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EMMA SE TAPABA los oídos con las manos. Aquello era demasiado. Le daba vueltas la cabeza de tantas cosas como tenía que aprender. Había mil cajones en la cocina, mil cajas blancas en las despensas, mil habitaciones y mil huéspedes. Y esperaban que ella lo conociera todo. Iba corriendo de una tarea a la siguiente, y nada quedaba bien hecho.

—Esa cofia, bien derecha —le decía quejoso el maestresala.

—Recoge enseguida ese arroz —rugía la encargada de cocina.

—Abróchate el primer botón —le ordenaba con acritud la gobernanta.

Llevaba el delantal salpicado de manchas, llegó con un minuto de retraso, había colocado en la fresquera alimentos que debían ir al refrigerador, cortó mal el pepino, dejó hervir los huevos demasiado tiempo y ¡ay de ella si no hacía la cama en el cuarto que compartía con Elinor!

Emma lo hacía todo mal y ahora que llevaba un mes se imaginaba que la señorita Lansing pensaba despedirla. Abatida, se lo contó a Elinor, que se limitó a encogerse de hombros.

—¿Qué te creías, que lo aprenderías todo a la primera? —le preguntó mientras se ponía las medias para ir a servir los desayunos. Estaba sentada en el borde de su cama mientras Emma hacía pucheros en la cama contigua. Ya no tenía ganas de nada.

¿Y si volvía a casa? La carta del día anterior no era más que un largo ruego de su madre para que regresara.

—Pues no, pero tampoco creía que fuera tan torpe, todo el mundo se queja de cómo hago las cosas —se lamentó.

—Cuando apareciste aquí pensé que tenías madera. —Elinor se puso de pie y se encaminó al espejo—. Tenías muchísimo interés en conseguir el trabajo.

—Y todavía lo tengo, pero quiero ser la mejor, no la peor. —Emma miraba de reojo a su compañera de cuarto, que parecía no meter la pata nunca. Conservaba la calma en todas las situaciones. Unos días atrás se le cayó una pila de platos, y retumbó tan fuerte que las elegantes señoras del salón del piso de arriba seguro que se derramaron el té encima del susto. En cambio, se agachó sin más y los recogió como si no fuera consciente de haber hecho nada mal. ¿Cómo lo conseguía?

—Pues quedándote ahí sentada sin parar de lloriquear no llegarás a ser la mejor. —Elinor se puso la cofia.

—¿Y cómo lo consigo? —preguntó mirando al suelo.

Su amiga no respondió, ya había salido por la puerta.

Emma se levantó despacio, como si ella no tuviera que estar también a su hora. Las seis menos un minuto. Debería darse prisa si no quería causar peor impresión aún.

 

 

AQUEL MISMO DÍA, algo más tarde, Emma debía presentarse en el despacho, y la joven comprendió lo que sucedería. «Adiós, Emma querida. Deberías hacer lo que dice tu madre, casarte y tener hijos, porque para otra cosa no sirves.»

Se le encogió el estómago y tuvo que ir al baño dos veces antes de acudir a la cita. Volver a casa… No se le ocurría nada peor. Todo el mundo se reiría de ella. Dirían que debería saber cuál era su sitio, que debería olvidar todas esas necias fantasías de hacer en la vida algo más que tener hijos.

El dolor de estómago le duró todo el camino hasta el despacho, donde hasta el momento solo había estado una vez para servir el té. Era un cuarto tan encantador como la propia señorita Lansing. Paredes color rojo oscuro, grandes librerías suntuosas y una mesa de escritorio. Emma habría jurado que de caoba. Grandes cuadros con marcos dorados, de los que el más bonito era un retrato de la señorita Lansing.

Se quedó atónita al verlo. Aparecía casi como un hombre, con los brazos cruzados y la barbilla levantada con gesto orgulloso. «Así de orgullosa quiero estar yo un día», pensó Emma.

Aunque eso fue antes de tomar conciencia de que carecía por completo de talento.

Una vez ante la puerta, se puso la mano en el estómago. ¿Se le habrían obstruido los intestinos? No sabía cómo se sentía quien padecía ese mal, pero a una de las vacas de su granja le dio y murió entre terribles dolores. Y eso le pasaría a ella, lo sabía. «Dios mío, después de todo, he sido una buena persona, permite que no tenga que vomitar en la moqueta.»

Se ajustó la cofia y llamó a la puerta.

La señorita Lansing estaba muy elegante, como de costumbre. La blusa blanca no tenía una sola mancha, lógicamente. La joven suspiró llena de envidia.

—Buenas tardes, Emma. Siéntate, ten la bondad. —Le señaló la silla que había delante del escritorio.

Emma se sentó cuidadosamente en el borde, con la espalda bien recta. Elinor le había dicho que cuando se venía abajo presentaba un aspecto lamentable, pero aún le quedaba algo de orgullo.

—He oído muchas cosas buenas de ti —dijo la señorita Lansing.

Irguió la cabeza y miró sorprendida a la directora.

—¿Qué cosas?

—Que trabajas bien. Que tienes ganas de aprender.

