LINDA SE DETUVO al llegar cerca de la recepción y se quedó pensativa mirando al hombre que se estaba registrando. ¿Dónde demonios lo había visto? No debería ser fácil de olvidar, con lo alto que era. Los huéspedes iban y venían, era imposible reconocerlos a todos, pero los que volvían sí se esforzaba por recordarlos. Era guapo, constató, pero muchos otros también lo eran. Y, desde luego, no podía quedarse allí plantada mirando a uno de sus clientes. Apremió el paso por la sala del desayuno y bajó las escaleras camino a las cocinas.
Como de costumbre, el señor Duncan estaba sentado en su oficina cuando llegó Linda. Era un cuarto acogedor, de eso se había encargado su esposa. En un rincón, detrás de una buena pantalla de madera tallada, se encontraba su cama, en la que se tomaba ratos de descanso cuando tenía turnos muy largos. No era posible ocultarla del todo, y observó que, como siempre, la tenía hecha e impecable. Sábanas blanquísimas y, sobre ellas, un cojín torpemente cosido, a buen seguro obra de alguna de sus hijas.
Linda no se sentía muy orgullosa, pero era consciente de lo poco que sabía de la vida privada de sus empleados. ¿A qué se dedicaban en su día libre? Después de todo, había un día a la semana en el que no tenían que ir al hotel. Tal vez fueran al cine o cenaran con la familia, si es que la tenían. La ambiciosa Elinor sí había suscitado en ella un interés especial, y por eso sabía que la joven estaba estudiando para poder progresar. ¿No habría más empleados que estudiaran fuera del trabajo? Eran cosas que ella debería saber, desde luego.
No era que no le interesara, de ningún modo. Que el jefe de cocina tenía tres hijos sí lo sabía, porque su mujer aparecía de vez en cuando y colocaba nuevas fotos de los niños en las paredes de la oficina. Resultaba difícil decir si lo hacía por consideración o para recordarle a su marido que tenía familia. Bien podía ser por lo segundo.
—Señor Duncan, ¿cómo se encuentra? —dijo mientras retiraba la silla vacía para sentarse.
Los aromas de la cocina se filtraban hasta la oficina. Se dio cuenta de lo hambrienta que estaba. Después pediría un plato que poder llevarse al despacho.
—Gracias, señorita Lansing, como de costumbre; mucho que hacer, pero con un ambiente estupendo en la cocina.
Esto último no sabía Linda si creerlo del todo, porque el señor Duncan dirigía a su gente con mano de hierro, y pobre de aquel que cometiera un error. A veces vociferaba de tal modo que los lamentos del personal llegaban hasta su despacho. Era capaz de hacer que los aprendices temblaran de miedo. Por otro lado, de vez en cuando daba muestras de buen corazón, y Linda no podía recordar cuándo fue la última vez que despidió a alguien. Le resultaba más fácil amenazar que cumplir sus amenazas.
Salvo en una ocasión.
Después de aquella terrible historia del aceite hirviendo, despidió a un joven. Si lo hubiera consultado con ella, cosa que rara vez hacía salvo por aparentar, también le habría recomendado el despido. No podían tener borrachos en la cocina. El joven cocinero llegó ebrio, insistió en encargarse de mover de sitio una cacerola y se la quitó literalmente de las manos a un compañero. A este se le volcó, el aceite se le derramó en la pierna y sufrió graves quemaduras. Al borrachín lo pusieron de patitas en la calle y a partir de aquel día nadie se presentó en la cocina ni con resaca siquiera.
Linda se sentó y se cruzó de piernas. Leyó la lista de huéspedes que el chef Duncan le había entregado.
—Las reservas de la noche —dijo.
—No está completo —dijo Linda con el ceño fruncido—. Es jueves. Debería haber más reservas.
—Sí, lo sé. Todavía no me han traído las últimas de recepción, pero no creo que sean muchas más.
—¿Y usted entiende por qué? El hotel está completo. —Linda lo miró extrañada.
De nuevo le vino a la memoria la inquietud de antaño ante la idea de no lograr que el Flanagans siguiera siendo rentable, pese a que en la actualidad el hotel daba beneficios. Los años que le había llevado cambiar el curso de los acontecimientos fueron tan duros que el menor signo de que el negocio no fuera según sus planes la llenaba de preocupación.
El hombre la miró a los ojos y asintió.
—Los atrae el restaurante que hay al final de la calle —dijo—. ¿Ha estado usted allí?
Linda negó con la cabeza.
—No. Sé que han abierto un negocio, naturalmente, pero no creía que fuera… Cuénteme, ¿por qué se lleva a nuestros clientes?
Él suspiró.
—Según mis fuentes, resulta más económico comer allí. Además, parece que los ingredientes son de primera. No me pregunte cómo lo consiguen —dijo—. Solo llevan dos semanas y ya tienen una larga cola esperando en la puerta.
Linda sabía que comer allí era barato. Y creyó que eso garantizaría que sus clientes no fueran. Porque no había contado con la combinación de barato y bueno. Había muy pocos lugares así en Londres.
