1
Abril 18 de 1970. Noche. Interior de la cárcel de mujeres. Tras cuatro meses de dormir en la celda de esa cárcel, por su frustrado intento de eludir el destierro, Ana Dolores Larrota sabe que la van a matar. Despierta con sobresalto varias veces esa noche para atender las aguas del cuerpo y los ruidos nocturnos, pero a la madrugada del 19 ya no puede más y escamotea los malos humores y la invasión de zancudos con el humo amargo de un tabaco rubio que esconde bajo el camastro de la cárcel y que empieza a fumar a gruesas caladas.
A las ocho de la mañana de ese mismo día, se abrirán los comicios en todo el país para elegir al presidente de la república. El día anterior, una presidiaria le ha confesado que alguien de afuera ofreció dinero por su cabeza. Van a matarla, en aquella cárcel de mujeres, las internas del pabellón dos, con un puñal que han introducido en las visitas del día. Larrota le resta importancia a la amenaza, y no se ve interesada en cambiar sus hábitos por seguridad. En la mañana del 18, conversará tranquilamente con algunas compañeras que le ofrecen viandas durante el caspete. A la hora de las duchas, camina junto a las demás presas con una bata de burda y un paño limpio hacia las regaderas. Es ella la que demuestra más edad en todo el pabellón. Tiene setenta y tres años cumplidos, el pelo plateado, la erisipela le hincha las piernas y una osteoporosis progresiva le ha ido encorvando las vértebras cervicales. El pelo es una mata de hebras grisáceas que anuda en dos trenzas en forma de espigas y que caen a lado y lado de la cabeza. Las internas del pabellón número uno, llamadas chusmeras o guerrilleras, condenadas por el delito de rebelión, sienten respeto por Ana Dolores Larrota, cuando no simpatía por su causa, y le declaran lealtad y los mejores deseos para verla pronto libre.
—Anita —dice de lejos, siempre que la encuentra en el patio, Rosa Moreno, una líder sindical condenada a treinta años por rebelión—, ¿usted qué hace aquí? Usted debe estar afuera, ayudando a los pobres.
2
Las internas del Pabellón Dos, condenadas por homicidio y hurto agravado, han aceptado atentar contra Larrota.
Larrota, la llaman, sin diminutivos, Larrota, a secas, cuando están reunidas todas en el comedor de la cárcel, y la increpan:
—¿Aproximadamente a cuántos conservadores has matado tú, Larrota?
Las reclusas del Pabellón Uno se levantan de las sillas y rodean a la anciana para defenderla por si hay hostigamiento. Las presas del Pabellón Dos se reúnen en torno a Martina Hinojosa, su líder, a la que le gusta lanzar dardos semejantes para enrarecer el almuerzo y sentir que domina el territorio.
La anciana apenas levanta la vista del plato para escrutar a Martina Hinojosa, pero son las más jóvenes de su bando las encargadas de contestar la provocación:
—¿Por qué no me lo preguntas a mí, Martina Babosa?
—¡Yo he matado a cinco lacras hermafroditas más feas que vos, engrifada! —espeta otra.
Las guardianas aparecen por todas las esquinas del comedor garrotes en mano.
—¡Haraganas! —gritan.
—¡A tragar! —ordenan.
La tensión se mantiene por un instante, mientras pasa de largo la guardia. Luego los dos grupos de mujeres vuelven a ocupar sus puestos en el gran comedor, a regañadientes.
Una vez sentadas, las miradas se hacen cortantes y los murmullos se cargan de ofensas silenciosas que van y vuelven por los mesones en forma de susurros, mientras en las bandejas se desmigajan las arepas de la mazamorra carcelaria.
3
Día 18. Ya en la ducha, una de las reclusas más jóvenes, llamada Daniela Cordero, abre el grifo del agua para evitar que la oigan hablar desde la ducha vecina. Luego Daniela Cordero se acerca a Larrota y le confirma que el grupo de Martina Hinojosa aceptó el encargo de matarla y la piensan atacar durante ese día con un cuchillo que “pasó de agache” en las requisas.
—La encargada será Vicky La Lora, que es la que lleva el cuchillo debajo del ala. Pero esa Lora es muy escamosa, Anita, todo lo cuenta, no sabe disimular las artimañas ni la hijueputez, así que hay que estar antena con las otras. Puede que cambien el plan y venga Martina misma con el estilete para hacerle la hernia, o cualquier jermu de esa laya.
