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Londres, 1949

 

 

 

MIENTRAS EL BARCO atracaba, Linda se abrió camino hacia la salida. Se sentía como si tuviera una piedra enorme en el estómago. Por lo general, le encantaba la idea de visitar a su padre. Él siempre era la primera persona a la que distinguía desde la cubierta cuando llegaba al puerto. Era imposible no verlo saludando y gritando desde abajo. Los demás pasajeros sonreían amablemente al ver cómo él la levantaba en brazos y daba vueltas y vueltas, hasta que ella, entre risas, le rogaba que parase.

Notó el ardor de las lágrimas en los ojos al pensar que, en esta ocasión, no sabía quién estaría esperándola. En todo caso, no sería su padre, de eso no cabía duda.

Sin ver lo que tenía alrededor, bajó despacio por la pasarela.

—Linda.

Levantó la cabeza al oír el tono imperioso de la voz. La tía Laura. Linda comprendió enseguida la gravedad de la situación. Su tía la rodeó muy seria con el brazo y la condujo hasta el coche de color negro que las estaba esperando, aunque, una vez dentro, abandonó la actitud benévola y retiró el brazo.

Ella misma y sus hijos, Laurence y Sebastian, se habían ido turnando en el hospital desde que el padre de Linda enfermó, le dijo su tía.

—Resulta de lo más extraordinario que su única hija haya tardado tanto en venir a verlo. —Empezó a quitarse los finos guantes negros de piel—. Es una suerte que su familia haya estado aquí con él, ¿no te parece?

Linda sacó el pañuelo del bolso. El bueno de su padre…

La tía Laura le dio una palmadita en el hombro.

—En fin, querida niña, pronto serás la heredera de la mayor parte del Flanagans. ¿Cómo lo ves, teniendo en cuenta lo poco que has estado en Londres y lo poco que sabes de cómo se regenta un hotel? Espero que tengas el talento suficiente para comprender que debes colaborar con tus primos. El hotel se encuentra al borde de la ruina, no lo conseguirás sin Laurence y Sebastian. Además, tu padre les debe muchísimo dinero, pagarés que mis hijos heredaron después de la muerte de mi marido. Me cuesta mucho creer que puedas pagarlos algún día.

Linda miró a su tía a la cara. A pesar de que ocultaba la mirada tras el ala del sombrero, se entreveía el brillo. Menuda arpía. Linda volvió la cara hacia la ventanilla del coche. La reconstrucción de Londres iba avanzando. Se había alegrado al comprobarlo ya en su anterior visita, pero ahora no le importó. Tampoco el hecho de que la primavera hubiera llegado allí antes que a Bergsbacka. Si ya nunca más iba a poder pasear por la ciudad con su padre, el tiempo que hiciera no tenía la menor importancia.

La invadieron los recuerdos de cómo la llevaba de la mano mientras paseaban durante horas y le hablaba de la ciudad.

Su historia favorita era aquella de cuando el abuelo, a la edad de doce años, conoció a Brenda Flanagan y se enamoró de aquella niña irlandesa en el acto. A pesar de que sus caminos se separaron cuando la familia de Brenda emigró a América, él nunca olvidó sus ojos verdes y su larga melena pelirroja, y cuando abrió el hotel, tuvo muy claro que le pondría el nombre de aquel primer amor.

—Y desde luego que quería a tu abuela —aseguraba el padre de Linda cada vez que le contaba la historia—, pero la pequeña Flanagan le robó el corazón, y por ella le puso el nombre al hotel.

Linda era una extraña en Inglaterra, pero su padre deseaba con todas sus fuerzas que le gustara y hacía todo lo posible para que se sintiera como en casa cada vez que iba de visita. Tomaban el té, iban a museos y a conciertos, y visitaban numerosos hoteles. Le había enseñado cosas que no le resultaban nada útiles en el pueblo, donde podía ser más ella misma. Era importante saber comportarse como una dama, le decía su padre. Si uno entendía cómo funcionaba la vida social, resultaba más fácil participar en ella.

Cuando se hizo un poco más mayor, después de la guerra, su padre la invitaba a cócteles y a cenar por ahí. Le brillaban los ojos de orgullo cuando la presentaba a sus amigos. Linda era consciente de lo mucho que la quería, y el sentimiento era mutuo. Su padre nunca llegó a darse cuenta de que ella no era tan extrovertida como él, o quizá sí, pero sabía qué era lo que necesitaba para poder desenvolverse en sociedad, aun siendo más reservada.

