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MIENTRAS INSTALABAN A Mary en la antigua suite de Linda, ella observaba a los huéspedes cómodamente sentada en el sofá que había delante de su despacho. Algunos deambulaban por el amplio pasillo, otros corrían subiendo y bajando las escaleras. Una pareja de enamorados se besaba junto a la balaustrada.

Linda dejó volar el pensamiento.

Pese a que intentaba no pensar en Robert, en cuanto tenía un segundo libre recordaba su cara y lo guapo que era. ¿Por qué no la llamaba? ¿Le habría ocurrido algo? Nadie sabía dónde se había metido, y la ausencia de noticias la carcomía por dentro. En la medida de lo posible, se centró en el objetivo de ayudar a otras personas que necesitaban su apoyo, y eso la distraía al menos de forma pasajera. Se alegraba muchísimo por Elinor y Sebastian. Y pensaba que tal vez él y ella podrían llegar a ser amigos y primos de verdad.

Alexander apareció subiendo las escaleras y le sonrió al verla sentada en el sofá. Le asignaría el puesto de jefe de recepción de forma permanente, aunque aún no se lo había comunicado. Cada cosa a su tiempo.

—Un telegrama —le dijo el joven al tiempo que le entregaba un sobre.

—Gracias, siéntate un momento —le respondió ella dando una palmadita en el asiento.

—Lo siento, pero no es adecuado —dijo él horrorizado.

—Estamos en 1960. Son nuevos tiempos. Siéntate.

El joven obedeció y Linda le preguntó:

—Emma y tú sois buenos amigos, ¿no es cierto?

Él asintió:

—Sí.

—Muy bien, pues quiero que sepas que se ha ido a casa de su familia y que permanecerá allí un tiempo. Parece ser que alguien ha enfermado. Yo me enteré ayer. Naturalmente, puede volver cuando quiera. Ya se lo he dicho a Elinor, y quiero que tú también lo sepas. Si alguien pregunta por ella, teníais que estar al corriente.

—Vaya… Yo… la voy a echar de menos. ¿Cree que querrá que la visiten?

—Pues no lo sé, pero podrías llamar por teléfono y preguntarle. En todo caso, yo espero que vuelva, así tendrás la oportunidad… —sonrió Linda—. Venga, ya puedes irte, déjame que lea el telegrama tranquilamente.

Con una sonrisa, lo vio bajar apresuradamente las escaleras mientras ella abría el mensaje.

 

Novedades de Robert.

Prepárate para lo peor. Voy camino de Londres.

Grant

 

Apoyó en el regazo la mano temblorosa.

 

 

GRANT ENCONTRÓ A Linda en la suite, donde lo esperaba preocupadísima desde que recibió el telegrama.

—Robert está ingresado en el hospital y lo acaban de trasladar a uno más cercano a Londres, donde son expertos en el tipo de lesión que sufre —le dijo—. Vamos allí ahora mismo, tengo un coche esperando en la puerta.

Linda iba medio corriendo camino de la salida al lado de Grant.

—¿Cómo lo has sabido? —le preguntó—. ¿Qué clase de lesión sufre? ¿Has hablado con él? Me asusté muchísimo al leer el telegrama.

Llegaron al coche y se acomodaron dentro.

—No, no he hablado con él. Le había prohibido a su secretaria que desvelara dónde se encontraba porque no quería recibir visitas, pero la presioné y al final conseguí que me lo contara.

Linda sintió una punzada de dolor, se le encogía el corazón.

—Tienes que comprenderlo —dijo Grant—. No quiere presentarse ante ti como un tullido.

—Yo nunca lo vería así —le respondió Linda desesperada.

—No, pero así es como se ve él —aseguró Grant dándole una palmadita en la mano—. No te apenes si no se entusiasma al verte.

Unos minutos más tarde entraban en la clínica.

Preguntaron a una enfermera que vieron por el pasillo.

—No quiere recibir visitas —les dijo tajante.

—Ya, bueno, pero resulta que yo he venido de Nueva York para verlo —dijo Grant—. Y si no quiere que monte una escena, más vale que me digas cuál es su habitación —le advirtió mirándola fijamente.

—Está visto que no hay un solo americano que sea agradable —masculló la mujer—. Habitación número veinte —dijo al fin—. Pero yo no he dicho nada.

—Esperaré fuera —le dijo Grant a Linda cuando localizaron la habitación—. Pasa tú.

Linda abrió la puerta despacio. Robert estaba sentado en una silla y miraba por la única ventana, que estaba entreabierta. Una delicada cortina aleteaba movida por la brisa.

—Robert —le dijo suavemente.

Él se sobresaltó, pero no respondió. Linda se le acercó despacio y entonces pudo ver las ruedas de la silla. Se detuvo y respiró para tranquilizarse antes de continuar. Las lágrimas le ardían en los ojos pugnando por salir.

—Robert —repitió.

Él giró la silla y sus miradas se encontraron.

—No quería que vinieras —le dijo él en voz baja.

Ella asintió. No podía hablar. Si él se lo pedía, se marcharía enseguida, se lo había prometido a sí misma. El nudo que se le había hecho en la garganta no paraba de crecer.

—Sin embargo, hace apenas unos días —continuó Robert—, conseguí hacer esto. —Se agarró a los brazos de la silla de ruedas y se impulsó hasta ponerse de pie—. Y ahora —continuó con la mirada fija en la de ella— no hay nada que desee más en el mundo que dar estos primeros pasos vacilantes hacia ti. Si consigo llegar a donde tú estás, ¿querrás casarte conmigo?

Ella asintió, las lágrimas le corrían a raudales por las mejillas y, cuando él consiguió dar los tres pasos que lo separaban de ella, hundió la cara en su pecho y lloró, lloró sin parar. Era como si la tensión de las últimas semanas estallara ahora sin que ella pudiera remediarlo.

—Solo puedo abrazarte con un brazo, el otro lo tengo roto —le dijo cariñosamente con la boca hundida entre su pelo—. Y creo que estoy a punto de caerme. —Se tambaleó de un modo preocupante, y ella se agarró aún más fuerte de su cintura—. Eso sí, lo digo en serio, miss Lansing, yo creo de verdad que deberíamos casarnos.

Ella sollozó con la boca pegada al pijama del hospital que le cubría el pecho.

—Bueno, pero que sea en la iglesia de Bergsbacka.

Él se rio de buena gana.

—En la iglesia de Bergsbacka, ¿dónde si no?