Larrota sale de las duchas, con las trenzas aún goteantes y María Consuelo, La Mona, otra interna del pabellón, la conduce hacia las bancas de juegos de azar.
—Ya me confirmaron cómo es la vuelta: las iguanas dejaron pasar el cuchillo, Anita, en la raqueta. Hay varias manos untadas en esa mica. A las jífaras de Martina las compraron desde afuera, en las visitas del domingo, con efectivo. El que pagó es del ejército. No me dijeron el nombre, pero sí el rango: es un mayor, y tiene voz de jermu, Anita. Nosotros la podemos cuidar a usted para que no le hagan la de Judas en el patio ni en el murrio, si quiere; pero en el rastrillo del pabellón hay que timbrarse, porque es un zaguán muy largo, y ya en el talego, cuando esté durmiendo, como usted tiene guandoca individual, no podemos garantizarle nada… Por eso recíbame esto, Anita… Es por su bien… Para que se defienda…
Y le entrega un puñal, envuelto en trapo.
—No creo que haga falta, Consuelito. Si ya pagaron por mi cabeza, van a venir a cortarla de todos modos.
—Fortaleza, Anita, que en pelea larga hay desquite.
Dígame una cosa: ¿por qué no habla con la gente del Movimiento a ver si alguna del Patio Uno tiene un revólver? Sería más fácil encaramar a Martina Piojosa y obligarla a entregar el cuchillo.
—Yo no soy del Movimiento, Consuelo.
—¿Y por qué no se metió, siendo tan cercana?
—Algunas no nacimos para combatir, mi niña.
—Prométame que no se va a dejar matar, Anita. Aquí todos queremos verla afuera, verla libre, de pie, en la causa de los destechados.
Larrota aprieta las manos de María Consuelo para despedirse, esconde el arma en el bolsillo de la bata, y usa el paño limpio para secarse la cara y anudarse el pelo en un turbante. Luego avanza hacia el corredor del pabellón, mientras Daniela y Consuelo, las dos mujeres que le han pasado información, la siguen a pocos pasos, atentas a los movimientos de las demás internas.
4
19 de abril. La madrugada. En la oscuridad de la celda Larrota desenvuelve el arma del paño blanco y revisa el filo con la yema del dedo pulgar.
Luego deja el arma a un lado y enciende la colilla del tabaco.
Desde algún lugar, al otro lado del patio, en el zaguán que lleva a los demás pabellones, resuena el abrir y cerrar de una reja de hierro.
5
El primer intento que hizo el ejército por desalojar a los invasores acabó en disturbio. La orden del alcalde militar fue sacarlos del cerro invadido mediante la fuerza. Cuando empezaron a llover las primeras piedras sobre los militares, el capitán Penagos pidió a la tropa que se replegara. Acompañado por un solo escolta, el capitán se acercó a la valla de seguridad derrumbada por los invasores. Antonio Blas, uno de los dirigentes de la toma encargado del primer anillo de seguridad, se aproximó a los dos militares, acompañado también por un escolta: un bombero de cuerpo macizo llamado Lisandro Maimón. La tropa estaba a quince metros, sin cascos de protección, con los fusiles desasegurados, y los manifestantes detrás de una barricada de llantas humeantes que desprendían lenguas de candela y un olor negro de caucho alquitranado.
Fue un diálogo cargado de negaciones por parte del dirigente y por un tono conciliatorio por parte del militar.
—La orden que me dieron dice que a las catorce horas ustedes no pueden estar más aquí.
—Lo siento, pero eso no va a pasar, capitán. La orden que tenemos nosotros es la de quedarnos y echar a piedras a todo aquel que intente expulsarnos.
—Yo comprendo su situación, pero comprenda usted también la mía: órdenes son órdenes.
—Hambre también es hambre, y frío, frío. Nuestra líder y nuestros dos abogados están por llegar, capitán. Espere media hora y no permita que esto se nos salga de las manos. Mi gente está preparada para defenderse. Si ustedes traspasan esta reja, no respondo.
—Ustedes no quieren cooperar. El alcalde les advirtió que debían abandonar el barbecho hace ocho días, y aquí siguen.
—Esto no es un barbecho, capitán: mire bien a su alrededor. ¿Qué ve? ¿Escombros, cauchos, polvo y mierda? Yo le voy a decir lo que nosotros vemos.
El capitán no dejó de mirar la planicie mientras oía las razones del dirigente.