Pobre papá. Fue el mejor padre que pudo soñar, a pesar de que vivía al otro lado del mar.

Dejó escapar un sollozo. La destrozaba pensar que ahora se encontrara tan enfermo. Llevaba cerca de un año sin ir por allí; siempre tenía a mano alguna excusa, pues sabía que él quería hablarle del Flanagans. De cómo serían las cosas después, cuando él ya no estuviera. Ahora tal vez fuera demasiado tarde. La idea se le hacía insoportable.

—Te dejaré en el hospital, desde ahí ya te las arreglarás para ir al hotel después. Doy por hecho que tu suite seguirá intacta. No sé por qué habrá querido mi cuñado que así sea, cuando podría ofrecerse a los clientes y reportar más dinero al negocio. Roger Lansing tiene muchas cualidades, pero buen economista no es. Es débil, y una víctima perfecta para quienes quieren engañarlo, y bien saben los dioses que ha cometido errores. Si mi querido esposo estuviera vivo habría intervenido en las actividades de su hermano, naturalmente, pero las cosas son como son, y no será necesario que te diga que deberás dejar el poder en manos de tus primos.

Linda vio por el rabillo del ojo cómo levantaba su tía el ala del sombrero.

—Para tu información, te diré que Laurence asumió la responsabilidad de la dirección del hotel cuando tu padre enfermó. Tal vez deberíamos acordar en el acto que ese cargo sea permanente, ¿qué me dices? El veinte por ciento del Flanagans que poseen mis hijos los convierte en grandes propietarios, aunque tú heredarás de tu padre la mayor parte del negocio. En todo caso, supongo que tu plan es quedarte a vivir en… el pueblo. —Escupió aquellas palabras, como si no pudiera imaginar un lugar más repugnante que Bergsbacka.

 

 

—NO TIENE BUENA pinta —dijo el doctor.

Había llamado a Linda a su consulta de inmediato, y ahora la miraba con preocupación.

—Tu padre se ha descuidado. Mucho alcohol y poco sueño. Añade además las preocupaciones por la rentabilidad del hotel después de la guerra. Su corazón se ha visto sometido a demasiadas presiones.

—No entiendo… ¿está enfermo?

—Sí, muy enfermo.

Linda se levantó rauda.

—¿Podría verlo ahora mismo, por favor?

Iba tensa como una cuerda de violín cuando entró en la habitación donde yacía su padre. Siempre había sido un hombre fuerte e indestructible. Su enorme cuerpo y su risa franca nunca habían dejado de ser para ella una fuente de protección. En su regazo, envuelta en su abrazo, ningún peligro podría amenazarla.

Al entrar en la habitación, se estremeció como si se hubiera quemado. Su padre parecía muerto. Sabía que estaba vivo, pero…

Empujó el taburete y se sentó junto a la cama. Le estrechó la mano.

—Papá, ya estoy aquí —dijo tratando de que la voz sonara firme para infundirle fuerzas—. Tienes que luchar por recuperarte, papá.

—Eso es bastante improbable —dijo una voz desde la puerta, y Linda se volvió rauda. Laurence. «Ahora no, por favor, déjame que disfrute de un momento a solas con mi padre», pensó, pero no dijo nada. Se limitó a saludarlo con un gesto antes de volver de nuevo la vista hacia el enfermo.

—Mi tío ya ha cumplido en este mundo. Ahora solo queda ocuparse de su querido hotel —dijo Laurence. Se había acercado a Linda y le puso la mano en el hombro—. Tendrás que cedernos a Sebastian y a mí una parte del pastel algo mayor, supongo que es obvio incluso para ti.

Ella se sacudió para librarse de su mano.

—Deja de hablar de él como si no estuviera aquí —le dijo en voz baja.

—Es la realidad. Está en coma y no va a despertar —respondió Laurence—. Así que tenemos que hablar del Flanagans. Yo he asumido muchísima responsabilidad mientras tú te divertías en Suecia, y ahora quiero una recompensa. Haz como otras muchachas de tu edad, cásate con un buen hombre y ten un par de hijos, pero deja el hotel a mi cuidado y al de Sebastian. Así lo quiere tu padre, me lo dijo en varias ocasiones.

Aquello le parecía increíble, y no le sorprendería lo más mínimo que su primo estuviera mintiendo sobre su padre, incluso allí mismo, estando él presente.

