la historia, para ser confuso, empieza el día en que iba sentado en la carroza de pompas fúnebres Orozco & Co. con el fotógrafo estrella del periódico y pude ver el arma que me apuntaba a la cabeza y pude otear los ojos del pistolero desde la calle, unos ojos grandes, con la pupila dilatada por la luz pálida del alumbrado público, un uniforme caqui con visera de dril y dos piernas soportadas en botas militares de caña larga, muy separadas, como un forajido del lejano oeste en una película de Howard Hawks, estático, en medio de la calle por donde avanzaba la carroza Chevrolet en la que íbamos Geovanni Orozco, fotógrafo, y yo, Joaquín Borja, reporteros ambos del periódico La Gallina Política, y termina el día en que salí a las dos de la mañana al exilio, con una muda de ropa puesta y una escondida en la guantera de la misma camioneta que me llevaría hasta un punto indeterminado de la Cordillera de los Cobardes donde dos guerrilleros de a caballo nos estarían esperando para guiarnos por en medio de la selva hasta el campamento central de los alzados, puesto que los rebeldes habían citado a su campamento al director del periódico, y el director había aceptado la citación tras tantos debates, tras tantas polémicas, tras tantas batallas gastadas en los linotipos, tras los percances y tropiezos que acarreaban el difundir información veraz a un pueblo envilecido y manipulado por los Aparatos Ideológicos del Estado, para mí, que era fundador y director de La Gallina Política, órgano de oposición a prácticamente todo, y su redactor, y corrector, y también su secretaria, ya no había nada que perder, ya todo estaba perdido, porque fundar y ver pulverizarse en lo que dura un estallido todo eso que uno insiste en llamar sueños e ideales pero que debía mejor llamar delirios, quimera vana, ilusión sin obra, es un absurdo, porque fundar un periódico para ilustrar a un pueblo era tan absurdo y descabellado como meterse al monte a sabiendas de que había operativos militares en toda la zona, bombardeos con piezas de quinientas libras de fósforo blanco que abrían boquetes en medio de la selva, lluvia de napalm que el gobierno había comprado de las existencias sobrantes de Vietnam al gobierno de Estados Unidos para bombardear sus propias selvas y pescar guerrilleros como quien dinamita un río para sacar dos pescados, yo lo sabía, y el fotógrafo Orozco lo sabía, y el cura Bernardo, que se nos unió a último minuto, también lo sabía, así que estábamos locos y nadie tenía que decírnoslo, estábamos desquiciados porque buscar una noticia como abrazar la belleza es un mismo delirio, porque a nadie en uso de sus facultades y con un poco de aprecio por la vida se le ocurre militar en las huestes de Dios cuando la gente se muere de hambre a causa del gran capital y la injusticia humana, y a nadie con un hijo que alimentar se le ocurre convertirse en fotógrafo como a Geovanni Orozco, y porque en últimas a nadie con un poco de sensatez y ahorros heredados en una cuenta bancaria se le ocurre fundar un periódico en un país donde intentar buscar la verdad es pasar del anonimato al desprestigio, sólo a mí, maldita sea, me habían amenazado una y otra vez de muerte, me habían puesto matones en las calles, sabuesos perseguidores en las noches, esbirros del régimen que se movían como espectros en la oscuridad del Estado de Sitio, sabían lo que comía, lo que bebía, las calles por donde me desplazaba, siempre al acecho, siempre detrás, siempre investigando a mis fuentes, siempre distribuyendo cebos para secuestrarme, siempre a punto de darme caza para acallarme, hasta que lo consiguieron, hasta que se les ocurrió la idea genial de ponerme esa bomba junto a la ventana del periódico que era mi casa, durante la noche del 12 de octubre de 1970, cuando pensaron que yo estaba ahí, porque la luz interior de mi cuarto permanecía encendida, y es que esa luz de mi cuarto permanecía encendida siempre desde mis dieciséis años, simplemente porque era un lector insomne, porque vivía en la felicidad y la promesa incumplida de leer En busca del tiempo perdido y el lío de entender los dos volúmenes de El capital de Carlos Marx y de hacer las genealogías de mencheviques y bolcheviques señaladas por John Reed en Diez días que estremecieron al mundo y releer las crónicas de Larisa Reisner en Hamburgo en las barricadas, para tratar de imitar sus efectos periodísticos, para tratar de ver los detalles que ella veía y que humanizaban