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Londres, 1960

 

 

 

LINDA HABÍA PENSADO tomarse libre el primer día del nuevo año. Por lo general trabajaba en Año Nuevo, procuraba enterarse de qué opinaban los huéspedes que habían asistido a la fiesta de la víspera y asegurarse de que hubieran quedado satisfechos, pero no en esta ocasión. Sencillamente, salió por la parte trasera del hotel inmediatamente después de desayunar. Si la veían los empleados, todo se iría al traste. Siempre había algo que deseaban comentar con ella, y la mayoría de los días Linda estaba a su disposición, pero hoy solo quería pasear tranquila, comer algo rico y disfrutar estando a solas.

Tal vez debería haberle tomado la palabra a Mary e ir a visitarla a la mansión, donde había espacio de sobra y comida abundante. Con ese par de gemelos revoltosos que tenía, los tres perros pachones y una anfitriona tan parlanchina como Mary, Linda se libraría de trabajar, pero desde luego no estaría tranquila.

Delante del edificio de ladrillo visto se detuvo a reflexionar unos instantes antes de agarrar bien la maleta de fin de semana y encaminarse al Ritz. Ante ella pasó una pareja que caminaba del brazo por la acera y, desde luego, el buen tiempo invitaba a desechar la idea de tomar un taxi.

El primer día del año les traía una temperatura de unos grados sobre cero, y el abrigo y los guantes bastarían para mantener el calor si se animaba a dar un largo paseo más tarde. Se miró los zapatos. Eran algo gruesos, prácticos y sin tacón. Para andar por la calle resultaban perfectos, pero, lógicamente, llevaba unos de recambio en la maleta por si se le ocurría salir de la habitación aquella noche. También se había llevado un vestido, aunque lo más seguro era que, como los zapatos de tacón, no llegara a necesitarlo.

Delante del hotel había mucha gente. Miró la hora en el reloj de pulsera. ¿Cómo había podido ser tan novata y acudir a la hora de la salida de los huéspedes? Se abrió paso como pudo por entre la gente que estaba concentrada en el vestíbulo. Había tantas personas dentro como fuera, y Linda comprendió que tardaría un buen rato.

Miró hacia la recepción, donde se agolpaban hombres vestidos de traje acompañados de elegantes mujeres que aguardaban impacientes a su lado. Sintió una punzada, como siempre que veía parejas de su edad. Ella se había perdido todo aquello. No tenía a nadie que la quisiera, que se preocupara por ella. «Besa a alguien», le había dicho Mary la noche anterior. Como si hubiera existido la menor posibilidad.

Un joven rubio que estaba junto a la recepción le indicó con un gesto que se acercara.

Miss Lansing, bienvenida —dijo en voz baja cuando la tuvo delante—. Venga conmigo al mostrador.

Ella miró el nombre que se leía en la placa. «Alexander Nolan». Cuando acabara su estancia allí, se encargaría de que le dieran un puesto aún mejor en el Flanagans, pues gracias a la resolución del joven se había registrado en menos de cinco minutos y ya iba camino de su habitación.

 

 

Había un aparato de televisión; seguramente los tendrían ya en todas las habitaciones del Ritz. Era imprescindible ponerlos también en el Flanagans, ya no bastaba con que los hubiera solo en las suites, reflexionó mientras abría la maleta. Desplegó el vestido y lo colgó en una percha. Sacó el neceser y se dirigió al baño. Se miró en el espejo que había sobre el lavabo. «Tu vida, Linda, ¿cuándo tendrás una vida propia?», se dijo.

En realidad, solo echaba de menos tener un hombre a su lado en días así. El resto del tiempo daba gracias de poder tomar ella sola todas las decisiones. En su círculo de amistades ninguna mujer trabajaba fuera de casa. Se ocupaban del hogar y de los niños, y en algunos casos tenían criadas contratadas para que se ocuparan precisamente del hogar y de los niños. ¿A qué dedicaban su tiempo? Ella trabajaba más de doce horas diarias, todos los días.

Sus jornadas empezaban por la mañana y rara vez se acostaba antes de las doce de la noche. Después de desayunar en el dormitorio, de darse un buen baño y de pasarse una hora vagueando en bata, se sentía preparada para el despacho.

La lista de huéspedes se encontraba siempre encima de la montaña de papeles. Era como una pulsera de oro que hubiera que llenar de dijes. Bolígrafo en ristre, revisaba los nombres uno por uno. Iba añadiendo una nota al margen de aquellos huéspedes con los que tenían un contacto directo, de modo que pudieran garantizar que dispusieran en sus habitaciones de todo aquello que desearan.