—En ese caso, así lo habrá dejado dicho en el testamento —replicó Linda mirándolo a los ojos. Guardaba un parecido extraordinariamente desagradable con su madre. La nariz puntiaguda y la mirada sombría eran una copia de ella—. Y puesto que aún no es posible leerlo, habrá que esperar hasta que llegue el momento. Ahora quiero estar a solas con mi padre, así que si me disculpas…

Se giró y le dio la espalda a Laurence. Pobre papá, ¡mira que tener que oír aquellas conversaciones con lo enfermo que estaba!

Laurence se encaminó a la salida, Linda oyó cómo se alejaban sus pasos y entornó los ojos hasta que se cerró la puerta.

—Papá querido, tienes que ponerte bien, ¿no te das cuenta?

 

 

CHARLES, EL ENCARGADO de recepción, se apresuró a salir a su encuentro cuando volvió en taxi del hospital.

—Lo siento de veras, miss Lansing —dijo en voz baja mientras le ayudaba a salir del vehículo.

Era uno de los muchos empleados que llevaba trabajando allí toda la vida. Su padre quería muchísimo al personal, y ellos le correspondían.

Charles se encargó del equipaje y ella lo siguió al vestíbulo. Los empleados los miraban curiosos, y Linda les fue dedicando a todos una sonrisa. No creía que, por el momento, esperasen mucho más de ella.

Trató de reprimir las lágrimas mientras subía en el ascensor. Una planta más y, al salir, apenas era capaz de ver por dónde iba.

—Ya sabe dónde me encontrará, miss Lansing —dijo Charles en voz baja mientras dejaba la maleta en el suelo de su dormitorio—. Últimamente estoy aquí día y noche.

Linda tragó saliva y asintió.

—Su padre está… —Se le quebró la voz, pero no tenía que decir más. Meneó la cabeza despacio.

—Gracias, Charles —dijo Linda.

Una vez en el interior de aquel entorno tan familiar pudo quitarse los zapatos y dejar que las lágrimas de dolor cayeran en la lujosa moqueta. Se sentó en el sofá de terciopelo y contempló los tejados de las casas a través de la gran ventana circular. ¡Cuántas veces había esperado allí sentada a que su padre terminase de trabajar para poder hacer algo juntos! Él siempre tenía algún plan divertido y Linda recordó la alegría con la que ella lo recibía. ¿Se habría acabado todo ya? Resultaba imposible imaginar el Flanagans sin Roger Lansing.

Cuando cesaron las lágrimas fue al baño para lavarse. Se limpió el maquillaje que aún le quedaba con una toallita de felpa que había en una cesta junto al lavabo. Descansaría unas horas y luego volvería al hospital.

 

 

AL DÍA SIGUIENTE encontró a su padre sentado en la cama; quería una taza de té y, por alguna razón insondable, había vuelto a la vida.

—Qué alegría verte aquí a mi lado, Linda, yo creo que eres la medicina que estaba necesitando —dijo animado—. Ven y siéntate en el borde de la cama, y cuéntale a papá qué es de ti.

Y mientras comían scones solo con mantequilla, pues la mermelada estaba prohibida en el hospital, y los bañaban en grandes tazas de té, Linda le habló de su hogar, de la abuela y del viaje en barco desde Gotemburgo. Le ofreció una versión divertida de su encuentro con el tal Robert, al que había conocido a bordo, y su padre se rio de buena gana al oír cómo Linda se había alejado cojeando con el tacón roto.

—Los americanos son gente estupenda —dijo dándole una palmadita en la mano—. Quizá deberías de haber aceptado la sugerencia de quedar con él en Londres.

—Papá —dijo ella ofendida—. ¡Yo he venido a verte a ti!

—Ya, sí, claro, pero no estaría mal que conocieras a más gente.

Sufrió un golpe de tos y Linda se preocupó enseguida.

—Anda, túmbate —dijo mientras le quitaba la taza de té de las manos—. Tienes que descansar.

Claro que su padre tenía razón, en Londres estaba sola y dependía mucho de él, pero iba allí de visita para verlo a él.

—¿Cuánto tiempo debes permanecer en el hospital? —preguntó—. ¿Cuándo podrás volver a casa?

—Pronto, espero —dijo él sonriendo—. Mientras tanto tú puedes echarle un ojo por mí al hotel.

—Ten por seguro que sí —aseguró cruzando los dedos a su espalda—. Tenlo por seguro.

No pudo hablar con el médico de su padre antes de marcharse, tendría que intentarlo al día siguiente. Debían procurar que, al volver a casa, recibiera los mejores cuidados.

