DON BRAULIO Y SU MUERTE

Cada 25 de marzo Don Braulio se ponía su traje azul de rayas y su corbata amarilla. Al mediodía iba al casino, bebía un vermut y festejaba, a su modo y por todo lo alto, tan importante fiesta. Primero daba un paseo por el parque a primera hora, antes de que las señoras salieran de misa y antes de que la banda municipal inundara con sus melodías la plaza del pueblo. Después se sentaba en una de las mesas del casino, allí donde se juntaba toda la flor y nata de la localidad: Don Maurilio, el alcalde, Don Luis el farmacéutico e, incluso, algunas mañanas, les acompañaba don Rosendo, el dueño del único cine de la localidad.

—¿Qué, hoy estamos de celebración, mi querido amigo Braulio? –preguntó el alcalde, al tiempo que tomaba asiento en la misma mesa.

—Pues sí, hoy más que nunca. Ya casi no me queda nada por hacer, lo tengo todo listo.

—¿Todo? –le apremió Don Maurilio.

—Sí, ya sabes que estas cosas no se improvisan, requieren su tiempo, su planificación, su puesta en escena.

—Tú siempre tan ceremonioso.

Don Braulio sonrió con afabilidad, casi con benevolencia. Su amigo Maurilio tenía razón, desde que decidió mucho tiempo atrás que su vida no podía estar sometida a la incertidumbre del futuro, y a la imposibilidad de decidir sobre sus días, todo fue más fácil.

Cuando era un niño pequeño su madre siempre le perseguía con una bufanda y un gorro que él odiaba a más no poder: Cariño si no te abrigas, enfermarás y después estarás malito, muy malito y morirás. Después llegó el colegio y la necesidad de llevar siempre un abrigo marrón de paño grueso para evitar una pulmonía los días de invierno; el atuendo le confería un aspecto de tipo aburrido, lo que hizo que las chicas se apartaran de él y que sus amigos le considerara un hortera sin remedio ni solución. Luego vinieron sus retiros en la soledad de su cuarto, las preguntas acerca del ahora y del después, y su irrevocable decisión de elegir con todo cuidado el día de su óbito. A él le gustaba llamarlo así desde que encontró la palabrita en un diccionario de sinónimos.

Así que un día, sin pensarlo demasiado, reunió a sus mejores amigos en aquel entonces, Luis y Maurilio, los únicos que le pedían los apuntes de matemáticas y que le permitían compartir algún que otro cigarrillo y ninguna confidencia, y, les contó su estupendo plan: nunca más se preocuparía por el futuro, ya que sabría a ciencia cierta, con una exactitud matemática, el día de su tránsito a una vida mejor.

A partir de aquel momento se le vio distinto, era dicharachero, juerguista y las mujeres caían rendidas ante sus encantos y su seducción. Triunfaba en las conquistas y en los negocios.

Fijó la fecha, tras largas y concienzudas reflexiones, sería el día que en el pueblo se inauguraba tradicionalmente la primavera, el 25 de marzo, que nada en realidad tenía que ver con el inicio oficial, pero era el día que tocaba la banda y que abrían la terraza del casino, una conmemoración por todo lo alto, la fecha contaba con toda la parafernalia que se merecía un acontecimiento de semejante solemnidad. El año sería cuándo Braulio cumpliese los 70 años, una edad redonda y perfecta. Una vez atados todos los cabos y tomada la decisión nada, ni nadie, le hicieron cambiar de opinión. Por ello festejó cada 25 de marzo como el preaniversario de su defunción.

Don Braulio se cuidaba mucho, dieta sana, algo de ejercicio y algún carajillo las mañanas de helada. No era cuestión de que un mal constipado se lo llevara antes de tiempo. Sólo una vez, hacía ya algunos años, sufrió un ligero contratiempo cuando por culpa de una hernia le tuvieron que intervenir. Don Braulio vivió aterrorizado la operación y las semanas que necesitó para recuperarse, ya sería molesto y fastidioso que algún pequeño contratiempo le imposibilitase llegar en perfecto estado a la fecha prevista.

Así fue pasando el tiempo y con el pasar de la vida llegó el devenir de un día tan señalado. Con cuánta ilusión había preparado tiempo atrás su testamento, qué feliz acudió al sastre para que le hiciese el mejor de los trajes, el que había de lucir en una ocasión tan especial y que no en vano debía durarle mucho, mucho tiempo. Y, apenas pudo contener la emoción y las lágrimas, cuando por fin se vio entrando por la puerta de la funeraria para elegir el féretro, el de la mejor madera, forradito de terciopelo morado y con enganches dorados en todas las cerraduras. Quiso probarlo, pero, el dependiente en eso fue tajante y no se lo permitió bajo ningún concepto, según el eficiente empleado de pompas fúnebres eso daba algo de mal fario además, claro, de que era algo inusual porque los clientes hasta ese momento nunca lo habían probado antes de usarlo.

Ahora, pletórico y feliz con sus recién estrenados 70 años, su figura aún atlética, su buen parecido y la complicidad de sus amigos que, desde mucho tiempo atrás, comprendieron la imposibilidad de que llevase a cabo semejante despropósito, saboreaba su vermut, mientras charlaba, apacible y calmado, sobre temas tan trascendentales como la brevedad de la vida, la falacia de sentirse continuado en una descendencia, donde los genes, fruto de tantos cruces, se iban deteriorando y así se veía cada hijo por ahí que daba pena saber quién era el padre, y la defensa firme de la imposibilidad de creer en el amor, porque a las mujeres, y él conocía a muchas, lo que de verdad les importaba era la renta de cada uno.

—Pues para ser el día que es, se te ve bastante entero, la verdad –le dijo Don Luis tomando asiento con sus viejos conocidos.

—Es que como he dicho ya estoy listo, siento cierto apremio y algo de nerviosismo. Pero, supongo que es lo normal, dadas las circunstancias.

—En efecto, querido amigo, –le dijo Don Maurilio al tiempo que le daba una palmadita en la espalda–. Y ya que hoy es la tan esperada efeméride nos podrías desvelar, sin mayor dilación ni mayores preámbulos, cuál es el procedimiento que vas a seguir para este hecho tan luctuoso.

—Pues, es muy simple mis queridos amigos: el pensamiento. Al final todo es cuestión de concentración y empeño.

Y algo de razón debía tener porque a partir de ese momento y mientras la banda ejecutaba algo descompasada el concierto de Aranjuez, Don Braulio entró en un extraño proceso de concentración y trance que congeló su gesto, enfrió su cuerpo y le dejó inerte ante la estupefacción de Don Luis y Don Maurilio que no podían creer que su amigo hubiese sido capaz de cumplir sus planes de forma tan exacta y tan tozuda. Todo resultó como lo tenía previsto: el día señalado y el momento preciso, tal y como les llevaba anunciando desde hacía más de media vida.

Luis y Maurilio no pudieron evitar sentir cierta envidia al ver al amigo cadáver, en definitiva Braulio siempre había hecho lo que le había dado la gana. Ahora eso sí, se podía haber muerto y haber hecho su santa voluntad, pero había algo en lo que los dos amigos coincidían y no estaban dispuestos a transigir: lo único que ninguno de ellos estaba dispuesto a perdonarle jamás es que Braulio hubiese tenido la tremenda desfachatez de dejarles en mitad de una conversación y, más intolerable aún, a la hora del vermut, del vermut y… justo el día en que el pueblo estrenaba la primavera.