las vidas y rostros que figuraban en sus corresponsalías, y para tratar de comprender algunos fragmentos dispersos de La genealogía de la moral de Friedrich Nietzsche, quien por lo demás decía que el hombre era un animal al que le era lícito hacer promesas pero no cumplirlas, mis autores favoritos de aquellos tiempos deletéreos, y esa noche, sin embargo, había decidido postergar la lectura de mis autores favoritos mientras hacía algo mejor que leer, que es alardear sobre lo leído en el círculo de poesía doméstica, una velada literaria mensual que celebrábamos en la sala de la casa de Geovanni Orozco, fotógrafo, que decidió ya no editar más el negativo sino dejar la foto íntegra porque él no fotografiaba detalles sino instantes del tiempo, me dijo, pruebas de la vida que es efímera, momentos que nunca volverán a ocurrir, detalles de una acción, porque el sentido de una verdadera instantánea, dijo, está en la perfecta unión del ojo, el cerebro, la mano y la época, agregó, porque una época es un símbolo, y un símbolo es un traje, o una máquina, un bikini, o unas tetas al aire, o una consigna pintada en una pared, o una forma de bailar, de rezar, de divertirse, o un adelanto técnico, un fusil, un tanque, un helicóptero que ametralla, o un traje de moda, el tiempo es la moda, compadre, me decía compadre Geovanni Orozco, y era verdad, yo era su compadre, porque andábamos celebrando el cumpleaños número diez de su hijo, al igual que un poeta llamado Marcial, y yo debía estar allí porque era mi ahijado, y porque al fotógrafo le gustaba la literatura rusa, los cuentos de Babel, los diarios de Tolstoi, las novelas biográficas de Dostoievski, los poemas de Blok y Mandelshtam, y las acusaciones literarias de Solyenitzin, creía que en manos de los rusos la literatura contenía todos los conflictos humanos de la mitología contemporánea y todo lo que podría decirse después y todo lo que podría pensarse a cabalidad de esta vida absurda que para él, fotógrafo aficionado a editar en negativo, a retratar absurdos y naturalezas muertas, objetos que nunca parecían estar en su sitio, vestidos de novia en un basurero, sillas de dentista en mitad de la calle, paraguas abiertos dentro de iglesias en plena misa, cerdos que arrastraba a tumbos el río furibundo, perros que miraban con nostalgia el horno de los pollos asados, gallinazos que oreaban sus plumajes sobre cruces de cementerio, para él que llamaba a estos “hallazgos Lautréamont” por aquello del encuentro fortuito entre la máquina de coser y el paraguas que se encuentran en la mesa de disección, convencido como estaba de que el asunto de la fotografía era tan relevante como la composición misma, la estética, compadre, la estética, para él, que había ido retratando el espíritu de la aldea más patética del mundo con una estética de choque, con metáforas visuales que se alejaban del mero impresionismo, porque el impresionismo, compadre, sólo retrata la vida burguesa, para él, la verdad oficial, si existía, se tambaleaba cambiando el contexto, sacando a un ser de un contexto y situándolo en uno nuevo, lo que modificaba su sentido, es decir que no había verdad objetiva sino formas subjetivas de ver, y pruebas, que es lo que se sabe de la verdad en un instante de tiempo, y una foto no es más que eso, compadre, químicos que reaccionan a la luz y una parte de la verdad, nítida o dispersa, según el alcance del lente de dos o tres dioptrías que se le pusiera a la cámara, compadre, la foto habla por lo que está antes y por lo que está después, por lo que figura y por lo que omite, por lo que dice mostrando, es un puente, un rastro, para llegar a establecer un fragmento de verdad, y es que una imagen no vale más que mil palabras, compadre, una imagen es el punto de partida para más de mil palabras, lo que se fotografía es un indicio, una presunción, la foto de Londres devastada por los bombardeos alemanes, la foto de los negros americanos que toman agua de un aguamanil segregado y al lado hay un lavamanos que dice “blancos” para que los oscuros entiendan que allí no pueden beber, instantes irrefutables que son puntos de partida, que son constantes de tiempo, eso, metáforas de la época, es lo que intento captar, un instante de tiempo que vale por todo el tiempo, como el cadáver del guerrillero Guevara tendido en un mesón, como el pueblo de Guernica bombardeado, como los caídos en desgracia en la URSS que desaparecían de las fotos históricas