Aquella misma noche, ya tarde, llamaron a la puerta de la suite. Linda no se había dormido aún, pero estaba en la cama.

—Dese prisa, miss Lansing, su padre está peor.

Se bajó de la cama de un salto, se puso la ropa que tenía más a mano y corrió a abrir la puerta.

—¿Qué ha ocurrido? —preguntó aterrada a Charles, que estaba al otro lado. Echó mano del abrigo y del bolso a la carrera y se puso los zapatos.

—Venga conmigo.

Linda se puso el abrigo y el sombrero mientras bajaban en el ascensor. No se explicaba qué habría podido ocurrir. Cuando se vieron unas horas antes, su padre tenía las mejillas sonrosadas y estaba de buen humor, como de costumbre. ¿Habría sufrido otro ataque al corazón?

—No lo sé —dijo Charles mientras arrancaba el coche, que estaba aparcado a la entrada del Flanagans—. Lo único que me han dicho es que ha ocurrido algo y que debía venir a buscarla de inmediato.

Linda entró corriendo en el hospital rumbo a la habitación de su padre. «Por favor, Dios mío, por favor.»

El doctor la recibió en la puerta.

—Ha llegado la hora de la despedida —le dijo en voz baja.

—Pero ¡si ha estado comiendo scones! —respondió ella desconcertada.

—No se le puede negar a un hombre su último deseo —aseguró el doctor en el mismo tono.

—¿Y usted lo sabía en todo momento?

—Sí —dijo el médico—. Algo así como un último despertar repentino para despedirse de los seres queridos no es del todo infrecuente.

Linda se tambaleó, buscó apoyo en la pared. Todavía no, todavía no había llegado el momento. Su padre no, su querido padre…

—Lo siento, Linda.

No parecía capaz de recobrar el equilibrio, y cuando el doctor vio cómo se esforzaba, se le acercó y la sujetó por el codo. Muy despacio, la condujo hasta la cama de su padre. Ella se sentó en el borde. Le apretó la mano enorme entre las suyas.

—Estoy aquí, papá, por favor, ponte bien —le susurró.

Advirtió un temblor en sus párpados. ¿Acaso quería decirle algo? Se le acercó un poco más.

—¿Qué has dicho, papá?

—Cuídate… cuídate de… tus… primos.

Luego cerró los ojos y todo acabó.

 

 

LINDA ABRIÓ UN ojo, luego el otro. Los prismas de la araña de cristal brillaban a la luz que entraba por la ventana circular. Tenía la boca totalmente seca. Un mechón de pelo rizado se le había pegado a la frente. Le llevó un instante, luego lo recordó todo y se hundió más aún en la cama.

Su padre había muerto.

Él nunca tuvo miedo a la muerte. Tampoco la deseaba, pero decía que cuando llegara el día, podría ver por fin al gran amor de su vida. Había echado de menos a la madre de Linda desde que falleció, y nunca tuvo el menor deseo de volverse a casar. «Ella era la única», dijo en más de una ocasión.

Linda no la recordaba. Murió de gripe en Suecia tan solo unos meses después de que ella naciera. Sus padres la habían llevado allí para que la conociera su abuela materna, que acababa de quedarse viuda.

La abuela insistía en que la culpa de la muerte de su madre la tenía su padre. No debería haber permitido que su mujer y su hija recién nacida subieran a aquel barco. De nada sirvió que su padre afirmara que ella se había mostrado inquebrantable y se había empeñado en llevar a Linda a casa de la abuela; según ella, él habría podido impedir ese viaje.

A su padre le habría gustado que Linda se hubiera quedado a vivir con él en Londres, pero tuvo que rendirse. Sencillamente, la abuela se negó, y él tuvo que volver solo. En Bergsbacka quedaron su mujer, en el cementerio, y su hija, en brazos de su suegra.

¡Qué duro debió de ser aquel golpe! Solo durante la guerra dio gracias de que Linda viviera allí y se encontrara a salvo de los horrores que estaban ocurriendo en Londres. Cuando por fin pudieron volver a verse a finales de 1945, no quería hablar de ello. Había pasado, decía, y ahora había que reconstruir la ciudad. En eso se centraron los ingleses. Y también su padre. Sin embargo, él había perdido a muchas personas, hombres jóvenes que trabajaban en el hotel y que nunca volverían. Linda advirtió el dolor con el que se lo contaba, pero enseguida se le iluminaba el rostro y decía que a ellos al menos les quedaba el Flanagans.

