1
Dicen que dijo: “Voy a cortar esa montaña, y a construirle un pueblo encima”, borracho, en la mesa del bar, un amanecer.
Dicen que prometió, un año después, en la misma mesa del mismo bar, que sería el mejor vividero del mundo, y que él era un hombre sincero de donde crece la palma.
Dijo que los banqueros eran una clase parásita, dos años después.
Dijo que se fueran a la mierda, que estaba arruinado y palmeó la botella y la hizo trizas en el baldosín, tres años después.
Hay hazañas que no necesitan de una vida para revelar todo su esplendor inútil.
Un instante, un gesto, bastan.
2
Como todos los días, ha venido pulcro en la ropa. Y ebrio, como de costumbre. Es el mismo bar donde lo ven a diario, con el acostumbrado vaso de ron servido frente a sus ojos cansados. Desde la mesa vecina, una mujer vestida de rosado y zapatillas azules le echa ojeadas insistentes. Sabe que no lo mira con deseo. Sabe que ella busca billetes. Que pesca incautos. Hombres sin amor. Sabe más: que aquellos son los ojos del hambre. Mala suerte para ella. Piensa.
¿Qué le puede ofrecer un alcohólico arruinado? Él está en bancarrota, presa de los bancos hipotecarios, a la espera de un liquidador del activo y el pasivo de su quiebra estrepitosa.
Él se ríe de su propio patetismo. Para ella es la señal esperada. Se aproxima.
—Bienvenido, patrón —dice ella.
3
Ahora mira, a través de la ventana, la montaña achatada que alguna vez fue cónica, como las postales del monte Fuji, al otro lado de la ventana.
La mujer del vestido rosado toma asiento, frente a la ventana y oculta con su espalda ancha la visión del cerro. Es impertinente. No ofrece disculpas.
—Cómpreme un cuarto, patrón —dice y enseña el fólder lleno de billetes de lotería—: mire que juega hoy.
—Ya no juego.
—Entonces vamos a temblar juntos —dice la mujer, en voz más baja, y señala con la uña pintada y temblorosa la mano con que él oprime el cigarrillo y también tiembla.
Con el respaldo de los dedos, él empuja el vaso de ron y le ofrece un sorbo.
Ella prueba el ron y deja menos de medio vaso servido sobre la mesa.
—Diga que sí —insiste la mujer.
Él responde con gestos: llama al mesero, paga la botella, sale del bar y la mujer lo sigue a pocos pasos.
Luego caminan por el mismo andén por dos cuadras hasta la entrada de un edificio con fachada de ladrillo que tiene un anuncio en letras de molde proyectadas en franjas de amarillo y rojo que simulan un atardecer: Hotel Bristol.
4
En la recepción, él solicita la habitación número doce. Cuando el recepcionista pregunta si desean pasar la noche entera, él se apresura a responder que no:
—Sólo el rato.
Luego la pareja se pierde por un pasillo demarcado por canastos de helechos flotantes y entra a la habitación.
5
Mientras la ve desvestirse, se queda observando el fajado del vientre adiposo. La piel de la mujer expide un aroma reconcentrado a plástico. La mujer acaba de desenvolverse la faja y le devuelve la mirada detallando el penacho de pelo encanecido que asoma por encima de la camisilla sin mangas. Él enciende un cigarrillo y le tiende otro a la mujer. Luego ella abre de par en par la ventana del tercer piso del hotel desde donde puede divisarse la cima del cerro excavado. Una franja de luz de la tarde ingresa como una barra de metal y marca el centro de la habitación. Él se acomoda en la cabecera y mira el cerro.
—Todo el pueblo dice que a esa gente de la invasión la van a sacar a la fuerza este mes.
—Ellos se lo buscaron.
—¿Toda esa montaña es suya, patrón?
—Ya no. Ahora es de los bancos. ¿Qué número cayó la semana pasada?
—La Millonaria cayó en 8, el 058. Pero todo el pueblo le está apostando al 19.
—¿Por qué al 19?
—Porque ese es el día en que se robaron las elecciones.
—¿Le queda un quinto con el 19?
—Ya no. Me queda el 57.
—Véndame dos quintos.
La mujer busca el fólder, saca los dos quintos de lotería y los pone encima de la camisa de él que está extendida en la mesa de noche.
Fuman silenciosos, hasta que la mujer da la última calada, lanza la colilla por la ventana y se acerca a la cama con sus carnes temblorosas.
6
—¿En qué piensa?