—Pero… pero si… lo he hecho todo mal. —Emma no entendía nada.

—No, de ninguna manera, según tengo entendido. Al contrario, me han dicho que eres rauda. En ocasiones te falta paciencia, pero en realidad eso es lo único que quería que tuvieras presente; a veces el tono entre los empleados es muy duro, pronto te acostumbrarás —dijo la señorita Lansing sonriendo, y fue una suerte que Emma estuviera sentada al otro lado de la mesa, porque, de lo contrario, le habría dado un abrazo de pura alegría.

—Entonces… ¿el trabajo es mío?

La directora del hotel sonrió.

—El trabajo es tuyo, sí. Bienvenida al Flanagans.

Emma sentía deseos de gritar de felicidad, pero se contentó con decir:

—Un millón de gracias, señorita Lansing, no voy a defraudarla.

En lo sucesivo, estaba dispuesta a hacer cualquier cosa, cualquier cosa, por aquella mujer.

 

 

ELINOR PENSABA EN la reunión de Emma con la señorita Lansing mientras metía unas cuantas cosas en una bolsa para llevar a su familia. Esperaba de corazón que se quedara, porque le gustaba mucho aquella compañera de cuarto, que era despierta y buena a la vez.

En la bolsa llevaba un precioso pañuelo para su madre, un paquete de tabaco de mascar, que alguien había dejado por allí olvidado, para su padre, y una gorra nueva para su hermano pequeño. Los echaba de menos: los ricos platos de comida sueca de su madre y el parloteo incesante de su hermano mientras comían. Porque, a pesar de que habitaban en la misma ciudad, vivían en mundos totalmente distintos. Su padre jamás había puesto un pie en Mayfair. Su madre había estado en Harrods, pero quedó horrorizada al ver los precios y se fue enseguida. «Ahora por lo menos ya lo he visto», decía. Nunca volvió a los grandes almacenes.

Y no era que Elinor encajara mejor en aquella parte de Londres. De ser así, le permitirían mezclarse con los huéspedes, podría servir las mesas arriba, como le pasó a Emma ya en su primera semana en el hotel.

—¿Y por qué tú no puedes servir arriba? —le preguntó Emma un día.

Elinor señaló su piel oscura.

Se debía solo y exclusivamente a la diferencia de color de sus mejillas, porque Elinor sabía que ella era buena. Mejor que la mayoría de los que trabajaban en la cocina. Nadie había que fuera más diligente, rápido y meticuloso.

Se disponía a salir del Flanagans para encaminarse al autobús cuando una de las aprendizas de cocina llamó a la puerta de su cuarto y le dijo que debía subir al despacho de la señorita Lansing de inmediato.

¿Qué habría pasado? ¿Qué había hecho ella ahora? ¿Habría cometido algún fallo, cuando acababa de pensar precisamente que todo lo hacía bien? «No te jactes nunca, siempre sale caro.» Las palabras de su madre le resonaban en la cabeza.

Sabía que a ella le exigían más que a una persona blanca, y trabajaba el doble que los demás. No hacía nada que no quedara perfecto para los clientes, pero al despacho de la señorita Lansing solo te llamaban para contratarte o para despedirte. El resto de los asuntos los arreglaba abajo el encargado de cocina.

Elinor miró extrañada a la chica que había ido con el aviso, pero ella se encogió de hombros y le dijo que no tenía ni idea.

—Pero suerte —le dijo ladeando la cabeza.

No podía quedarse sin el trabajo. Sin él, su familia estaba perdida.

 

 

EL ASCENSOR SUBIÓ de la cocina a la primera planta y se detuvo justo delante de la puerta del despacho, así ningún huésped tenía por qué ver el color de piel de Elinor. A lo mejor se morían si veían a una mujer negra en el pasillo del hotel, pensó con amargura antes de que se le volviera a encoger el estómago de lo nerviosa que estaba.

—Pasa, Elinor.

Había estado allí antes, cuando la señorita Lansing pedía que le llevaran la comida al despacho en lugar de a la suite privada, algo que sucedía de vez en cuando.

En esta ocasión, Elinor no llevaba nada en las manos, y no sabía muy bien qué hacer con ellas. Las entrecruzó mientras se acercaba al escritorio de la señorita Lansing.

—Siéntate, anda. ¿Quieres algo de beber? ¿Un poco de zumo de naranja, té, café? —preguntó la directora.

Elinor se sentó al tiempo que negaba con la cabeza.

—No, gracias —respondió. Solo faltaba que salpicara de zumo aquella mesa tan elegante.

La señorita Lansing se retrepó en el amplio sillón de piel.

Parecía contenta. Elinor no era capaz de imaginar a qué se debía. «Por favor, por favor, que lo diga pronto», suplicó en silencio. Todos los músculos de su cuerpo esperaban la catástrofe.

—Como es lógico, querrás saber por qué te he mandado llamar. No tienes que preocuparte, son buenas noticias.

Elinor soltó un hondo suspiro y respiró tranquila. Se hundió en la silla, antes de darse cuenta y erguirse enseguida otra vez.

La señorita Lansing sonrió.