Ahora ya no estaban ni su madre ni su padre, y esa idea fue la que finalmente la movió a levantarse de la cama. Puso los pies en la confortable moqueta. Antes de nada, debía enviar un telegrama a la abuela para contárselo, y decirle que no sabía cuándo podría volver a casa. Porque era allí donde debía volver al fin. No soportaba la idea de no estar con la abuela, que tan a duras penas había sobrevivido a su enfermedad. El hotel, Londres y sus horribles primos eran demasiado en esos momentos. A casa. Si pudiera ir a casa, podría volver a sentirse feliz algún día.

Pero no podía marcharse aún. En Londres había asuntos de los que debía ocuparse, porque, por incomprensible que pudiera parecerle, ella era la responsable de que su padre tuviera un entierro digno. Se acercó con paso lento hasta la maleta, que estaba justo detrás de la puerta, y empezó a deshacerla. Dos faldas, cuatro blusas y un vestido estampado de flores que, desde luego, no podría ponerse. Por supuesto, debía ir de negro, y no tenía nada apropiado para el luto, pero sí una blusa blanca y una falda negra, y con una chaqueta negra encima podría arreglárselas para empezar.

Revisó mentalmente cuáles debían ser sus próximos pasos: enviar el telegrama a la abuela, ponerse en contacto con el señor Martin, el abogado de su padre, y luego ir a comprar ropa adecuada. Además, en algún momento debería armarse de valor y entrar en la gran suite de papá, situada en la siguiente planta, aunque por ahora le costaba imaginar que llegara a conseguirlo.

En la recepción del hotel le ayudarían a enviar el mensaje a la abuela, y el despacho del señor Martin no se encontraba muy lejos de allí. Podía ir paseando en cuanto hubiera recobrado un poco las fuerzas. Había visitado aquel despacho con su padre infinidad de veces, y solía esperar en un sillón de piel que había en el rincón de la gran sala mientras los dos hombres, sentados a la mesa, hablaban de cosas muy importantes.

—Pero ¿te han dejado ahí sentada, pobre criatura? —le decía en alguna ocasión la mujer del abogado cuando iba a saludar a papá, y entonces se llevaba a Linda a la parte privada de la vivienda, situada junto al despacho—. Ven, vamos a tomar el té, has llegado en el momento justo. —Recordaba a la perfección cuánto le gustaba la señora Martin.

La amistad de su padre con los Martin, Andrew y Lola, se remontaba mucho tiempo atrás. Ahora Andrew se había quedado solo. Su encantadora esposa había muerto un año después de que terminara la guerra, y al parecer sus tres hijos, con los que Linda jugaba de niña, estaban a punto de independizarse.

Abrió los grifos de la bañera y fue en busca de la blusa blanca; la colgaría para que se alisara un poco con el vapor del agua caliente. Metió un dedo en la bañera humeante para ver si la temperatura era soportable. Mientras el agua seguía cayendo, encontró un bolígrafo en el escritorio y anotó lo que quería decirle a la abuela. Luego llamó a recepción y les pidió que subieran a buscar la nota.

 

Papá ha muerto. No puedo volver aún. Te avisaré en cuanto tenga noticias. Lo siento muchísimo.

Linda

 

No pudo hacer nada de lo planeado. Andrew Martin estaba de viaje y ella solo lo quería ver a él, de modo que no salió. Charles llamaba a la puerta varias veces al día, le llevaba té, comida y saludos de unos y otros. Durante esos días recibió muchas pruebas de lo querido que había sido su padre, y su pequeña suite se llenó de ramos de flores. Las muestras de condolencias llegaban sin parar. Fue un hombre con un corazón inmenso, y el hecho de que hubiera dejado de latir le dolía más que ninguna otra cosa en el mundo.

Pero también recibió dos cartas según las cuales era un alivio que hubiera muerto. ¿Cómo podía nadie escribir algo así? Las arrojó como si se hubiera quemado con ellas.

¿Quién la odiaría tanto?

Trató de leer un libro que llevaba allí desde su anterior visita, pero lo que más hacía era llorar. No era capaz de probar bocado y perdió varios kilos. La falda negra ya no le quedaba nada bien, lo comprobó cuando se subió la cremallera. Por otro lado, no tenía la menor importancia, porque, de todos modos, no quería que nadie se fijara en ella. Al contrario, no soportaba las miradas compasivas de los empleados. Sabía que, cuando por fin decidiera salir de la habitación, se encontraría con Laurence; y él era la última persona a la que quería ver.