por arte de magia y collage, para que una fotografía continúe vigente en la historia debe hablar de esa tragedia recurrente, de esa constante de tiempo que vuelve a repetirse, de ese heroísmo o esa vileza permanente, humana, que regresa y pasa de una lucha a otra, de un lugar a otro, y que se convierte en metáfora de todas las iniquidades habidas y las por venir, los judíos en el gueto de Varsovia que cruzan el puente de la calle Chtoda rumbo a trabajos forzados, los esqueletos sobrevivientes a Treblinka y Belzec y Auschwitz, donde “el trabajo os hará libres”, fotografías que están ahí para atestiguar un instante, aunque el mundo se niegue a aceptarlas, o porque el mundo que viene ignora que existió Auschwitz y algunos se atreverán a desmentir lo ocurrido deben permanecer esos esqueletos vivientes, esas pilas de huesos humeantes, las aberraciones del genocidio que la mitad de la humanidad no quiso detener y de la que todos los que coexistían en una época son responsables en parte, tragedias inéditas que en un descuido de la memoria se convirtieron en cifras, si esos millones de cuerpos en los que acaba una guerra se dejaran como simples números ya todo lo habríamos olvidado, porque los números no tienen rostro, ni sufren, ni gritan, porque de nada sirven las abstracciones que rezan “entre 500.000, 1.000.000, o acaso 6.000.000 de judíos fueron exterminados entre 1940-1945”, de nada sirve si los que nacen nunca lo vieron, las estadísticas son lápidas sobre la amnesia y el olvido, y el olvido es un crimen que le concierne a otro, una fotografía dice al observador aquí están seiscientas mil toneladas de cabezas cortadas, véanlas, ocho millones de litros de sangre, huélanlos, seis millones de libras de masa encefálica desperdiciada, admírenlas, aprendan en las fotos de Capa lo que es el hombre, lo que es la guerra, de eso hablábamos esa noche, o mejor dicho él hablaba y yo lo oía, él decía que debíamos lanzar un número especial de nuestro periódico, un reportaje fotográfico con las pertenencias personales de los torturados que aparecían muertos cada mañana en zanjas y recovecos de carretera, despojos de nuestra guerra sucia, un museo no con sus cadáveres putrefactos sino con sus despojos, con sus objetos privados, secretos, con sus calzoncillos de la suerte que no llevaron, con sus camisas escotadas y agujereadas por los proyectiles, sus billeteras adornadas con fotos de sus esposas, el mosaico del colegio donde se graduaron, el equipo de fútbol al que pertenecieron, el día del bautizo de sus hijas en que se les veía sonreír junto al ponqué de cuatro terrazas, convertir al muerto en lo que era, un padre, un hermano, un tío, un esposo, un ser humano que merecía vivir en la memoria, no una cifra de desaparecidos, de eso hablaba el fotógrafo Geovanni Orozco esa noche inspirada del cumpleaños de su primogénito, un poco antes de que explotara la bomba que habría de destruir nuestro periódico, yo debía estar allí, porque ahora tenía un ahijado, pero en realidad una corazonada me decía vete a tu casa, Joaquín, esta noche hay malos vientos, algo malo va a pasar, percibe el aire, que huele a azufre, que huele a plomo, a gente armada, me voy, le dije al fotógrafo Orozco, antes de que empiece el toque de queda, beba más bien el de irnos, como dijo Sócrates antes de probar cicuta, y me sirvió a tope la última copa, y entonces algo que no puedo explicar me hizo reír a carcajadas, quizá por lo estrambótico de estar celebrando la vida, la vida de un niño, justo ahí, en la sala de velación de los cadáveres, con las dos paredes que exhibían ataúdes de varios tamaños y varios colores encajados hasta el techo, con los candelabros eléctricos y la alfombra persa y los soportales de cobre de los ataúdes en velación, con el Cristo desnudo clavado en una gran cruz de bronce, y es que estábamos en su casa que era a la vez sede de la funeraria Orozco & Co., negocio familiar que atendía con su señora madre de ochenta años llamada Anselma, tanto como la mía que era a la vez hogar y sede del periódico semanario, aquí nos dábamos cita cada último viernes del mes para celebrar el círculo de poesía doméstica, una tertulia privada que era un pretexto para tomar whisky, jugar póker y hablar de libros, un pretexto para hacer chistes de humor de horca, y excusarnos luego ante el cadáver de turno con un brindis, y admitir que teníamos más cosas en común, chistes, libros, músicos, que enemigos políticos, yo