Él sólo la mira, perdido, como si no comprendiera su voz, como si no hablara el mismo idioma cavernario de aquella dama de compañía. La mujer trata de atraerlo a la realidad, fabricando un poco de intimidad con las caricias de la mano.
Él enciende un cigarrillo, fuma dos bocanadas y toma los billetes de la lotería que siguen en la mesa de noche.
—Si me gano la lotería esta noche, la invito a un viaje.
La mujer ríe y se pasa dos dedos por la boca para extraer un mechón de su cabellera suelta que no la deja hablar.
—¿Me invitaría a un viaje?
—Sí.
—¿Por qué a mí?
—Porque usted es la gorda de la suerte.
La mujer mira el billete, mientras estremece un diente superior con uno inferior, como si contuviera las ganas de reír.
—¿A dónde le gustaría ir?
—¿A dónde me quiere llevar, patrón?
—¿Ha ido al extranjero?
—No conozco ni el mar de Medellín.
—Medellín no tiene mar.
—Ya sé. Es por joder.
—¿Le gustaría ir a Italia?
La mujer intenta atrapar la carcajada que se le escapa, con la palma de la mano, pero no puede y entonces deja ver el agujero de la muela que sigue al colmillo.
7
—No sea creído —dice la mujer—: enséñeme algo —y le guiña el ojo.
Él enciende un nuevo cigarrillo con la colilla del anterior.
—De italiano —explica ella—. Es eso lo que hablan allá, ¿no? Enséñeme algo, a saludar; lo que sea, patrón; todos dicen en el pueblo que usted habla como veinte idiomas.
Y se endereza sobre él, con las tetas columpiándose en el aire.
— Dimmi porca, perchè mi piace.
Ella ríe y trata de repetirlo, mientras sopesa la musicalidad de esa serie de palabras arcanas: “Dime porca, porque me piace; dime porca, porque me piace…”.
—¿Y qué significa? —dice ahora, y rueda sobre el costado, divertida.
Él la mira, sin interés.
—Un poema —dice.
—Un poema —repite ella, y luego susurra—: Dime porca, porque me piace…
8
—¿Qué significa?
—Nada.
Había estado en Italia hacía muchos años, después de que su padre lo internara en el colegio León XIII con la promesa de que una vez finalizado el bachillerato el sacrificio sería recompensado con un viaje de consolación al país que él eligiera de Europa. Una vez recibido de bachiller, con los curas salesianos, cumplió su promesa y lo envió a ejercitar las lenguas aprendidas. En realidad no aprendió ninguna lengua extranjera en Bogotá. Podía, sí, formular frases de urgencia en inglés, pedir un plato de comida en francés, informarse sobre alguna dirección en italiano, leer algún libro al año en portugués, y entender el sistema de declinaciones del latín, pero en el fondo sabía que a duras penas era capaz de expresarse en un español provinciano y tímido, alimentado por una impronta de palabras domésticas que eran el habla casi fosilizada desde el siglo XVII entre los obreros de la hacienda que fue su casa.
Por suerte, los curas salesianos tuvieron la delicadeza de decirle que hasta el español pedestre, convenientemente acompañado por un fajo de dólares, era suficiente para atravesar la Europa de posguerra. Ese era el idioma universal; su pasaporte: los dollari, como decían en Italia. El amor costaba dos dollari. El almuerzo: cincuenta centavos de dollari. Un cuarto de hotel: diez dollari. La guerra había terminado y la fiebre de la reconstrucción se tomaba Europa. Dólares fue lo que su padre puso a su disposición para el viaje programado que iría a durar tres años. Dólares y dos cheques posfechados que podría cobrar en consulados. Si visitó Barcelona, es porque estaba en su paso obligado a Francia, que a su vez estaba en su paso obligado a Italia, objetivo último de todo el recorrido.
9
En Marsella desembarcó dos días, y de ello sólo le quedó el recuerdo de un muelle cundido de barcos, una niña que cantaba romancillas con alientos menguados por la sífilis, un perro de estibadores de puerto que se lamía el muñón de una pata mutilada y la imagen de una inmensa catedral que parecía fundida en plomo con una mole de mujer metalizada que observaba, fija, un mar de plata.