—No podemos permitir que un negocio que acaba de abrir en la misma calle nos quite clientes —dijo—. Espero que sea capaz de conseguir que seamos competitivos también en la nueva década. No le será difícil, ¿verdad, chef Duncan? Porque si hubiera que contratar a una nueva celebridad para la cocina, la contrataremos.
Él negó enseguida con la cabeza. La calva le brillaba al resplandor de la luz del techo.
—Lógicamente, encontraremos una solución. Y ya he estado hablando con uno de los grandes talentos culinarios de la ciudad, que, además, ha trabajado en América —dijo—. Confíe en mí. Lo solucionaré.
Cuando Linda entró en la cocina cesó el rumor de voces, todo el mundo se enderezó el gorro, los pinches se pusieron a limpiar las mesas y al fondo se oyó a alguien que entraba en la nevera.
—Buenas tardes —dijo en voz alta sonriendo a todos—. Tengo un hambre atroz, y aquí huele de maravilla.
Enseguida se alejó de allí con un plato de ternera con patata asada y salsa de estragón.
Vino ya tenía ella de sobra en el cajón del despacho.
EL TELÉFONO SONÓ justo cuando Linda entró en la suite. Suspirando, fue a atender la llamada. Tenía frío y, en realidad, debería haberse metido en la bañera hacía un buen rato, pero la visita a la cocina se había prolongado más de la cuenta, y luego se quedó abstraída ante el escritorio con la copa de vino en la mano. La cena estaba rica, pero, por desgracia, solo eso. Le faltaba algo, pero ella no era la persona adecuada para determinar qué era. Además, tenía tanta hambre que se comió la mitad antes de pararse a pensar en cómo sabía.
—Linda, darling —resonó en el auricular la voz cantarina de Mary—. Qué maravilla localizarte por fin, sabes que creo que trabajas demasiado, ¿verdad? Para un poco y ven a verme. Los gemelos preguntan por ti y yo me aburro mortalmente. ¿Cuándo nos harás una visita? —le preguntó.
La manta estaba en el borde de la cama y Linda se tapó con ella. Siempre disfrutaba hablando con su amiga.
—Querida, tengo un hotel que dirigir, como bien sabes. No hace tanto que tú misma me ayudabas a llevarlo. —Sin el talento de Mary para los negocios, Linda jamás habría logrado superar los primeros años del Flanagans. Su amiga era un prodigio de creatividad.
—¡Ah, a veces echo de menos esa época! —se lamentó—. Sin embargo, incluso una directora de hotel necesita tomarse un fin de semana libre, disfrutar de la buena mesa y mantener largas conversaciones con su mejor amiga.
La idea de pasar tiempo al aire libre y con Mary era sin duda una combinación tentadora.
—Una vez que hayas visto a mis adorables monstruitos, los dejaré con la niñera, así tú y yo podremos dedicarnos al cotilleo, quizá dar un paseo a caballo o pasar una tarde vagueando con una buena botella de vino delante de la chimenea. ¿Qué me dices? Tú decides.
Un día entero en el campo. Librarse de tanta exigencia. Había visitado a su amiga muchas veces y sabía perfectamente que, si no quería, no tendría que mover un dedo. El servicio acudía en cuanto Mary hacía sonar la campanilla. Aquello era todavía el siglo XIX.
—Venga, di que sí… —le suplicó.
Unos instantes de duda. Y después:
—De acuerdo, iré a verte —dijo Linda—. Saldré mañana temprano, porque hoy ya no me da tiempo. Seremos solo tú y yo, espero.
—Solo tú y yo —aseguró Mary—. ¡Ay, qué maravilla! Empezaré a preparar tu llegada enseguida. ¿Quieres que te envíe un coche?
—No, iré por mi cuenta.
—Claro, como la mujer moderna que eres —dijo su amiga con una risa de sincera alegría—. Darling, nos vemos mañana por la mañana, pues. Lo estoy deseando.
Linda se contagió del entusiasmo de su amiga.
—Gracias, yo también.
Después de colgar se preguntó por qué habría dudado: no podía decirse que fuera imprescindible en el hotel. Por esa razón había designado jefes en todas las áreas, y a ellos no era necesario vigilarlos. Ella misma los había elegido con el mayor esmero y, en honor a la verdad, ninguno la iba a echar de menos. Claro que algunos huéspedes sí esperaban verla por allí, pero tendrían que arreglárselas; después de todo, solo era cuestión de un día.
Se quitó los zapatos y las medias de nailon, fue descalza al cuarto de baño y abrió los grifos. Mientras el agua salía abundante, se quitó el resto de la ropa con un escalofrío. Colgó el vestido en una percha, junto a la puerta. Habría que lavarlo. En realidad, no quería molestar al personal con lo que consideraba asuntos privados, pero su ropa la enviaba siempre a la lavandería con la colada del hotel. Era práctico y, con lo mucho que trabajaba, también era lógico. En su armario había ya varios vestidos para lavar, y se recordó que debería decírselo a la criada antes de ir a casa de Mary.