admiraba a César Vallejo, por ejemplo, y él al fascista Joaquín Pasos, yo a T. S. Eliot, y él a Ezra Pound, yo a Blaise Cendrars y él a Georges Bataille, yo a Billie Holiday y él a los Rolling Stones, yo había ido a esa velada porque Orozco celebraba el cumpleaños de su pequeño hijo Valerio Catulo Marcial, y porque me había hecho apadrinar a ese niño por si él un día llegaba a faltarle, y porque éramos colegas, él fotógrafo del periódico La Gallina Política, del cual yo era director, editor, columnista, editorialista, reportero, caricaturista, publicista y secretaria, y también distribuidor único y de régimen exclusivo y autorizado por mí mismo cuando toda la plana de socios y el staff de colaboradores y reporteros y periodistas, que eran sólo tres, me pasaron la carta de renuncia uno a uno bajo amenazas de un grupo anónimo llamado la Sociedad de Hierro para la defensa de la propiedad, la familia y la tradición, que no era otra cosa que un grupo paramilitar que aterrorizó a todo el mundo con la oriflama de defender los valores más excelsos de la sociedad, y los que no se fueron bajo amenazas se fueron bajo discrepancias internas que el fotógrafo Orozco llamaba con sorna “halitosis”, o “lluvia de mierda”, bajo los conflictos más intensos que podíamos tener en un tiempo donde el enemigo del pueblo era el pueblo mismo, donde el enemigo no estaba afuera sino adentro de nosotros mismos, y era el miedo y la ignorancia, teníamos miedo e ignorancia, vivíamos entre el miedo y la ignorancia, y esos dos hermanos, cuando van juntos, nunca pierden la oportunidad de saltar al cuello y despescuezarte, acallar tu voz y tu raciocinio y volverte un subalterno obediente, un ciudadano ejemplar, Geovanni Orozco, fotógrafo, fue el único que tuvo el valor civil de no renunciar al periódico, Geovanni Orozco era el fotógrafo estelar, y amaba a Dostoievski que redactaba todas las páginas de un periódico subvencionado por su hermano, y yo no amaba a ningún escritor, porque uno no puede andarse enamorando de los escritores como se enamora de las amantes, en realidad yo no amaba nada, ni conocía un sentimiento y una vehemencia distinta a la de proteger y educar a mi hermana Luisa, mandato exclusivo de mi difunta madre, por el contrario, hacía algún tiempo que había caído en el escepticismo sentimental y en la trampa del insomnio provocado por el cierre de la edición semanal, y había empezado a darme cuenta de que el trabajo de reportero era más absorbente que el amor y que ninguna mujer estaría dispuesta a vivir con un esclavo del oficio como yo, el mundo hervía en los lixiviados de su propia podredumbre y nuestro pueblo era un pueblo que se las apañaba muy bien con el crimen y la vileza, un pueblo del que yo mismo debí haberme marchado muy joven, o a la primera amenaza que llegó en forma de panfleto bajo la puerta del periódico por cubrir día tras día la invasión que hiciera Ana Dolores Larrota y su ejército de zarrapastrosos a un lote baldío que era la promesa arquitectónica de la clase media y terminó siendo un moridero de pobres, un cinturón de miseria alrededor de un pueblo rodeado de minerales que eran la materia prima para mover las industrias del mundo, debí haber seguido mi instinto y no haber vuelto nunca a imponer una nueva esperanza en la objetividad de la información y la libertad de prensa, porque los únicos crédulos de este mundo son los desesperados, porque en ese lugar que fue el lastre y la perdición de mi vida lo único que pegó bien fue siempre el crimen, en ese pueblo que era el pueblo más vil que he conocido no sólo mataban los sueños, mataban a todo lo que intentara pensar por sí mismo, no había ley sino monarquía, y a falta de monarca reinaba el abuso, la corrupción, la envidia, la violencia legítima, la impunidad en esa tierra que era la república independiente de la idiotez, y esa idiotez ostentaba un solo atenuante, y era limitar por todos los lados con la república ignara de la infamia, llamada Colombia, la inicua, la vil, la criminal, la perturbada, yo nunca debí haber vuelto a ese lugar donde nada me ataba, donde al riachuelo de mi infancia lo pudrieron poniéndole los vertederos de aguas negras, donde la calle en que desvirgué a mi primera novia la remodelaron con un espíritu arquitectónico neomafioso de la albañilería local que no evocaría nada en el futuro porque era un paisaje estéril, donde a mis primeros amigos o los mataron o los envilecieron, y donde