Una semana después, desembarcó en Génova. Italia era el único país que anhelaba conocer. La Italia oscurantista y la Italia del renacimiento seguían refulgiendo ante sus ojos de estudiante hipnotizado por un cura salesiano de apellido Vattimo al que consideraba su maestro de casi todo: de gramática, de mecánica, de arte y de literatura, pero que en realidad estaba enloquecido a la vez por dos vocaciones frustradas: la pintura y la poesía. Todavía recordaba sus clases y sus discursos apocalípticos y sus exégesis de Dante: “En el primer círculo del Infierno están los muertos no bautizados. En el segundo, los lujuriosos. En el tercero, los glotones. En el cuarto, los avaros. En el quinto, los iracundos. En el sexto, los herejes y epicúreos. Y en el séptimo, los violentos; divididos en tres grupos, violentos contra el prójimo, contra ellos mismos y contra Dios. En el octavo nivel se encuentran los fraudulentos, divididos en diez hoyos concéntricos o ‘bolsas’; y en el noveno, con cuatro zonas, los gigantes, rebeldes a la divinidad, guardianes y condenados a un tiempo, y los traidores agrupados por el objeto de su traición”. Italia era eso, en palabras de su maestro: “È un bell’ inferno. L’Inferno di Dante”. Y ahora él estaba allí para reconocer cada círculo. ¿Cuál era el infierno de los glotones? Nápoles. ¿Cuál el infierno de los iracundos? Roma. ¿Cuál el círculo de los lujuriosos? ¿Rímini? ¿Salerno? ¿Palermo? Había venido a recorrerla toda, la pierna itálica, la bota de mujer. Pero lo que encontró fue una trampa.
10
Corría el año 1950, en Turín, a la que llamaban Torino. Una ciudad del norte de Italia que vivía de las glorias medievales y de su Erasmo de Rótterdam y de sus escarpadas colinas adyacentes y que lucía orgullosa boquetes de ojiva sin estallar, en las fachadas de piedra, de los bombardeos aliados de la última guerra europea. Italia era un país empobrecido en la posguerra. El esplendor de los siglos que sublimaba el viejo Vattimo estaba deslustrado. De comer carne rancia en Génova, pasó a comer salmón en Turín, y allí canceló el resto del itinerario, por apatía y porque la gripa le volvió la carne calenturienta y lo hundió en una cama a cuarenta grados de sudor frío.
En uno de esos edificios de cinco pisos idénticos, situado en la vía Corso Rey Humberto, en la misma calle donde quedaba el café Platti, había un albergo llamado Roma. Allí llegó y se registró el sábado 26 de agosto. No tenía por qué registrarse en un hotel tan costoso, puesto que había visto otro más barato en la vía Po, pero tomó una habitación, la 348, y se dispuso a pasar la primera noche. Se quedó en Turín, a la que los italianos llamaban Torino. Se quedó en Turín y sus palacios a medio derruir. Al día siguiente, domingo, cuando salió de la cama con treinta y ocho de fiebre y subiendo, se encontró de frente con el alboroto de que en la habitación vecina se había suicidado la noche anterior un huésped ilustre que tuvo la inmensa cortesía de dejar en el libro que estaba leyendo una nota escrupulosa en que rogaba excusas a los administradores por la incomodidad de su cadáver. No pudo menos que recordar la elegancia de los suicidas bogotanos, y un episodio presenciado el año anterior en el que un soldado suicida del Batallón Guardia Presidencial, junto al colegio León XIII, se pegó un tiro de fusil en la boca y le dejó a su superior una nota que decía en palabras corteses: “Capitán, me suicido, no sé por qué; perdone la molestia”.
En medio de la marabunta pasó por enfrente de la pieza en que se arremolinaba el personal y alcanzó a ver al suicida del hotel, pulcramente vestido, en medio de la cama, pero descalzo. Sobre la mesa de noche, estaban los lentes del suicida de aros negros con vidrios de culo de botella. Por un instante, recordó que el día anterior se había registrado al mismo tiempo que aquel hombre, quien al oír su acento extranjero lo había mirado al comienzo con interés, luego con inquietud y al final le había rehuido la mirada con algo que lo distrajo al otro lado de la ventana: la silueta fugaz de una mujer que titubeó a la entrada del hotel pero que siguió de largo. El hombre corrió a la puerta, miró a la calle, pero enseguida pareció decepcionado y desanduvo los pasos para regresar a la recepción. Luego de aquella pérdida momentánea de atención, el suicida perdió todo interés por saludarlo. Les preguntaron a ambos qué número de habitación preferían del 345 al 348, a lo que se le adelantó al suicida y respondió que el 346. El suicida no quiso tentar al azar y pidió una habitación cualquiera, pero exigía que tuviera teléfono, porque esperaba una llamada muy importante, razón por la cual la recepcionista pidió al extranjero cederle al suicida la habitación 346 que tenía teléfono. Así pasó él a ocupar la 348, junto a la habitación del suicida. Ese fue el incidente que aproximó sus vidas por un instante. Pero el hecho de haber cedido la habitación que el otro habría de usar para matarse, le produjo un arrebato agorero cuando vio al día siguiente a los empleados del hotel reunidos, a las aseadoras que lloraban y se abrazaban entre ellas y los pies desnudos de aquel hombre pulcramente vestido como para una ocasión especial.
