EL CHICLE DE FRESA

Elena, cuando pasaba por delante de la puerta de Cuarto D, se quedaba alelada mirando al interior porque allí estaba Nico, con su polo azul, su sonrisa hipnótica y, para no variar, rodeado de las pelmas de sus admiradoras que no le dejaban ni a sol ni a sombra. Pero Elena nunca se atrevía a entrar en esa clase porque Nico la traía loca.

—No comas chicle en clase –la reprendían todos sus profesores.

En algunas asignaturas era fácil obedecer. En matemáticas, Elena obediente tiraba la goma de mascar envuelta en un papel a la papelera, y, entonces, ya se podía concentrar, sin dificultad alguna, en los logaritmos y en las ecuaciones que con tanto tedio explicaba Don Andrés. Sin embargo, con historia o con filosofía, masticaba a mandíbula batiente porque estudiar civilizaciones antiguas y guerras pasadas le apasionaba y, más aún, le motivaba entregarse con auténtica dedicación a resolver silogismos filosóficos. Pero, los momentos en los que de verdad lo pasaba mal, era en las clases de biología y literatura. Un hormigueo recorría todo su cuerpo cuando le explicaban las funciones reproductoras del ser humano que le hacía babear fresa por la comisura de los labios. Aunque, donde no podía controlarse, de ninguna manera posible, era en la clase de Don Emilio, el profesor de literatura, cuando recitaba, con su acento de ultramar, un poema de alguno de esos poetas famosos que sólo hablaban de amor. Elena masticaba con fruición, a más no poder, mientras la bola de goma se hacía cada vez más enorme dentro de su boca. Y, entonces, sin poder detenerlo, el chicle, se escapaba de entre sus dientes en una pompa, grande, transparente, con la cara de Nico.

Salvo por el enamoramiento de su compañero, todo lo demás se mantenía en un equilibrio tranquilo en la vida de Elena. Así se imaginaba ella que seguiría y, quizás, habría sido así, de no ser porque una mañana, en la pastelería de la esquina, pusieron una espectacular tarta de frutas en el centro del escaparate. Ante tal despliegue de colores y la posibilidad de tantos sabores, Elena se quedó extasiada masticando con todas sus ganas su bola de fresa sin una conciencia clara del tiempo que transcurría. Al final, no se pudo contener más, y ocurrió lo previsible. Expulsó tanto chicle por su boca que se quedó adherida con firmeza al cristal y tardó un buen rato en despegarse. Así que tuvo que admitir que, por desgracia, ese día llegaría tarde a clase. Concentrada en sus propios pensamientos, elaborando la excusa perfecta que tendría que poner para justificar su retraso, al girar en el pasillo, después de subir a todo correr las escaleras del instituto dejando un reguero chorreante de fresa en sus peldaños, se chocó de frente con Nico.

—Perdona –se oyó decir en un hilo de voz.

—Nada, nada… –le respondió el chico.

Los escasos segundos que mantuvo la mirada de Nico y que los brazos del joven la sujetaron fueron más que suficientes para que en su boca se creara una bola de chicle tan grande que le impedía respirar y que a punto estuvo de ahogarla. Miró hacia otro lado para no vomitar encima del chico de sonrisa hipnótica y, mientras, escupía una masa viscosa y rosácea que, al caer al suelo, se iba solidificando con la forma de un corazón enorme, Elena deseó con todas sus fuerzas desaparecer o, mejor, fundirse en su propio chicle. Pero, claro, eso no fue así

—Me gusta tu olor a chupachups –le dijo sonriente Nico cuando se marchaba.

A partir de ese momento, los encuentros entre Nico y Elena fueron más frecuentes. Aunque, en general, se reducían a los saludos de rigor de apenas dos ó tres palabras en los cambios de clase. Pero, una mañana, la mirada de Nico fue tan intensa que de los ojos de Elena manaron lágrimas rosadas que inundaron la clase de biología. Otro día, sin saber muy bien cómo, se cogieron de la mano en pleno pasillo, ante el estupor de todos al comprobar que Elena dejaba tras ella una estela de chicle que entraba por las clases, subía por las paredes, y se adhería a las pizarras dejando mensajes ilegibles y preciosos garabatos.

Una tarde, después de las clases, se citaron en el gimnasio. Nico decoró la colchoneta azul, en la que hacían los estiramientos y las volteretas, con barcos y pajaritas de papel. Para que Elena se sintiera más cómoda dobló su cazadora y le fabricó una almohada de material termoaislante, con mangas y cremallera. Las primeras caricias y los primeros besos embadurnaron a Nico de la pasta rosa que le salía a Elena por los ojos, por la boca, y por todos los poros de su piel. A medida que Nico se aventuraba más en el cuerpo de la joven, el chicle se expandía por el gimnasio cubriendo las pesas, las cintas corredoras y alcanzando las últimas barras de las espalderas. El olor a fresa azucarada era casi tan intenso como el sabor a goma dulce que Nico absorbía de la boca de Elena.

Después, sólo quedó la consumación de un acto de amor envuelto en golosinas.

El gimnasio se llenó de un montón de pompas de fresa que se multiplicaban cada vez más rápido, en formas extrañas y tamaños diversos, hasta que, cuando no cabía ninguna más, se rompieron todas al unísono, con un ruido de globo explotado impregnando de trocitos de chicle todas las perchas, el suelo y hasta las barras de los luminosos del techo.

Los días siguientes se suspendieron las clases. Por más que lo intentaron fue imposible desatrancar las puertas ni las ventanas. Todo estaba sellado con una pasta rosada muy pegajosa.