Metió el dedo en la bañera y luego se sumergió despacio, centímetro a centímetro. El agua estaba tan caliente que sintió como si se le desprendiera la piel. Respiró hondo. «Dios, qué maravilla», pensó cuando pudo apoyar por fin la nuca en el borde de la bañera. Al cabo de una hora bajaría al comedor y estaría radiante como siempre, pero aquí y ahora podía relajarse y ser ella misma.
Mojó la manopla en el agua y la frotó en la pastilla de jabón que había en el borde. Mientras se lavaba de pies a cabeza pensó en el tiempo que pasaría en casa de Mary. No podía evitar comparar su vida actual con cómo vivía cuando llegó a Londres desde Bergsbacka. Era como si hubiera transcurrido una vida entera desde que dejó de ser aquella joven insegura que apenas se atrevía a hablar con los empleados. Demasiado delgada, con el pelo por la cintura y tambaleándose sobre unos tacones que sus flacas piernas no lograban mantener derechos.
Los últimos años la habían transformado. La traición y el dolor hicieron de ella una mujer fuerte, pero también cínica. Diez años atrás era ingenua; hoy ya no. El hecho de que Laurence hubiera vuelto al ataque la abrumaba, y no se hacía ilusiones de poder ponerse de acuerdo con él algún día. Sebastian no daba mucho la lata, pero se ponía de parte de su hermano. Sin embargo, era otro tipo de persona. Un tipo dejado pero encantador al que las mujeres adoraban. Laurence era frío como el hielo.
Linda estaba bastante segura de que Laurence había tenido algo que ver con el incendio que sufrió el hotel en 1952. Fue pura suerte que no se propagara más, dijo el inspector de los bomberos cuando constató que el fuego había sido provocado. Tuvieron que cancelar todas las celebraciones del mes a causa de los graves daños sufridos en el salón, lo que provocó un buen agujero en la delicada economía del Flanagans. Con todo, Linda se alegraba de que ningún huésped hubiera resultado herido. La sola idea…
Laurence no estaba en sus cabales, sencillamente no se arredraba ante nada, y ahora volvía a ser necesario estar en guardia. «Al menos es una suerte que me haya avisado», pensó con amargura.
Echaba de menos contar con una compañera con la que intercambiar ideas. Antes tenía a Mary, pero después de que su amiga se casara y se mudara a la casa de campo, su relación había cambiado, naturalmente. Echó una ojeada al reloj que había en la estantería, junto al lavabo. Dentro de treinta y cinco minutos debía encontrarse en el restaurante saludando a los invitados para darles la bienvenida, preguntarles si todo era de su agrado, atender a los caballeros que habían acudido sin compañía femenina y halagar a las mujeres que habían decidido ir allí a cenar.
Era una noche normal y corriente en el Flanagans.
LINDA SE DETUVO en el umbral con el ceño fruncido. No podía decirse que el restaurante estuviera vacío, porque no era así, desde luego, pero muchos de los clientes que habían reservado por la mañana habían cancelado después. En tan solo dos semanas habían perdido la mitad de las comandas de la noche. ¿Sería el restaurante de la misma calle el que de forma tan rápida y eficaz había captado a los clientes del hotel? ¿Debería ir allí y ver con sus propios ojos qué era lo que lo convertía en un establecimiento tan popular? «Alimentos de buena calidad», habían sido las palabras del chef Duncan, pero también el Flanagans trabajaba con materias primas de primera, de modo que debía de ser cuestión de precio.
¿Cómo conseguía ese restaurante mejores precios que ella de sus proveedores?
De pronto se le ocurrió. Lógicamente, debía enviar allí a varios empleados que tuvieran olfato para el servicio y la carta. Y luego quizá debería pedirle al chef Duncan que tratara de robarles a alguien de la cocina… Tan difícil no podía ser. Después de todo, no había muchos establecimientos con tan buena fama como el Flanagans.
Enseguida se puso de mejor humor, entró en el salón y, con una gran sonrisa, se dirigió a la primera de las mesas, donde solo había caballeros.
—Es un placer tenerlos aquí esta noche —dijo posando la mano suavemente en el hombro de uno de ellos, mientras los demás observaban con envidia aquel flirteo discreto e inocente.
—Siempre es un placer disfrutar de tu buena mesa, Linda —dijo el hombre dándole una palmadita en la mano.
Ella la retiró muy despacio.
—Me alegra saber que están a gusto. Si necesitan algo, no tienen más que decirlo.
Linda sabía que cuatro pares de ojos examinaban su trasero mientras se dirigía a la siguiente mesa. Aquellos hombres eran seres simples y limitados, pero puesto que lo que a ella le interesaba era su dinero, no tenía más remedio que dejarlo pasar.
Mientras resolvieran sus negocios en el Flanagans, podían mirar cuanto quisieran.