EMMA MIRABA CON interés a Alexander, el joven de recepción. Le había dicho que sus ojos tenían el mismo color «que los lagos de su tierra, que eran azules, pero no del todo, con matices de bosque y de resplandor del sol». Se miraron y ella se sintió animada enseguida. En el hotel los hombres coqueteaban con ella, pero sin la menor elegancia. Alexander era diferente.
Aquel era el año en el que ella perdería la virginidad, y se preguntaba a quién correspondería ese honor. Alexander tenía por el momento muchas posibilidades, y por eso le dedicó una de sus más esplendorosas sonrisas antes de bajar la escalera que conducía a las dependencias de las cocinas.
—¿Podrías ayudarme? —le preguntó Elinor, que estaba desembalando las cajas de comida recién llegadas—. Tengo que llevar todo esto a las neveras, así que tú tendrás que preparar el cuenco de fruta de la suite.
—¿Has conocido ya a Alexander?
—¿A quién?
—El rubio que trabaja en recepción.
—No, ¿por qué?
—Nada, por curiosidad. —Emma sacó las manzanas y las fue colocando en grandes fuentes que Elinor había dispuesto de antemano.
—Tienes que inspeccionar las manzanas antes de colocarlas. La menor mancha y habrá que devolverlas a la caja.
—¿Por qué una fuente tan grande? —le preguntó Emma dando vueltas a una manzana roja perfecta. Le entraron ganas de darle un buen mordisco. Tenía un aspecto tan jugoso y tan rico…
—Es para la mesa del tresillo de la sexta planta. Aquí están las peras. Míralas también, por favor.
Más de dos meses después del cambio de puesto, Emma empezaba a sentirse más a gusto en el Flanagans. Le tocaba hacer un poco de todo. Ayudar a Elinor, organizar la ropa blanca, servir en el salón y hacer recados para los huéspedes. Había aprendido a retirarse sonriendo de situaciones delicadas en las que los hombres le hacían insinuaciones, a llevar tres platos al mismo tiempo y a doblar manteles recién planchados de modo que la gobernanta diera su aprobación.
Lo único que no llevaba muy bien era limpiar. Aun así, también le tocaba de vez en cuando, por más que lo hiciera a regañadientes.
—Al final tendrás que tirar la mitad —le dijo a Elinor, que le estaba señalando una caja de naranjas—. ¿No es eso despilfarrar el dinero del hotel?
Elinor se encogió de hombros.
—Puede, pero en eso no mando yo —sonrió—. Mi cometido es que todo esté bonito para nuestros huéspedes más especiales, esa es mi única misión por el momento. La señorita Lansing ha sido muy clara al respecto.
Emma fue a buscar el carrito en el que llevaría la fuente de fruta, luego llenó unas jarras de agua helada antes de ir al armario y sacar unos vasos, que también colocó en el carrito.
—No olvides los platos de postre y las servilletas de hilo —le recordó Elinor quitándose el delantal—. Me toca descanso.
—¿SEÑOR…?
—Winfrey.
—Señor Winfrey, bienvenido al Flanagans. —Alexander le sonrió al cliente que estaba al otro lado del mostrador—. ¿Es su primera visita al hotel?
El hombre, de gran estatura, asintió antes de añadir:
—Sí, así es. He oído hablar tan bien de este establecimiento que ya era hora de probarlo un par de noches.
Un americano. No había más que verlo. Los ingleses nunca llevaban el sombrero así, ladeado por encima del ojo. Casi parecía una estrella de cine. Eran muchos los artistas que pasaban regularmente por el hotel. Alexander había atendido a varios a su llegada, pero el nombre del señor Winfrey no le resultaba familiar.
Alexander soñaba con ir a América un día, pero el viaje era caro, y le llevaría mucho tiempo reunir tanto dinero.
—Pues sea muy bienvenido, señor —dijo al tiempo que le indicaba el mostrador de conserjería, donde le entregarían la llave—. Los ascensores están ahí. Jonas vendrá enseguida con su equipaje.
—¿La cena? —preguntó el hombre.
Alexander miró el reloj.
—Dentro de una hora, sir.
—¿Tengo que reservar mesa?
—Yo me encargo.
—Gracias.
CUANDO ALEXANDER ENTRÓ en la sala de personal, encontró allí a la rubia de los ojos bonitos sentada con una chica de color, casi igual de adorable que ella. Se fue derecho a ellas con la mano extendida.