El recuerdo de su forma de comportarse en la habitación del hospital la llenaba de indignación, una sensación agradable, por paradójico que pareciera. Su primo era un canalla. ¿No serían él y la tía Laura quienes enviaron aquellas cartas tan horribles? De ellos cabía esperar cualquier cosa. El hecho de que su tía hubiera ido a esperarla al muelle no era fruto de la consideración, sino de su preocupación por lo que habría dicho la gente si a Linda no la hubiera recibido su propia familia.

El señor Martin llamó nada más regresar a Londres. Estaba destrozado por la muerte del señor Lansing y le preguntó si quería que fuera al hotel o si prefería que se vieran en su despacho.

—No he salido desde que murió mi padre —dijo Linda—. Me vendrá bien un poco de aire fresco.

A fin de evitar las miradas de todos, salió por la puerta trasera, que utilizaban casi exclusivamente su padre y los amigos de este. Una vez en la calle, se detuvo y miró a su alrededor. ¿Dónde diablos se encontraba? Era su padre quien por lo general hacía de guía, así que nunca había tenido que pensar por dónde ir. Giró a la derecha, porque tenía la sensación de que era por allí, pero pronto comprendió que iba exactamente en la dirección contraria, y tuvo que volver sobre sus pasos. ¿Cómo lograría orientarse sin él? Notó bajo los párpados el ardor de las lágrimas.

Una eternidad después divisó el letrero del despacho de abogados y se reprochó el no haber caído en la cuenta de llevar un plano. En recepción los daban gratis, debería haber pensado en ello.

El letrero parecía nuevo, pese a que llevaba allí una eternidad. O al menos desde que Linda tenía memoria. MARTIN & CO - ABOGADOS.

Abrió la pesada puerta y cruzó una segunda que conducía al despacho de Andrew Martin. Aquel lugar sí que le resultaba familiar.

—Adelante —oyó una voz desde el interior y al abrir vio a la secretaria del señor Martin, que se acercaba a saludarla.

—Querida, qué triste saber que el señor Lansing nos ha dejado. —Su amable mirada rebosaba compasión—. Tu padre era un buen hombre. Todos pensamos lo mismo.

Linda se tragó el llanto que había contenido en la garganta durante todo el paseo, pero cuando el buen amigo de su padre abrió la puerta, no pudo más.

—Señor Martin —dijo entre sollozos.

—Tranquila, llora todo lo que quieras —dijo él sacando un pañuelo del bolsillo. Se lo dio y abrió los brazos—. Llora, ya hablaremos luego.

La secretaria seguía en el umbral.

—¿Queréis que os traiga una tetera y unas galletitas? —preguntó discreta.

Él asintió por encima de la cabeza de Linda.

Se sentía como una niña, no como una joven de veintiún años, cuando finalmente se sentaron cada uno a un lado de la espléndida mesa de madera oscura ricamente tallada. Llegó el té, que Andrew Martin sirvió antes de ofrecerle la taza en la bandeja.

—Quiero que a partir de ahora me llames Andrew. Ya eres adulta, y yo era el mejor amigo de tu padre.

Ella asintió y él continuó:

¿Has comido algo hoy? —Observó el escuálido cuerpo de la joven más o menos como lo hacía su abuela.

Linda sonrió por primera vez en todo el día.

—No. Qué suerte que tengas aquí estas galletitas tan ricas.

Se tomaron el té mientras conversaban. Andrew le preguntó por Bergsbacka, por la abuela, y quedó horrorizado al oír que Linda estuvo a punto de perderla a ella también. Cuando supo que al final todo había ido bien, suspiró aliviado.

—Tu abuelo murió en 1928, y tu madre al año siguiente. Un duro golpe tras otro para tu abuela —dijo meneando la cabeza.

—Sí, y encima tuvo que quedarse al cuidado de una niña de pocos meses. Fue difícil, pero también su salvación, según dice ella misma.

—Tu padre luchó por traerte —dijo Andrew—. Claro que eso ya lo sabes.

—Sí, por desgracia, la abuela y él nunca hicieron buenas migas. Ella considera que fue culpa suya que mi madre enfermara y nunca ha podido perdonárselo.

Los dos se quedaron pensativos mientras masticaban las galletas. Estaban buenísimas, y Linda se tomó una más.

—En aquella época era algo insólito que un hombre peleara por la custodia de un hijo —dijo el abogado al fin.

