Buscó en su bolso con la urgencia del que no tiene tiempo. No encontró el móvil, tampoco las pastillas. Intentó tranquilizarse diciéndose a ella misma que eso ya le había ocurrido en otras ocasiones y, al final, todo aparecía: el móvil en el que encerraba su vida y las pastillas que la sosegaban y la reconducían de nuevo a la realidad.
Cuando Clara entró de forma atropellada en el auditorio del colegio para asistir a la fiesta infantil de su hija pequeña, sabía que Diego estaba ya allí. Él le recriminó su tardanza y su falta de organización.
—Siempre antepones cualquier plan a tu hija –dijo a modo de saludo.
Clara no lo miró. Se sentó en la silla vacía que estaba libre a su lado. En ese instante se abrió el telón y las voces infantiles inundaron la sala. Clara miraba a su pequeña y su torpeza para desenvolverse en el escenario, le recordaba tanto a ella, cuando tenía su edad, que no pudo por menos que sonreír.
La niña llegó tarde a sus vidas, fue el último intento para salvar su matrimonio. Una de las ideas absurdas de Diego, como tantas otras, pensaba Clara. No se arrepentía del nacimiento de la hija, pero sí de haberle dado a Diego otra oportunidad más, alargar de manera absurda unos años a una ruptura inevitable que se debía haber producido mucho tiempo atrás. En realidad nunca se deberían haber casado. El ruido sordo de un móvil lejano la devolvió sin transición al salón de actos.
—Ya sabía yo que no lo había perdido –susurró.
A tientas lo encontró entre los objetos variopintos que guardaba en desorden en su gran bolso, un bolso gigantesco que engullía sin ninguna consideración todos los chismes que Clara metía. Miró el teléfono y el nombre reflejado en la pantalla le hizo sonreír.
—Tu ligue ¿no? –le espetó Diego escupiendo gotas de saliva en su oído.
Clara no le respondió, pero el brillo de sus pupilas la delató. Diego se movió inquieto en la butaca de al lado. Mientras, en el escenario, la pequeña intentaba con grandes apuros declamar la parte que le correspondía, tan solo unas frases. La profesora, consciente de las escasas dotes interpretativas de aquella cría tan tímida, la había relegado a un papel de figurante en el que, exceptuando esa corta participación con la que se encontraba atascada del todo, apenas actuaba. La niña permanecía inmóvil y de pie durante toda la obra. En ese momento a Clara le hubiera gustado encontrarse con la mirada perdida de su hija y animarla a seguir adelante, pero la vibración insistente del móvil la distrajo por completo de la pequeña y de la función.
Diego sentado a su lado la espiaba sin disimulo. Visto de perfil, le recordaba de algún modo vago a su padre en la época en la que también se dejó barba. Pero, excepto por la barba, su padre y Diego no se parecían en absoluto. Clara pensó en su padre de juventud, combativo y rebelde. Cuando ella era una adolescente que despertaba a la vida, aquella época en la que el país estrenaba democracia y su padre se desentendía de las ataduras de la familia. Su padre la arrastró a las manifestaciones, al activismo político y al lado liberal de los sueños. De mutuo acuerdo, entre los dos se aventuraron y arrancaron de cuajo los convencionalismos, dejando atrás a su madre y a su hermano mayor encadenados para siempre a una vida de viejos prejuicios. Ellos, sin embargo, optaron por la libertad.
—¡Qué absurdo Diego, nunca serás capaz de entender nada! –le dijo. Clara no miraba dentro del bolso, en el que su mano intentaba sin éxito desconectar el teléfono y, tampoco, hacia el escenario en el que su hija se había ocultado detrás de otro de los niños actores caracterizado con un disfraz de oso, mantenía la vista fija en el hombre que tenía al lado, lo observaba con atención porque cada vez le resultaba más un completo desconocido.
—Podías parar un poco y prestar algo de atención a la niña ¿no? –le dijo Diego en un tono alto, poco adecuado para el lugar en el que se encontraban.
