Cada tarde, a la hora de la siesta, cuando los rayos de sol se filtran con intensidad a través de la ventana, ella se acerca lo justo para que le den de lleno sobre los brazos.
Le gusta sentir la luz y el calor sobre sus manos mientras sujeta con cariño el envoltorio que transporta. Apenas abre un poco por la parte superior la manta celeste y verifica feliz que el pequeño sigue con los ojitos cerrados. Ella entrecierra los suyos también, los rayos de sol traspasan sus párpados y la adormecen. Acurruca a su pequeño y, después empieza a bascular sobre ella misma; primero, deja caer despacio su peso sobre el pie derecho y, a continuación, realiza con exactitud milimétrica, la misma acción con el pie izquierdo. Se balancea con parsimonia y luego con un ligero contoneo de un lado para otro, gira sobre ella misma tomando como referencia el eje de la ventana.
Algunas tardes, incluso, canturrea. Tararea la misma nana dulce. No le interesa la letra así que apenas canta y se contenta con entonar la musiquilla pegadiza que tanto la tranquiliza. Abraza la manta celeste con delicadeza y mece suave al pequeño. De vez en cuando se detiene apenas unos segundos, comprueba que su bebé sigue manteniendo los ojos cerrados y vuelve de nuevo a mecerlo, con tanto cuidado que parece que sostiene un trozo de cristal muy frágil entre sus manos.
Hay ocasiones en que oscurece y ella continúa al lado de la ventana. Aunque sabe que no debe permanecer tanto rato ahí porque si vuelve Fernando, su marido, y la encuentra con el pequeño envuelto en la manta meciéndolo junto a la ventana, se enfada. Pero no siempre había ocurrido así, al principio de tener al pequeño cuando Fer volvía del trabajo y la encontraba con él entre sus brazos, se acercaba y con gran ternura la cogía por el talle y la besaba despacito en la mejilla, después abría la manta celeste y depositaba otro beso sobre la cabeza del niño. Ahora Fer ha cambiado, ya no sonríe cuando llega, ni siquiera abre la manta celeste y nunca besa al pequeño.
Ella calla cuando Fer llega a casa. Pero, en ocasiones, como esta tarde, está tan embelesada con su propia música que ni lo oye. Todos sus sentidos se concentran en el arrullo de la manta celeste.
—Pero, amor ¿aún sigues junto a la ventana? –le dice Fer.
Ella no responde, continúa cantando bajito, muy bajito su nana.
—Cielo, ya sabes lo que ha dicho el doctor: no más mantas, ni muñecos, ni nana.
Fernando se aproxima tranquilo y con suavidad le arranca la manta de los brazos. Ella se queda sola junto a la ventana.
Cuando anochece siente frío en los brazos y tristeza en el alma. Espera sin moverse, porque nota un vacío grande, como que le falta algo, aunque no logra recordar bien qué es. A veces los ojos se le anegan de lágrimas y llora, pierde la noción del tiempo y hasta del lugar en el que está porque todo se vuelve negro, muy negro. Pero, entonces es, cuando Fer regresa, quizás vuelve de acostar a su pequeño, tapa la ventana con las cortinas y, si no está muy cansado, se acerca y le da un abrazo.
Algunas de las veces la estruja muy fuerte. A ella no le gusta porque le hace daño.