Ese mismo domingo, después de enterarse del suicidio de aquel huésped, cambió del hotel Roma a un albergo de la vía Po. Nunca olvidó ese día, porque aparte del suicidio y la fiebre de treinta y ocho que lo acompañó a todos lados y la sospecha de que él mismo podría haber sido el muerto de haber tomado la habitación asfixiante del suicida, aquel 27 de agosto fue el día en que conoció a Laura Litri.
11
Tenía piernas largas con muslos de dinosaurio, vestido blanco con ruedo de encaje, pelo rojo y odiaba Italia. Se vieron primero de lejos, luego no se entendieron el saludo y finalmente acabaron en una cama.
Ella comía en un restaurante de estudiantes en la vía Po, la calle que llevaba al río del mismo nombre, con la mirada fija en un acordeonista que tocaba una tarantela atropellada para recoger monedas entre voceadores, paseantes, vacantes de fábrica. Él la observó en detalle mientras ella terminaba una efímera ensalada caprese: un abrigo ajado de armiño, una cabellera de maíz entre dorada y rojiza apretada sobre la nuca, un vestido suelto por no llevar cinturón y unas piernas forradas en medias color crema, sin elástico, que se sostenían apenas de una liga que quedaba a la vista de los muslos carnosos bajo la mesa. Cuando ella pagó y salió, él decidió seguir las medias destempladas hasta que la vio entrar en un salón de baile cerca de la universidad. No se atrevió a entrar. La vio salir vestida con un tutú de aprendiz de ballet color carne, seguir los movimientos de la instructora en el espejo y repetir las posiciones en medio de un grupo de cuarenta bailarinas aficionadas que resbalaban y trastabillaban como gatos subidos a los árboles. Al día siguiente, después de una noche atemperando la fiebre con paños de agua fría, regresó a la puerta del salón de baile de la universidad y no descansó hasta verla otra vez hacer sus ejercicios vestida con el tutú color carne.
Esta vez llegó enfundada en tela negra, pero seguía ocultando sus costillas escuálidas bajo ese abrigo ajado que alguna vez fue blanco y ahora tenía el color de las paredes viejas. Le pareció ahora más delgada que el día anterior, y se sintió dispuesto a esperar las dos horas de rutinas para conseguir romper el silencio y hablarle. Permaneció sentado en la puerta de entrada al salón de espejos. Dos muchachas se sorprendieron de verlo ahí como un perro ansioso por el olor del celo y alcanzó a entender lo que le dijo una a la otra cuando pasaban a su lado: “lo trajo el olor”. La abordó a la salida, pero ella se le adelantó en la iniciativa: al verlo allí sentado, desprotegido de la helada, afectado por la tos crónica, ella se compadeció y le habló en italiano. Él tardó en darse cuenta de que había cometido el error de contestar el saludo en español, y ella lo sorprendió con una réplica en gramática peninsular:
—¿Cómo estáis?
Hubiera querido responderle:
—Voglio una donna.
Pero no fue capaz de tanta impertinencia, aunque nada en el mundo era más cierto que aquello: necesitaba en las horas frías de Italia una mujer, para temperar la fiebre, el frío, el desamparo. Trató de hacerse entender como pudo. Con las manos, con aleteos de ahogado, exagerados. Le dijo que estaba de visita en la ciudad, pero ella entendió que estaba de visita en la universidad; que era colombiano, pero ella entendió que era valenciano; que si le gustaría dejarse invitar a una ensalada caprese, pero ella debió entender que tenía hambre al ver el índice que hacía un desagradable ademán de entrar en su boca. Por un momento, mientras Laura sospechaba que faltaba muy poco para que él se atreviera a pedirle una limosna, él fantaseó que dejarse caer en el restaurante del brazo de aquella muchacha con su abrigo ajado y su pelo sobre la nuca y sus medias destempladas era la fórmula para que todos los comensales dejaran de mirarlo con extrañeza por el acento cada vez que ordenaba un plato en ese simulacro de italiano que aprendió en el colegio salesiano.
Ella respondió con una sonrisa:
—Mah, arrivederci —y trató de zafarse de la ocasión, pero él no desistió y buscando las palabras correctas volvió a formular la petición.