—Nos hemos visto antes —dijo—. Lo que ocurre es que he sido lo bastante maleducado como para no presentarme debidamente. Soy Alexander Nolan, y llevo un par de semanas trabajando en recepción.
A su espalda, la sala de personal se llenaba de gente: unos terminaban el turno y otros lo empezaban. Alguien propuso ir al pub, y Alexander no tardó en verse atrapado entre dos cocineros que lo arrastraron a la calle. Detrás de él iba un grupo en el que solo conocía a una persona. La rubia de ojos relucientes: Emma.
En el pub había mucho bullicio y alboroto. La música sonaba a todo volumen.
Se alegraba de haber ido con sus compañeros, el ambiente alrededor de la mesa se notaba cada vez más animado. Tenía delante una pinta de cerveza y estaba mirando el local con curiosidad cuando llegó Emma y se sentó a su lado. Era una muchacha muy joven, seguro que no tenía ni veinte años, pero le resultaba encantadora con aquellas ansias de divertirse al máximo. Observaba a los músicos con sus ojos vivaces mientras se balanceaba al ritmo de las notas.
—Me alegro de verte otra vez —dijo Alexander.
—Igualmente —respondió ella con una sonrisa y mirándolo a los ojos.
—¿Puedo invitarte a una cerveza? —preguntó él. Tenía que decirle algo para no ahogarse en aquellos ojos…
Ella negó con la cabeza.
—No, gracias, no quiero alcohol.
Él se encogió de hombros.
—Bueno, quizá otra cosa, ¿un refresco, un té?
—No, gracias, no me apetece nada.
Parecía dichosa, se dijo Alexander, y se le acercó un poco más.
—¿Estás enamorada? —le preguntó algo preocupado por si decía que sí.
—Sí, claro que sí —respondió ella sonriendo—. De la vida. —Señaló a su alrededor con las manos, como si el pub fuera un campo lleno de flores que recoger.
—Muy poético —dijo él riendo aliviado.
—Sí, puede ser. —Emma sonrió amable.
Era una muchacha preciosa. Alexander tomó un trago y la miró con curiosidad.
—¿Y cómo llega uno a tener esa alegría de vivir?
—Con un trabajo, evitando casarse y siendo libre como un pájaro.
—Bueno, por desgracia eso se pasa pronto.
A él le había ocurrido lo mismo. De pronto se le abrió el mundo, y todo un bufé de posibilidades apareció ante él. Ahora ya no se sentía igual, pese a que no era mucho mayor que ella.
—¿Tú crees?
—Sí. No tardarás en enamorarte y entonces no querrás otra cosa que casarte. —Sonrió algo tristón.
—¿Cómo? ¿Casarme? —Emma se rio—. Antes me suicido.
—¿Y qué harás si no?
—Trabajaré duro, tendré poder y seré independiente.
—¿Sin amor?
—Eso espero.
Alexander correspondió a su ardiente mirada y pensó que ni ella misma era consciente de lo peligroso que era su encanto. Los hombres se postrarían a sus pies. Parecía una flor delicada, pero en sus ojos se desvelaba una ambición y una falta de consideración que no se advertían en su persona. Era un conjunto muy atractivo, no pudo por menos de reconocer.
—Bueno, de todos modos, yo pienso tenerte un poco vigilada —dijo medio en broma medio en serio—. No estoy convencido de que estés a salvo si no.
—¿Como un hermano mayor? —le preguntó ella sonriente.
—Mmm… —respondió él—. Más bien como una especie de… amigo con experiencia.
—Bien —le dijo ella sin dejar de sonreír—. La idea de tener más amigos me parece bien, pero ¿a qué te refieres cuando dices «con experiencia»?
Algo le empañó los ojos a Emma, al igual que le había ocurrido cuando se conocieron días atrás. Alexander sentía que estaba pisando un terreno resbaladizo. ¿Qué significaba aquella mirada, en realidad? A él siempre se le había dado bien interpretar esas cosas, pero ahora estaba totalmente desconcertado. Emma decía que no quería amor. ¿Querría entonces, pese a todo…?
No había conocido a ninguna mujer capaz de entregar su cuerpo sin entregar también el alma desde que perdió la virginidad con una mujer mayor que, acto seguido, le rompió el corazón.
Alexander tragó saliva.
—¿Qué clase de amigo necesitas?