en las jornadas de cacería humana de 1970 el glorioso ejército nacional de la república puso la bomba que acabaría por matar al único ser que me amaba en el mundo, y es que todo sucedió así, ese 12 de octubre de 1970, siendo las diez y veinte de la noche, en pleno toque de queda, salí a paso rápido de la casa del fotógrafo Geovanni Orozco, diciendo adiós a sus atenciones y al buen whisky y a la fiesta acabada y dejando obsequios para el ahijado, mientras que a mil metros de allí, frente al periódico, titilaba la misma luz de todas las noches, la luz de mi insomnio acostumbrado que era una lámpara Baccarat en el centro de aquella estancia de la casa que servía lo mismo como biblioteca, despacho y dormitorio y sala de redacción del periódico, pero no era yo el que estaba allí, sino mi hermana Luisa, que tocaba el piano tan bien como lo hacía mi madre teniendo por todo público una colección de afiches del cine clásico, western negro y silente, un público de lujo presidido por James Dean y Gary Cooper, por Chaplin y John Wayne, Bogart y Bacall, un público más bien hierático con sus atuendos oscuros y sus ojeras del tiempo, y sin embargo a ella no le disgustaba del todo ya que se había pasado la vida viendo películas de vaqueros en el Teatro Cervantes y estaba loca por tener un dormitorio como el que yo tenía, con piano y repisa de libros, tapizado con alfombra de figuras geométricas y las paredes cubiertas con los carteles que dibujé para promocionar las películas de John Ford y de Howard Hawks en mi efímera carrera de pintor de anuncios, primer empleo que tuve, ella se encerraba allí, cuando yo no estaba, levantaba las tapas del piano y se ponía a tocar la única melodía que había aprendido en trece años de ejercicios musicales, la obertura nueve número uno en si bemol menor, nocturno de Chopin, luego terminaba, cerraba el piano y tomaba en préstamo algún libro de las estanterías y se ponía a leer sin prestar mucha atención a nada más, porque era distraída, tenía dieciséis años y era signo Géminis y estaba en todo su derecho de no prestar atención a nada más que a su vanidad porque a los dieciséis años uno está en su derecho de creerse eterno, de contradecirse y después a irse, y estaba en su derecho legítimo de no saber qué es lo que realmente se quiere de esta vida, a ella le gustaba hablar y bailar, y le gustaba ir a mi biblioteca en las noches y manosear mis libros con sus dedos perezosos y la única codicia de encontrar un somnífero eficaz, a veces venía a preguntarme qué estaba escribiendo, manito, y yo le leía entonces lo que estaba escribiendo en voz alta, y ella preguntaba si iba a publicar eso en La Gallina Política, y yo le decía que no porque era encender mi propia hoguera para que me quemaran bajo el árbol centenario de la plaza, que iba a hacer algo mucho mejor, convertirlo en novela, pero si tú no escribes novelas, manito, escribes panfletos, pues por eso, le decía yo, y hablaba enseguida de las proezas literarias del panfleto en todas las épocas, de una posible y explosiva mezcla de libelo y diatriba elevados a ficción dramática, muy al estilo de Jonathan Swift, al estilo de Léon Bloy, al estilo de Céline, al estilo de Montesquieu, al estilo de Aristófanes, al estilo de Dalton Trumbo, y así todos se sentirán aludidos y sin diferenciar entre invectiva y realidad, ¿me entiendes?, por eso no tendrán ganas de lincharme después, porque para indignarse hay que leer y aquí nadie lee, y ella reía y tomaba por el lomo La princesa de Clèves y se ponía a leer esas historias de amor de ha siglos, y yo la dejaba leer tendida en la alfombra con sus polichinelas de duende apocado y su pelo sideral que se desplegaba en el piso como alas de hada y sus ojos que poco a poco se atiborraban de sueño, en tanto seguía puliendo y reescribiendo la misma frase, que había una vez el pueblo más imbécil del mundo, el pueblo donde todos eran comandantes, hasta los padres de familia y las amas de casa, el pueblo donde nadie pedía permiso ni tenía la ligereza de decir gracias cuando había que darlas, y despreciaban al chancho pero adoraban las enjundias, esa noche del 12 de octubre de 1970, mi hermana Luisa estaba sola en aquella habitación, tocando la obertura del nocturno nueve número uno en si bemol menor antes de leer las novedades literarias, Ómnibus de poesía mexicana que estaba abierto sobre la mesa de dormir de su hermano, o uno de entrevistas de Beauvoir a Sartre, o el último