Los huéspedes tenían diversas exigencias. Unos querían una clase específica de whisky, otros un ramo de flores, porque esa noche no estarían solos… Cuando el mismo cliente no pedía flores, ya sabía que esa noche no recibiría visita. Un tercero deseaba cierto tipo de bolígrafo y algún otro había solicitado un frutero sin manzanas. Era importante cumplir ese tipo de peticiones, tanto como felicitar los cumpleaños con una botella de champán de buena calidad. O poner en la habitación unas chocolatinas en forma de corazón cuando la reserva la hacía una pareja. Detalles adaptados a cada huésped. A Linda le gustaba mucho que se alojaran mujeres en su hotel. En esos casos, se esforzaba un poco más por encontrar las rosas adecuadas para el baño y un jabón con aroma femenino, y hacían la cama con un edredón extra. La experiencia le decía que las mujeres eran algo más frioleras que los hombres.

Linda se ocupaba de hablar con el maestresala sobre la disposición de las mesas. Había personas a las que era imprescindible separar para evitar una guerra mundial, y normalmente las situaba a cada una en un extremo del local. A otras las colocaba juntas, pues consideraba que podían entablar una relación provechosa.

Llevaba diez años poniendo toda su alma en esos detalles. Y esa era la razón por la que el hotel y sus frecuentes fiestas resultaban tan populares. Uno nunca sabía si encontraría a quien le hiciera la vida más agradable, y la mayoría de los invitados acudía allí con esa esperanza, lo que para Linda era tanto un reto como una exigencia insoslayable. Todos querían ver satisfechas sus ensoñaciones y necesidades, y su misión consistía en procurar que así fuera.

Una vez examinada la lista, solía ocuparse del resto de los documentos y, por lo general, se veía inmersa en facturas y asuntos del personal hasta la hora del té. Después de cambiarse y ya con un vestido algo más elegante, iba sonriente dando la bienvenida de mesa en mesa. Hasta cinco reservas por mesa podía haber para el mismo día. A tomar el té iban clientes que no se alojaban en el hotel, y era importante que se sintieran bienvenidos, de modo que en otra ocasión eligieran su establecimiento también para pasar la noche. Después echaba una siestecita, antes de la recepción nocturna, a la que asistía con un nuevo vestido y con un nuevo peinado… cuando le quedaban fuerzas.

Era completamente agotador trabajar tanto. A veces, cuando se miraba al espejo, advertía grabadas en su rostro todas y cada una de las experiencias vividas. No quería pensar en el trabajo en su único día libre, pero… la amenaza de Laurence aquella mañana —la de que en la década de los sesenta acabaría con ella— fue en cierto modo una sorpresa. Hacía dos años que su primo se había quedado viudo, y era evidente que había encontrado un modo de renovar sus fuerzas centrándose en eliminar a Linda del Flanagans. Su mujer, Rose, era una criatura amable y, aunque no contagió esa cualidad a Laurence, logró suavizar los ataques contra Linda y el hotel durante un tiempo, cuando las dos hijas del matrimonio aterrizaron allí y la familia pasó unos años bastante felices. Ahora había vuelto el demonio, y además de verdad.

Linda necesitaba aire. Así esperaba poder aclararse las ideas. Fue caminando a buen paso hacia el Támesis. Empezó a refrescar. Llevaba en la cabeza un pañuelo anudado a la barbilla y se había subido el cuello del abrigo de lana. Debajo del vestido llevaba un par de pantis gruesos. Era maravilloso poder librarse del liguero. En ocasiones especiales aún eran necesarios: unas ocasiones a las que ella ya no se exponía, a pesar de lo mucho que le insistía Mary para que practicara lo que ella consideraba un «pasatiempo maravilloso». Linda conocía perfectamente aquella maravilla. Se estremeció. No, gracias.

Su abogado había vuelto a llamarla. Si no hacía testamento, sus primos Laurence y Sebastian saltarían de alegría, y eso no podía ser. De ahí la importancia de mantenerse viva, pensó al apartarse asustada al paso de un individuo que, a todas luces, no dominaba el arte de conducir. Ella no tenía ningún heredero, y no sabía en quién depositaría la confianza de seguir dirigiendo el Flanagans a su muerte. En realidad, cualquiera era mejor que la familia. Su tía era una bruja malvada, y sus primos, meras copias de ella. Sebastian era tan vanidoso que vería el hotel más como un escenario para lucirse que como un negocio que administrar. Laurence era maligno y, además, engreído y esnob. Solo recibiría a aquellos huéspedes a los que considerase dignos de su hospitalidad.

Miró furiosa al conductor del coche, que se había visto obligado a frenar en seco. Bajaron la ventanilla. Un hombre más o menos de la misma edad que ella se asomó y la reprendió agitando el puño cerrado.

—Señora, quédese en la acera, ¡o en casa! —vociferó.

Linda meneó la cabeza. 1960. Las cosas no cambiaban de la noche a la mañana.

Se estremeció de frío y contempló el río y los jardines que lo rodeaban. Un té le vendría de perlas en este momento, se dijo al ver el letrero adornado de rosas con una tetera y una flecha que señalaba al corazón del parque. De no ser por el indicador, ni siquiera habría reparado en el edificio. La acogedora cafetería se hallaba oculta tras los arbustos, y solo se divisaba el tejado.