Clara no le contestó. Su mano hundida en el bolso apagó por fin el móvil y tropezó de golpe con el tubo de pastillas, el simple contacto con los ansiolíticos ejerció sobre ella el esperado efecto tranquilizador. Segura de sí misma buscó con la mirada a su pequeña, semioculta tras el disfraz de oso de su compañero, y le sonrió. La niña, cómplice de la mirada de la madre, se atrevió a asomar un poco la cabeza por detrás de su compañero de reparto vestido de oso, pero se volvió a esconder enseguida.
—No entiendo cómo ni aquí te puedes olvidar de ella.
La voz opaca de Diego se le metió dentro. Agarró con fuerza el tubo y mantuvo la serenidad de la manera que mejor supo, así se lo había recomendado su psicoterapeuta. Mucho antes, con palabras más fáciles, ya se lo había aconsejado su padre. “Sólo cuando no te dé miedo ser tú misma, estarás tranquila”, le dijo el día lejano en que ella le presentó a Diego. Su padre lo intuyó mucho antes de que ella misma lo supiera. Antes, incluso, de que ni siquiera previera la existencia de esa posibilidad. Clara, recordó con cierta nostalgia los juegos de infancia rodeada de balones y de pequeños indios de plástico que se amontonaban en una caja de zapatos a modo de fuerte, y los días de colegio en los que compartía mesa con Lola. Fue entonces cuando se prometió a ella misma, con toda la solemnidad de la que fue capaz, que esa niña de pelo negro, con lazos de colores, sería su compañera para toda la vida.
Los aplausos de los asistentes a la función infantil sacaron a Clara de sus pensamientos. También el dolor del recuerdo del tiempo en el que se desencadenó todo: la llegada a la universidad con los primeros tanteos en busca de una identidad, su implacable urgencia por ser como los demás, su terror a la certeza de lo inevitable que no dejaba cabida a la duda tranquilizadora. Mientras Clara se perdía en su propio mundo interior, los críos de la obra se colocaron en semicírculo en el escenario para saludar, el niño disfrazado de oso se situó en el centro y la pequeña de Clara, que se ocultaba detrás de él, se quedó sin protección y al descubierto delante de todos los espectadores. La cara roja de la niña, el temblor de sus delgadas piernitas y el brillo extraño en sus ojos le hicieron a Clara temer lo peor, experimentó en su hija la misma sensación de vértigo que ella sentía en tantas ocasiones. Pero, por fortuna para la niña, Diego llegó a tiempo.
Diego siempre llegaba a tiempo. También con ella, como cuando Clara creyó con convencimiento impostado que él era su final y se distanció a propósito de su padre. Eso ocurrió en los años en los que la democracia se había asentado en el país y ella había finalizado los estudios y había encontrado un trabajo serio y solvente. De pronto, sin más explicaciones, abandonó sus sueños y se volvió conservadora, de ideas y de sentimientos. Clausuró de un tajo sus miedos, olvidó a Lola y se casó con él. Se entregó por igual a Diego y a la normalidad.
El ruido ensordecedor de la sala después de la función taladró inmisericorde los oídos de Clara que previó la llegada una jaqueca inminente o, quizás, algo peor, uno de esos ataques de ansiedad que con frecuencia la asaltaban. Conocía bien esa sensación de querer huir de todo, de desaparecer, como su pequeña en el escenario, de querer ser dos vidas a la vez. Demasiados pensamientos juntos siempre producen desasosiego, así se lo repetía su terapeuta en cada sesión, también en las clases de yoga.
Diego llegó hasta donde se encontraba ella con la pequeña en brazos. El teléfono vibraba insistente dentro del bolso, Clara intentó abrirlo pero la mirada fulminante de Diego la detuvo en seco. El bolso se le escurrió de las manos. Sobre el suelo, quedaron desparramados todos sus objetos: sus pinturas, sus gafas, sus pastillas y su móvil con la llamada incansable de Lola.