de Julio Cortázar que comandaba la tropa de escritores suramericanos de éxito mundial, y tal vez su único error, su garrafal equivocación, fue la de tocar esa melodía con los ojos cerrados, porque con los ojos cerrados, abismada en los pálpitos de cada sonido del reloj de péndulo de mamá, no vio ni escuchó el camión que resolló en la calle al frenar, ni los susurros de las botas militares que se fueron acercando, ni vio el rostro miope que se asomó a la celosía sin poder distinguir un par de manos blancas de mujer de un par de manos torpes de periodista para percatarse de que eran sus manos de pianista y no mis propias manos lo que alcanzó a ver entre los barrotes de la ventana y luego y de nuevo el rumor de las botas y el chisporroteo de la mecha rápida y el motor del camión alejándose, ella no lo oyó, ni los vio, a los artificieros, y yo tampoco pude ver ni oír nada, porque a esa misma hora, en la sala de velación que tenía por casa mi fotógrafo estrella Geovanni Orozco, puesto que su madre anciana, de nombre Anselma, se hizo matriarca con el mejor negocio de Colombia que era, ha sido y seguirá siendo vender ataúdes, en ese varadero de viudas y huérfanos y expósitos donde acaba toda ambición y todo resentimiento, nos despedíamos de nuestra noche de canalla literaria el fotógrafo y yo, su compadre, y nos despachábamos el último whisky a fondo blanco, y entonces vimos el camión verde espinaca de los militares que rugía al pasar, y Orozco me dijo con sorna, limpiándose la comisura, por la cual resbalaba una gota de whisky, a quién irán a matar esta noche los caballeros, y yo le dije tal vez a Joaquín Borja, compadre, y él, quizás a Geovanni Orozco, cabrón, y ambos nos reímos en las narices de la parca, para restarle solemnidad a nuestra propia muerte, para conjurar el temor, porque bien sabíamos que las amenazas reiteradas de muerte iban en serio, y brindamos y empezamos a servir una ronda adicional, compadre, la última, esta sí, la de Sócrates, cuando escuchamos, nítida, penetrante, la onda expansiva de la explosión, y luego el eco del fogonazo que fue repercutiendo por las calles del pueblo sometido a toque de queda, la explosión acabó con la fachada de mi casa y descuajó la ventana de la biblioteca y derribó parte del techo y escupió esquirlas que se clavaron en el cuerpo de mi hermana Luisa y partieron en dos el piano Apollo que fue de mi madre y pulverizaron el archivo del periódico que yo había fundado, La Gallina Política, ahí empieza la historia, aquí comienza el relato, aquí, porque Geovanni Orozco preguntó dónde sería ese bombazo, y yo le dije muy cerca, compadre, creo que detrás de la iglesia, y detrás de la iglesia es donde quedaba mi casa, traiga cámara y flash, le dije, y un asa 1000 que está muy oscuro, pero hay toque de queda, me dijo, para la prensa no hay toque de queda que valga, y Orozco cogió la cámara con un lente gran angular y las llaves de la carroza Chevrolet que tenía rotulado en las cachapas un cajoncito de muerto con el nombre de la funeraria Orozco & Co. y el rollo fotográfico hipersensible, y nos fuimos al garaje y sacamos la carroza de pompas fúnebres y empezamos a avanzar hacia el sitio de la explosión, y una corazonada me decía que había gato encerrado, la explosión provenía de mi calle, del periódico, y las manos me sudaban en parte por las palpitaciones y en parte por las corazonadas, y entonces giramos para enfilar al parque principal y fue cuando vi al pistolero en mitad de la calle, como sacado de una película de Howard Hawks, con las piernas abiertas y la pistola en la mano, mirándome con sus ojos lánguidos, unos ojos que nunca olvidaré, y el revólver que se levanta, y Orozco que grita cuidado, Borja, y da un bandazo y el disparo que cuarteó el parabrisas de la carroza y el tipo que se perdió en la noche y nos quedamos ahí, aturdidos, perturbados, atolondrados, fotógrafo y reportero, con las llantas girando en el aire, el parabrisas agrietado y la carroza vuelta de través, sin saber qué ocurría, sin saber si el pueblo se había vuelto loco, o por qué no salía, por qué seguía resguardado tras las puertas y los mil cerrojos, asomándose por hendijas mientras las bombas explotaban frente a los periódicos y los sicarios atalayaban y el gobierno prohibía y los inocentes caían aplastados como moscas, aquí empieza esta historia dictada a un magnetófono, así comienza el alegato, y mi despedida y el final de la felicidad, así comienza