Lo que ella balbuceaba en español era equivalente a lo que él balbuceaba en italiano. Laura pareció entender mucho mejor el segundo galimatías y notó de qué se trataba: una inofensiva invitación a comer. Se rio de la confusión babélica y dijo una retahíla en algo que no era ni de cerca italiano, sino piamontés.
Y esa melodía lo llevó a la trampa.
12
Los primeros días con Laura Litri consistían en caminar en silencio por la ciudad de Turín, perderse por sus plazas y laberintos de piedra, teniéndola a ella por cicerone. Él decidió pagar su acompañamiento en dólares, y ella abrió los ojos con desmesura al ver tanto dinero junto en las manos de un extranjero de un país que no había oído nombrar jamás.
Durante los almuerzos lo notó: era más delgada de lo que parecía en los espejos del salón de baile, tal vez porque el abrigo de armiño le ocultaba las costillas y los senos leves, o tal vez porque sólo comía una vez al día para poder sostenerse en la ciudad con lo poco que le daban sus padres, campesinos residentes en una aldea cercana a la frontera con Francia, y a quienes visitaba, según creyó entender, cada seis meses.
Ella aceptó sin condiciones ser su guía por las dos ciudades llamadas al mismo tiempo Turín y Torino: la anclada en el tiempo, y la desportillada por la guerra. Una noche, después de haber visto atardecer en las colinas del Piamonte y tras haber bebido dos botellas de vino de Asti al son del mismo acordeonista que tocaba la primera vez que la vio en el restaurante, la bailarina Laura Litri entró a su albergo de la vía Po, se quitó el abrigo de armiño, dejó caer el vestido blanco que dejó a la vista las costillas de rana, desenrolló de sus muslos de dinosaurio las medias sin elástico, se dejó las tiras de la bragas y se acostó con él sobre la cama de muelles deformados.
—Dimmi porca, perchè mi piace —dijo.
Él quiso no entender lo que decía. Pero lo que trataba de hacer era simplemente jugar con la combinación de un juego de frases vulgares con que habían estado compartiéndose la ropa sucia de sus respectivas lenguas, y a través del cual habían sabido más de sus países opuestos que en cuatro horas de descripciones inútiles.
Desde esa tarde, Laura Litri se volvió una tormenta de jadeos que no cesaba. Se amaron hasta que la luz del día atravesó la ventana del hotel. Y luego de un almuerzo abundante en tomates secos y arroz negro con queso de cabra, continuaron imparables engulléndose a bocados, primero la carne blanca detrás de las rodillas del dinosaurio, luego la tesitura del pubis afelpado, la punta de los senos leves, los tendones del cuello, la lengua seca, hasta un atardecer etéreo disuelto en agua que su maestro Vattimo hubiera dicho pintado por Antoine Wiertz, cuando casi el sudor y el sueño amenazaban fundirlos en el mismo horno de amor.
—Amore mio —se le escapó a él, susurrando su oreja. Y ella preguntó, en español soñoliento:
—¿Tú me amas?
Él dijo que no lo sabía, que nunca había amado a nadie, que sólo intentaba saber cómo sonaba en italiano.
Pero ella repuso:
—Si me amas, sácame de este país, Simeoni.
13
—Veramente mi ami?
La vendedora de lotería le da dos vueltas a la faja que oculta la carne floja del abdomen, luego toma el vestido rosado, se cubre la espalda y escucha aquellas frases en un idioma que no comprende:
—Se mi ami veramente, portami via da questo paese.
—¿A dónde va, patrón? —dice la mujer, atándose la faja frente al espejo—. Son cien pesos, con los dos quintos de lotería.
De arrebato, él busca en el bolsillo de la franela y consigue completar la cifra para pagar a la mujer.
—Buena suerte —dice la mujer—. Me alisto para Italia.
Y él abandona la habitación y camina hacia el corredor de helechos colgantes.
14
Antes de salir del Hotel Bristol, paga la tarifa al administrador y se encamina por la misma calle hasta entrar de nuevo al bar.
—Lo de siempre —responde a la mirada del mesero que no se toma el trabajo de saludarlo.
Hace veinte años que bebe lo mismo: ron de Cuba diluido en soda. Su padre se envenenó treinta años con aguardiente. Hace diecisiete años que murió de cirrosis, y eso quiere decir que él mismo lleva diecisiete años bebiendo ron en su reemplazo en la misma silla del mismo bar. El alcoholismo: la única herencia inagotable que le quedó de su padre.