—A partir de ahora serás la encargada del bufé frío.

La joven la miraba atónita. No era capaz de articular palabra. «¡Di algo!», se ordenó tajante para sus adentros.

—Lo que significa que serás responsable de cinco empleados, y que serás una de las encargadas del Flanagans cuando la señora Talbot se jubile. Enhorabuena, Elinor. Estamos muy contentos de que trabajes con nosotros. Como es lógico, esto implica varias cosas, entre otras, que tendrás un cuarto propio y mejor salario.

A aquellas alturas, Elinor estaba temblando. Luchaba contra el nudo que se le había hecho en la garganta. Ella, miss Elinor Morrison, era la primera encargada negra del Flanagans.

Las lágrimas afloraron a sus ojos sin que ella pudiera evitarlo. Era el instante más feliz de su vida. Le dio la mano a la señorita Lansing, incapaz de articular un simple «gracias». La directora se la estrechó con cariño y acompañó a una temblorosa Elinor hasta la puerta.

Cuando salió del ascensor en dirección a la cocina, se topó con Sebastian Lansing, el primo de la señorita Lansing, que la miró con una amplia sonrisa. Allí abajo todos sabían quién era, solía bajar a charlar con el personal. Coqueteaba, sí, pero con modales agradables. Era como uno más.

Elinor aún se sentía totalmente turbada por la noticia.

—Tengo un nuevo trabajo.

—O sea que mi prima ha comprendido por fin que eres un tesoro —dijo él en voz baja y, vacilante, le puso la mano en la cintura.

Ella asintió mientras él la atraía hacia sí.

—Las mujeres hermosas como tú deben recibir su recompensa —le susurró al oído.

Ella lo apartó enseguida. Aquel trabajo no lo había conseguido por su belleza, desde luego.

 

 

CUANDO EMMA Y Elinor se reencontraron en el cuarto que compartían, las dos estaban radiantes de felicidad.

—Me han dado el puesto —dijo Emma aún sobrecogida—. Me ha felicitado, jamás lo habría creído…

«Lo cierto es que Emma no es muy ordenada —pensó Elinor al ver el lado del cuarto que correspondía a su compañera—, pero es mucho más ambiciosa que las demás chicas que trabajan aquí. Puede llegar muy lejos si quiere.» Y Elinor esperaba que siguieran siendo amigas, aunque dejaran de compartir habitación. Quizá hubiera temas de los que ya no podrían hablar, pero ninguna de las dos era particularmente chismosa, así que seguro que eso no suponía ningún problema.

—Pero ¿qué haces? ¿Es que te vas de viaje? —preguntó Emma al ver que Elinor se dirigía al armario común y sacaba la maleta. La abrió encima de la cama y volvió al armario.

—No, es que me han asignado otro cuarto. —Fue sacando las perchas una a una. No quería que se le arrugaran las blusas. El cosquilleo que sentía en el estómago casi le impedía tener las manos quietas.

—¡Oh, qué lástima, con lo bien que estábamos las dos aquí! ¿Con quién compartiré cuarto ahora?

A Elinor no le molestó el egoísmo de Emma. «Es parte de su faceta ambiciosa —reflexionó—, y tiene un buen corazón.» Había tenido tiempo de comprobarlo durante las semanas que habían compartido habitación.

—Pues no lo sé. —Abrió el cajón y sacó el escaso montón de ropa interior. Y se dijo que no debía olvidar la prenda que había puesto a secar en el baño.

No tenía ni idea de cómo sería su nuevo cuarto, el único que había visto hasta ahora era el que compartía con Emma y el de otras dos ayudantes de cocina. Sintió un escalofrío por dentro. Una habitación propia. Qué orgullosos estarían sus padres… Estaba deseando contarles la buena noticia. Se le dibujó en la cara una amplia sonrisa, mientras volvía a cerrar el cajón.

—Parece que te alegre mudarte —se lamentó Emma—. ¿Es que no has estado a gusto conmigo?

Elinor se sentó a su lado.

—¿Sabes guardar un secreto?

—Pues claro que sí. Lo juro por la Biblia de mi madre. ¿Qué pasa?

—Me han dado otro puesto. Seré encargada del bufé frío, por eso me asignan un cuarto propio. —Elinor apenas se atrevía a mirar a Emma, y se sobresaltó al notar de pronto que su amiga la rodeaba con sus brazos.

—¡Ay, qué buena noticia! ¡Cómo me alegro por ti! Figúrate, ¡encargada! Madre mía. —Y de pronto apartó los brazos—. Entonces… ¿ya no vamos a ser amigas? ¿No estarás muy por encima de mí?

—Pues claro que no —dijo Elinor sonriendo—. A mí me gusta que seamos amigas, aunque habrá cosas que ya no nos podamos contar. No podremos hablar de los compañeros ni andar chismorreando sobre lo que ocurre en el hotel. ¿Lo prometes?

—Claro que sí, no diré una palabra de nadie, lo prometo. ¡Enhorabuena otra vez! —Emma la felicitó con una sonrisa sincera, y Elinor no cabía en sí de gozo al recibir tantos elogios.