—Y aún lo es, ¿no? —observó.

Él asintió. Apoyó la cabeza en la desgastada piel del sillón.

—También es insólito que una mujer regente un hotel —dijo, y Linda comprendió que se acercaban a la razón de su visita. El hotel.

—¿Más té? —preguntó Andrew.

—Sí, gracias.

Le llenó la taza y la miró.

—¿Te sientes con fuerzas para hablar de negocios?

Ella se encogió de hombros.

—¿Acaso tengo elección?

—Sí, siempre y cuando nos reunamos otro día. Eso sí, tenemos que hablar. Hay muchísimas cosas que organizar, Linda. El hotel no va demasiado bien. Tu padre gastó dinero de más y, desafortunadamente, llegó a contraer una deuda con tus primos. Una deuda que ellos, por el momento, no han reclamado, puesto que son copropietarios del Flanagans. Ahora bien, el día que decidan… —En ese punto guardó silencio.

—¿Laurence y Sebastian podrían llevar el hotel a la quiebra?

Andrew carraspeó un poco.

—Algo por el estilo, sí. En todo caso, podrían forzar la transacción con la esperanza de que les vendas a ellos tu parte, pero su incertidumbre acerca de tu postura los retiene a la hora de exigirte el pago de la deuda, y han decidido esperar por el momento. Lo que más temen es, sin duda, que se lo vendas a un tercero.

 

 

CUANDO VOLVÍA CAMINANDO rauda al hotel, esta vez sin perderse, sabía que podía ir a cenar a casa de Andrew siempre que quisiera y, además, llevaba en el bolso un testamento y la llave de una caja fuerte. Lo que el amigo de su padre le había dicho no dejaba lugar a dudas, el mensaje era cristalino. Sus palabras aún le resonaban en la cabeza mientras avanzaba por la calle con premura. «Tienes que recuperar de inmediato el poder sobre ese hotel, que es tuyo, si no quieres perderlo. Laurence afirmará que no eres capaz de llevar las cuentas. Procura que se equivoque, Linda.»

Ella y Laurence se llevaban relativamente bien de niños, pero en la adolescencia algo cambió. Y era innegable que fue culpa de la tía Laura. De pronto, su primo le dejaba caer comentarios malintencionados, como aguijones, y la primera vez que sucedió, Linda se lo quedó mirando atónita pensando que habría sido un error. Pero no. Laurence se quejaba de su inglés y de la ropa que llevaba, le decía que era fea… Exactamente los mismos insultos que le había oído susurrar en voz alta a su tía aquellos fines de semana que se veía obligada a pasar con la familia de su padre. Siempre le resultó de lo más doloroso que no la aceptaran. Si hubieran mostrado una actitud más amable, tal vez habría querido ir a verlos más a menudo. A Linda jamás se le habría ocurrido chivarse, de modo que su padre desconocía los golpes bajos de su cuñada. Se limitaba a consolarse llorando cuando volvía a Suecia, y la abuela veía cada vez más justificadas sus reservas. Los ingleses y, en particular, la familia Lansing, eran malas personas.

Linda ordenó sus pensamientos y se preparó para lo que se avecinaba. Tenía que mantenerse tranquila, convincente y fuerte.

«Mete las manos en los bolsillos y cierra los puños, eso es de mucha ayuda cuando uno necesita ser valiente», le decía siempre la abuela. Y eso fue lo que hizo; cerró las manos tan fuerte que se clavó las uñas en las palmas.

Lo único que le impedía despedir a Laurence como director interino del hotel era precisamente el hecho de que ella era novata. ¿Cómo iba a encargarse sola de un hotel tan grande?

¿Y cómo podrían ganar más dinero? Su padre tal vez hubiera sido algo descuidado, pero, pese a todo, él conocía bien el negocio de la hostelería. Linda en cambio no tenía ni idea.

Se detuvo en el cruce, enfrente del hotel. Incluso Andrew parecía preocupado, lo cual no le extrañaba lo más mínimo. Él sabía mejor que nadie que su padre no le había transmitido a su hija ningún conocimiento sobre la gerencia del negocio. Seguramente, tanto Andrew como su padre creían que tendrían tiempo de sobra en el futuro.

