pidió un café y sirvió agua con gas para ella y para Mary.
Grant agitaba el puro de un lado a otro:
—¿De qué estábamos hablando? Ah, sí, de dinero.
—De eso no hablamos nunca en Inglaterra —intervino Mary, e hizo una mueca de dolor cuando se inclinó en busca del vaso de agua—. Aunque es muy divertido que otros lo hagan.
—Esta es mi primera visita a Europa, así que no sé muy bien cómo es la gente aquí. Eso sí, en mi país hemos oído contar cosas terribles de los europeos.
—Pues debes saber que los ingleses somos muy distinguidos, nos creemos superiores al resto de los habitantes de Europa, tenemos un montón de normas que hay que observar, las mujeres nos casamos con hombres mucho mayores y sentimos predilección por hablar mal de nosotros mismos. —Mary sonrió como pudo—. Así que usted es, sin duda, un soplo de aire fresco.
—Madre mía, qué panorama más aburrido.
—Sí, lo es. Seguramente por eso nos gusta beber. Así resulta más aceptable comportarse como una persona normal.
—Entonces, usted es rica, ¿no? —preguntó mirando a Mary, que, pese a los moretones, parecía la lady que de verdad era.
—Mi marido es rico. Bueno, estamos separados. Tiene de todo. Tierras, palacios, dinero.
—Ya. ¿Dinero heredado?
—Sí, la mayor parte. Mi esposo administra su hacienda, como hicieron sus antepasados y como harán nuestros hijos, llegado el momento.
A Mary se le ensombreció la mirada. Linda sabía cuánto echaba de menos a los chicos, pero mientras tuviera el cuerpo lleno de cardenales, no quería verlos para evitar que se asustaran.
Grant asintió.
—¿Firmaron algún acuerdo económico?
—Sí, desde luego. Yo no recibo ni un céntimo si nos separamos, pero él no quiere el divorcio. Quiere guardar las apariencias, fingir que seguimos juntos, y en el Royal Meeting de Ascot del año que viene supongo que nos sentaremos juntos en el palco familiar, cada uno con su sombrero a cuál más raro. En fin, ya me entiende…
—Por supuesto, pero, entonces, ¿el que la agredió no era su marido?
—No —le respondió Mary con una sonrisa—. Era un pretendiente que no supo encajar un no. Y, según mi marido, la culpa es mía.
—En otras palabras, su marido es un señor mayor, seguro que impotente, y su pretendiente no es capaz de controlar su mal humor, ¿estoy en lo cierto?
—Algo así —le respondió Mary con una sonrisa tristona.
LINDA LOS DEJÓ charlando mientras ella pensaba en sus cosas. ¿Dónde se habría metido Robert? Su instinto no le auguraba nada bueno. Ojalá no le hubiera ocurrido nada malo, pero, si llevara dos semanas en Inglaterra, ¿no la habría llamado ya? Él le había contado a Linda que a veces se sentía mal, que, en esas ocasiones, ni siquiera una sonrisa suya ayudaba, pero ¿sería eso lo que le ocurría? ¿Habría sufrido uno de esos bajones y necesitaba estar solo?
Ahora que Mary era copropietaria del Flanagans, podían crear algo fantástico las dos juntas, pero ¿cómo iba a alegrarse Linda de ello, si no sabía lo que le había ocurrido a Robert? No le quedaba más remedio que seguir adelante, desde luego. No había alternativa. Mientras Mary se encontrara así de débil, ella tenía que ser la fuerte, por preocupada que estuviera.
Miró discretamente a su amiga, que parecía agotada.
—Grant, nada más lejos de mi intención que echarle de aquí, pero Mary tiene que descansar: órdenes del médico.