Está en el balcón, apoyadas las manos sobre la baranda metálica, con un vaso a medio beber y la melena ondeando al viento. Vista desde abajo parece muy alta y esbelta. Se podría decir que es guapa, o así se lo parce a Sebas cuando la observa con más detenimiento. Se la nota pensativa y no del todo feliz. Esta ha sido la primera y última vez que la ha visto.
Todo toma una perspectiva diferente dependiendo del ángulo desde el que se observa, eso es lo que siempre ha pensado Sebastián. Y, a fuerza de repetirse a sí mismo esta frase, se la ha acabado creyendo. De un tiempo para acá se ha acostumbrado a ver todo a ras de suelo. Él, que había sido alto y fornido, que nunca necesitó gafas, ni siquiera para ver de cerca, y que tenía una voz potente y seductora con la que envolvía a los oyentes desde su pequeña emisora de radio; sin embargo, ahora que los años le han achicado, que su vista se ha emborronado con unas cataratas opacas que apenas le dejan ver y que su voz se ha vuelto meliflua y sin personalidad, se ha resignado a ver pasar el tiempo y consumir los días sentado en el mismo banco del parque que está cercano a su casa. Se sienta al sol y mira las palomas como todos los ancianos, apoyado en el bastón de madera oscura con el puño de plata que le regaló una de sus hijas en su último cumpleaños. Ahora Sebas mide la vida con otros parámetros, también a las personas. Analiza la vida y sus noticias desde su banco del parque.
Nunca antes había visto a la chica del balcón y nunca tampoco la volvería a ver después de aquella tarde de noviembre. Allí abajo, sentado en su banco, está él, con la mirada perdida en la joven, en su melena ondulante y en las pequeñas manos con las que sostienen un vaso con una bebida oscura. No sabe cuánto tiempo lleva asomada ahí, ni es del todo consciente de cómo se han desarrollado los acontecimientos. Aunque, según afirmarán todos los testigos, todo habría ocurrido muy rápido. No para él, para Sebas todo ha sido visionado a cámara lenta. Él, desde su banco, ha presenciado toda la escena: la chica sola en el balcón con la mirada perdida, las manos en el vaso, el cuerpo de la joven apoyado en la barandilla dejando caer cada vez más su peso y su inclinación sobre aquellos barrotes, los hierros que ceden y se desprenden lentos de la pared impulsados por una fuerza extraña que acelera, inevitable, la caída. Después tan solo la mujer desplomada en la arena del parque y Sebas observando con atención los últimos coletazos de la vida que se escapa sin remisión del cuerpo de la joven.
Cuando él era locutor, en la emisora de radio, modulaba su voz para dar el tono adecuado a cada noticia, piensa por un instante en la voz gangosa y temblona que ahora tiene que ya no le sirve para transmitir noticias. Recuerda las mañanas en las que los compañeros le felicitaban por los índices de audiencia y se acuerda con orgullo del dominio que tenía de su voz y de las palabras. Manipulaba las frases, jugaba con los dobles sentidos y se obsesionaba hasta dar con el término exacto que reflejara de forma cruda y sin paliativos la realidad narrada. Así se desarrollaba su noticiario. Ahora, sin embargo, hay veces que la memoria le juega malas pasadas y las palabras se esconden en su cabeza o se le enmarañan los significados. Hoy ha habido suerte y el destino le sorprende con la posibilidad de un gran titular. Sebas trae a su pensamiento las mañanas en las que rogaba con todas sus fuerzas que algún hecho escabroso rompiera la monotonía de una jornada con informaciones absurdas de economía triste y de política aburrida. Sebastián era feliz cuando le llegaban noticias de secuestros o bombas, ahí alcanzaba la cima de su profesionalidad, hablaba de las víctimas, de sus vidas cortadas, de las familias desamparadas y de los sueños por realizar. Exprimía las noticias para que hasta los oyentes más escépticos se conmovieran ante su transmisión de los sucesos. La joven que yace a su lado, mantiene los ojos abiertos con la misma mirada ausente que mostraba unos momentos antes mientras se asomaba desde el balcón. A Sebastián le sudan las manos y se le escurre el bastón, nota como el corazón se acelera y palpita desbocado ante el impulso incontrolable de transmitir la muerte de esta mujer a través de las ondas como ha hecho toda su vida. Aunque, ahora, él es consciente de que ya no posee una voz seductora y que la emisora de radio hace mucho tiempo que ya no existe.
Cuando, sentado en su banco y apoyado en el bastón con el puño de plata, Sebastián ha visto a la chica del balcón se ha acordado, de inmediato, de Lucía, quien también tenía el pelo claro y una mirada añil. Los años que cortejó a Lucía, Sebas fue feliz. Pero al final él se dejó seducir por la exuberante Elisa, la voz del tiempo, con la que vivió días de borrasca y experimentó la intensidad tórrida de los veranos; con ella concibió una hija, que mucho tiempo después le regalaría un bastón con el puño de plata. No se casó con ella. Tampoco con Lucía. Se casó con alguien que pasó por su vida en el momento adecuado y con la que tuvo hijos y que murió hace ya muchos años. Sebas, desde su banco, recuerda con nostalgia los éxitos de la radio y las caras de algunos de los amigos poderosos que llenaban su estudio y su casa. En un momento de debilidad añora a las mujeres de belleza de revista que le amaron, por su voz y por su fama, mujeres a las que su timbre de voz hipnotizaba y que Sebas aprovechaba para meterlas en su cama. Quizás, si la joven del balcón no se hubiese caído y hubiese vivido cuarenta años atrás, también le habría amado y, quizás, también hubiese sido una chica famosa de revista que habría ido a su casa después de la emisión del programa a tomar copas. Sebas se inclina y la mira más de cerca y la ve muy diferente a la joven que estaba en el balcón poco antes.
Observada desde arriba, no parecía tan esbelta, sus piernas y sus brazos guardan cierta desproporción que contrasta con unos pies muy pequeños. En la caída ha perdido los zapatos, que han quedado olvidados a pocos pasos del cuerpo. Sebas nota una leve punzada de tristeza. Al fijarse con detenimiento en ella, descubre unas manchas moradas, de color berenjena, en su cuello y en su cara, y un hilo de sangre muy roja que se escapa de su boca entreabierta. Sebastián sabe que, al día siguiente, la noticia aparecerá en todos los periódicos. También algunas esquelas, tan solo un par de líneas, con los datos de rigor y sin ninguna concesión a la información personal. Sebas comprende que ha llegado, de nuevo, su gran momento. Piensa en la chica de la melena al viento, en sus manos, en sus manchas y transmite con su voz cascada, sin escatimar ningún detalle, la noticia de su muerte a las palomas. Objetivo y riguroso, en su versión no se decanta ni por el envenenamiento, ni por el suicidio.
Cuando concluye se siente orgulloso. Ha sido, sin duda, una retransmisión de academia con las palabras exactas, las pausas precisas y la modulación envolvente y perfecta. Sebastián se levanta con dificultad del banco pero, antes de abandonar el parque, se detiene un momento y contempla la multitud de palomas que invaden el suelo. Arriba la fiesta continúa. No hay nadie asomado en el balcón. La barandilla se mantiene fija agarrándose contundente con sus dos engarces de hierro a la pared. La chica del balcón coquetea feliz, dentro de la vivienda, con uno de los jóvenes que baila a su lado, ajena a la noticia de su propia muerte. Sebas se aleja del parque, caminando despacio, apoyado en su bastón con el puño de plata, mientras piensa cuáles serían las flores favoritas de la joven. Si lo supiese, una tarde cualquiera, le llevaría un gran ramo a la tumba.