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—LAURENCE SE HA llevado a sus hijas, ha dejado Londres para vivir en la Riviera —le dijo Sebastian a Linda. La llamó para preguntarle si no podían verse, y se notaba que estaba conmovido por lo que había ocurrido últimamente en el seno familiar.

—Tus hijastros no llegarán muy lejos sin nosotros y nuestro dinero, así que no habrá ningún nuevo Flanagans, no te preocupes. Al menos, no por ahora. Han comprado nuestra parte del restaurante y seguirán llevándolo ellos —continuó.

Se inclinó para acercarse un poco a ella.

—¿Cómo se encuentra lady Mary?

A Linda no le resultaba fácil responder a aquella pregunta. Mary estuvo en la mansión y vio a sus hijos, con George muy serio a su lado en todo momento. El lord se quedó casi conmocionado al ver que Mary iba acompañada de un guardaespaldas, y le dijo que, por descontado, no era necesario.

Mary pudo disfrutar de una hora a solas con sus hijos, que no le hicieron tantas preguntas como ella temía. Se quedaron sentados a una mesa muy quietecitos, tomándose un zumo y conversando educadamente, tal como le contó luego a Linda. Aquellos dos elementos, a los que ella nunca logró educar…

—¿Qué les has dicho a los niños? —le preguntó Mary a su marido después de verlos.

—La verdad.

—O sea…

—Que nos has dejado.

—¡Eso no es lo que ha ocurrido! Más bien has sido tú quien me ha echado de casa.

—No sin razón.

—Él me agredió, y tú te pones de su parte —le dijo casi a gritos.

—Una señora no se pone en semejante situación.

Entonces vio a los niños en el umbral, aunque demasiado tarde. El modo en que la miraban… Mientras le contaba a Linda la visita, acudieron las lágrimas.

—Nunca jamás me perdonarán —se lamentó.

—Claro que sí, cuando comprendan lo que ha hecho su padre. Les llevará tiempo, pero volverán, ya lo verás.

Sebastian meneó la cabeza con gesto cansado cuando Linda le explicó cuál era la situación de Mary.

—Siempre igual, el dichoso miedo al escándalo. Tú sabes bien cómo han sido las cosas en la familia Lansing. La importancia de las apariencias. Mamá se moriría si alguien averiguara lo que ha hecho Laurence, pero algo hay que decirle —aseguró haciendo un gesto de advertencia—. En el contrato de cesión del Flanagans prometiste que nunca mencionarías por qué traspasamos nuestras acciones a lady Mary, así que no disponemos de esa arma. Nunca podrás volver a usarla contra Laurence. Y te garantizo que ahora mismo, en la Riviera, él se lame las heridas mientras planea la venganza. Ten cuidado, Linda, sé bien de lo que es capaz. —Sebastian se levantó, antes de continuar—: Lo tendré vigilado en la medida de lo posible, porque nuestra relación ya ha muerto. Detesto a mi hermano tanto como tú. No puedo perdonarlo.

—¿Qué dice la tía Laura?

—No creo que quieras saberlo. Laurence es un ángel. Los demás tienen siempre la culpa de todo.

Linda alargó la mano para despedirse y lo miró a los ojos.

—¿Has hablado con Elinor?

—¿Sabes…? Pero… ¿qué quieres decir?

—Está embarazada.

Sebastian la miró perplejo.

—Y ese hijo es tuyo, ¿verdad? —continuó Linda.

No pudo articular palabra.

No era intención de Linda hacerle daño, al contrario, quería darle un empujón para que asumiera su responsabilidad. Había sopesado la posibilidad de no inmiscuirse, pero antes lo comentó con Mary.

—Entonces, ¿hay que dejar que se vaya de rositas? ¿Y la pobre Elinor tendrá que afrontar sola la situación? —le preguntó Mary. Y ahí tomó Linda la decisión.

Ahora vio claramente que Elinor no le había revelado lo de su embarazo a Sebastian, cuyas mejillas siempre sonrosadas y saludables se quedaron pálidas al oír la noticia. Empezó a girar el sello que llevaba en el dedo con tal violencia que Linda temió que se lastimara.

—Deberías hablar con ella —le dijo—. Y si decide abortar, debería hacerlo en una clínica de verdad, no en el barracón de un curandero.

 

 

LINDA IBA SENTADA al lado de George en el asiento trasero, mientras el taxista los conducía lejos del centro.

—¿Qué le está pareciendo el trabajo por ahora, George?

El hombre asintió con una sonrisa.

—Nunca había tenido un trabajo tan fácil, señora.

Pensaba hacer una visita muy breve.

Lo único que podía prolongarla era que Archibald Carlisle no estuviera en casa. Sin embargo, sí que estaba allí, y dado que era un auténtico noble británico, la recibió con una amabilidad exquisita.

Hasta que vio a George.

—Vaya, aquí está otra vez —dijo el lord con tono cansino.

Seguramente George era el primer hombre negro que ponía un pie en los dominios de los Carlisle, pensó Linda.

Con George a su espalda, Linda le hizo saber al marido de Mary que, si no modificaba el relato que había transmitido a sus hijos y, en lugar de denigrarla, alababa la conducta de su madre, ella convertiría su vida en un infierno alimentado por las llamas del escándalo. En sus manos estaba elegir.

—Tú ya tienes una edad avanzada, y tu mujer aún es joven. Cuando mueras, tus hijos heredarán tu fortuna, y ¿cómo crees que esas criaturas podrán administrar una hacienda como esta sin el apoyo de su madre? ¿Acaso te has parado a pensarlo? ¿O es que nunca piensas en los niños, sino solo en ti?

—Nadie te creerá —le respondió él con aire victorioso.

—Todos me creerán. Todos. —Linda sonrió—. Quizá no tenga que recordarte que al Flanagans vienen los londinenses más influyentes. Y vienen porque confían en mí. De modo que sí, todos creerán lo que les diga. Y doy por hecho que eres consciente del alcance del escándalo y que no tengo que añadir nada más.

Al día siguiente, el lord cambió de idea, llamó a Mary y le dijo que no perturbaría su relación con los niños.

—¿Te imaginas? ¡Ha cambiado de idea! —le dijo Mary llena de asombro—. Me pregunto por qué.

—Sí, la verdad, ¿por qué habrá sido?