Una sola cosa le había inculcado a su hija: que, cuando uno no puede hacerlo solo, debe pedir ayuda a otros. No había que ser orgulloso, nunca salía bien. ¿Sería así como debía abordar aquello? ¿Pidiendo ayuda a Laurence, pero arrebatándole el poder? Él nunca aceptaría algo así, lógicamente. Y existía otro problema: ella no deseaba permanecer en Inglaterra más tiempo del necesario. Ahora bien, ¿quería eso decir que debía abandonar la obra de su padre en manos de otra persona? Sonrió y saludó con un gesto al conserje que sostenía la puerta para que pasara. Señaló al vestíbulo y, en cuanto entró, Linda vio quiénes la esperaban.

La tía Laura, Laurence y Sebastian miraban hacia la entrada con gesto estirado y severo. Al verla se apresuraron a ir a su encuentro. Linda quería encogerse hasta desaparecer. «Todavía no… Ni siquiera hemos enterrado a mi padre…»

—Vamos a sentarnos en el restaurante, en estos momentos está vacío —dijo Laurence sin preguntarle si quería hablar con ellos.

Quizá lo mejor fuera zanjarlo cuanto antes. Solo tenía que decir que sí, que ellos se ocuparían de todo, luego podría hacer la maleta y volver a su hogar.

—Claro —dijo encogiéndose de hombros.

Laurence agarró del brazo a un camarero.

—Eh, tú, ¿puedes avisar para que nos traigan té al restaurante de inmediato?

—Por supuesto, sir, claro que sí. —El camarero se alejó en el acto.

La tía Laura se sentó a una de las mesas redondas del fondo de la sala, y los demás no pudieron sino sentarse alrededor.

—Hemos venido para hacerte entrar en razón —dijo la tía—. Como comprenderás, la situación es insostenible. Tenemos un hotel cuya economía hundió tu padre, y nos esperan muy malos tiempos. Si queremos enderezar las cosas, debes permitir que asumamos la gestión…

—… y la propiedad —intervino Laurence. Carraspeó un poco antes de continuar—. Tenemos una oferta que hacerte —dijo clavándole la mirada a Linda—. Y si no la aceptas, será peor para ti.

—¿Qué quieres decir?

—Lo que acabas de oír. Nos quedamos con el hotel, tú te largas, y si no te rindes voluntariamente, nos las arreglaremos para que acabe siendo así. A mí me parece una elección muy sencilla, ¿tú qué dices?

Un segundo antes de entrar en el restaurante estaba dispuesta a entregar el hotel, pero ¿bajo amenaza? Eso era una cosa muy distinta. Algo empezó a bullirle por dentro.

—¿Me estás amenazando, Laurence?

—De ninguna manera, te estoy informando de cómo serán las cosas. Si no haces lo que te decimos, te arruinaremos.

—Pobre infeliz, así os arruináis vosotros también —dijo Linda.

—De ninguna manera. Puede que no seas consciente de que el resto de nuestros negocios son muy prósperos. Estamos reconstruyendo Londres, barrio tras barrio, y con ello ganamos montañas de dinero. No necesitamos más, pero tú sí.

Su prima lo miró sorprendida.

—Entonces, ¿por qué queréis el Flanagans?

—Es la joya de la empresa familiar, y ya es hora de que vaya a parar a las manos adecuadas. El hotel tiene posibilidades de volver a ser lo que era antes de la guerra. Hubo un tiempo en el que el restaurante tenía las reservas al completo, la casa real tenía aquí una suite y recibíamos a personalidades del mundo entero. Tu padre lo estropeó con su manía de modernización.

—Me cuesta creerlo —dijo Linda en voz baja. Detestaba que hablaran así de su padre. Sabía cuánto había batallado con el racionamiento, en medio de los bombardeos y ayudando al personal que había perdido a sus familiares. Se vio obligado a hacer grandes sacrificios para mantener abierto el hotel. Fue un tiempo espantoso para todos los habitantes de Londres, y resultó muy difícil hacer negocios, a pesar de las palabras de Winston Churchill de que todo debía seguir como de costumbre.

—No hay nada que discutir, Linda —dijo la tía Laura con tono severo—. Les cedes por escrito el hotel a tus primos, recibes una buena suma de dinero por las molestias y puedes vivir bien el resto de tus días.

Linda percibió con el rabillo del ojo que alguien hacía señas desde la puerta del restaurante y giró un poco la silla para ver mejor.

Lo primero que reconoció fue el sombrero con el adorno de plumas, luego el bastón. La recorrió un ligero temblor. No podía ser…

Cuando el grito de alegría le estalló en la garganta, ya se había levantado.

—¡Abuela! —gritaba mientras corría hacia la puerta—. ¡Abuela!