Sonó la campanilla cuando entró. En el interior reinaba un ambiente cálido y agradable, y en un rincón crepitaba el fuego de la chimenea. Qué acogedor. Allí pensaba quedarse a pasar un rato. Se adentró en el local, se sentó a una mesa y enseguida le sirvieron un té y un plato de canapés.

La idea de ayer, aquello de mandarle a la chica nueva que le preparase un sándwich, estuvo bien, porque lo cierto es que la joven demostró a qué estaba dispuesta. No era la primera vez que le pedía a alguien que ejecutara cualquier tarea para decidir si le daba un puesto de trabajo. Podía tratarse de fregar un baño —algo que muchos declinaban— o limpiar una ventana. Lo importante no era el resultado, lo que ella quería era comprobar si hacían el trabajo con entusiasmo. El objetivo de Linda era tener empleados que de verdad quisieran trabajar en el Flanagans. Si tenían la voluntad necesaria, podían aprenderlo casi todo. En el hotel había empleados que llevaban allí cuarenta años. El imprescindible Charles, en la actualidad encargado de recepción, empezó como botones y chico de los recados. Aquel hombre adoraba su trabajo y se ponía con orgullo el uniforme que, en honor a la verdad, debía de ser bastante incómodo, con aquel tejido de lana tan pesado.

Echó una ojeada a la cafetería. Qué lugar tan delicioso. Sencillo, paredes de madera y mesas un tanto inestables. Justo lo que necesitaba hoy. Nunca había estado en aquel barrio junto al Támesis, ni siquiera con su padre.

En el café había unas cuantas parejas que seguramente habrían estado de paseo y, como a ella, las sorprendió el frío. Varias de ellas hablaban cogidas de la mano. Un hombre soplaba con cariño sobre los dedos de una mujer, y cuando pensó que nadie lo veía, le besó las yemas.

«Ojalá ella lleve liguero», pensó Linda, y apartó la vista, pues era evidente que iban a continuar con lo que estaban haciendo.

 

 

EVITÓ EL RESTAURANTE del Ritz por la noche. Llamó al servicio de habitaciones y comprobó con entusiasmo que quien le traía la cena era el encantador Alexander, el joven de recepción. Alabó su buena mano de aquella mañana y le dio una tarjeta de visita.

—Llámame —le dijo—. Tengo un trabajo mejor para ti.

Cuando el joven se fue, se recostó en los mullidos cojines de plumas, con la bandeja sobre la cama. Se sentía mayor. Su padre había disfrutado del trabajo en el hotel hasta su muerte, a la edad de cincuenta y cinco años. Linda tenía treinta y uno y ya estaba agotada.

Lógicamente, en el fondo sabía que no se debía al trabajo ni al hotel en sí. Le faltaba algo que diera sentido a su vida. Llevaba tiempo dando vueltas a esas ideas, que cada vez cobraban más arraigo en sus pensamientos. Si no se andaba con cuidado, pronto llegaría a considerar que su vida carecía de sentido. No deseaba pensar así, pero ¿cómo evitarlo?

—Sabes que casi todo el mundo envidia la vida que llevas —le dijo Mary la última vez que hablaron del tema. Con pose artística, dio una honda calada a la pipa y dejó que el humo saliera despacio entre los labios, pintados de un rojo muy atrevido, antes de continuar—: Verás, es que unos hijos y un marido no otorgan sentido a la vida. Eso lo da el trabajo y nada más que el trabajo. Bueno, quizá un poco de amor también, pero sobre todo el trabajo. Tú puedes disfrutar la vida de un modo que a las demás nos está negado. Tu problema es que no la disfrutas.

—Pero no sé si es precisamente eso lo que echo de menos. ¿Y cómo iba a tener tiempo de dedicarme a un marido y unos hijos? Además, de todos modos, ya soy demasiado vieja para eso.

—Qué va. Yo te puedo traer más candidatos, ya lo sabes. Un interludio romántico haría maravillas con tu ánimo. Para eso no tienes que casarte.

Linda se echó a reír entonces.

Y sí, vaya si había sufrido a los «candidatos» de Mary, más veces de la cuenta. ¿Sería eso lo que le faltaba, amor y romanticismo? A veces, cuando más sola se sentía, sí era lo que añoraba. Sin embargo, luego vencía la razón. Ese tipo de sentimientos no iban con ella. Hasta el momento, había reunido pruebas sobradas de que así era.

«Tal vez uno siempre añora aquello de lo que carece, tal vez en eso consisten las aspiraciones —pensó—. Sin esa ambición, la vida sería algo estático.»

Con un hondo suspiro, colocó la bandeja en la mitad vacía de la cama. La chocolatina seguía en el plato, y apenas había probado el café. Se deslizó hacia abajo y se tapó hasta la barbilla con la doble sábana y la manta de lana. Vería las cosas mucho mejor después de haber dormido.

Ya se cepillaría los dientes por la mañana.