—Cuando yo miro estos escombros veo mi casa y la de todos esos que ahora lo miran a usted. Aunque no lo crea, este es nuestro hogar. ¿Es feo? ¿Es mugroso? ¿Hay barro y basura y plástico por todos lados? Tal vez, pero es nuestra casa. ¿Le puedo hacer una pregunta, capitán?
El capitán no asintió, ni negó; permaneció atento a la mirada de un niño que se abrazaba a un perro rabioso que enseñaba los colmillos blancos.
—¿Usted tiene casa, capitán?
El capitán asintió, de mala gana.
—Debe ser de ladrillo y debe tener muebles y mesa, capitán, y esposa, ¿o no es así?
El líder, Antonio Blas, observó al capitán que miraba al niño entre la multitud. El niño mantenía tensa la cabuya con que ataba al perro. El dirigente trató de aprovechar esa imagen en el improvisado discurso, con miras a reblandecer el rostro del capitán, pero no lo consiguió.
—Quizá tenga también un hijo, y un perro; bueno, eso: una familia.
El dirigente siguió esbozando aquella sonrisa falsa y zalamera y no perdió el hilo del discurso un solo instante:
—¿A usted le gustaría que un día, capitán, por cualquier motivo, llegaran a sacarlo de su casa a usted, a su mujer, a su hijo y al perro sólo porque a un alcalde se le ocurrió el desalojo? ¿Qué pensaría de esa arbitrariedad? Digamos que la ley está en su contra, que lo obliga a salir por términos legales, porque no pagó una deuda del banco, aunque usted haya pagado esa deuda casi dos veces. Entonces dígame una cosa, capitán: ¿cómo les explica eso a su mujer y a su hijo, que deben irse, porque no tienen casa?
El capitán pareció confundido por un momento ante el dilema. Lo meditó y luego dijo, con rostro severo:
—No es lo mismo.
—Sí, ya me figuro lo que va a decir a continuación, capitán: que usted no ha invadido una propiedad ajena, que su casa es suya de usted porque usted trabajó, porque usted la pagó con el sudor de su frente y por eso nadie va a ir a sacar a su esposa ni a su hijo ni a su perro y a echarlos a la calle, pero déjeme decirle otra cosa…
Pero el capitán ya no quiso oír más razones del dirigente.
—A las catorce, compañero. Si aún insisten en quedarse aquí, se hará el operativo de lanzamiento.
El dirigente dejó de sonreír y su acompañante, el bombero corpulento Lisandro Maimón, aferró el garrote que llevaba entre las manos, blandiéndolo de forma amenazante.
—Como quiera, capitán Veneno, pero recuerde esto: de aquí nos sacan ustedes, pero muertos. Se le dijo.
6
Eran las once de la mañana, y las tropas se mantuvieron a pocos metros de la cerca. Los habitantes de la invasión fueron informados de que a las dos de la tarde la tropa ingresaría a desalojarlos. Tiempo suficiente para implementar el plan de defensa.
Un rumor ronco se extendió por la escombrera. Las mujeres, reunidas en un grupo destacado hacia la primera fila de barricadas, dispararon una arenga contra los militares: Tira-tiros, Tira-tiros, vengan para acá, que el pueblo unido los va a rechazar.
Los líderes, reunidos en la carpa central del campamento, trataron de ponerse de acuerdo en una junta extraordinaria. Algunas mujeres decían que lo mejor era abandonar los cambuches y poner niños adelante para que los militares no se atrevieran a disparar. Otras opinaban que eso era arriesgarlos demasiado. Los hombres, sin embargo, parecían adheridos a una sola opinión: responder a la fuerza con la fuerza, defender el territorio y hacerse matar esa tarde si algún militar les ponía un dedo encima a sus hijos, o a sus mujeres.
Alguien alzó la voz por encima del cruce de voces de la carpa y preguntó por Ana Dolores Larrota. La multitud, al oír el nombre de la dirigente, aplacó las voces como si la sola mención de ese nombre les inspirara un respeto solemne. El dirigente Antonio Blas, quien había conversado con el militar en la entrada del campamento, dijo que Ana Dolores debía estar por llegar, con el abogado y con la orden del juez promiscuo para suspender el desalojo. Esa sería la única salida legal al desalojo. De lo contrario, tendrían que enfrentarse a piedra y garrote con soldados armados de fusil. Alguien dijo que no tenía miedo de esos tira-tiros malparidos, que vengan pué. Al grito exaltado sobrevino luego una arenga que poco a poco concertó otras voces:
—¿El patrón?
—¡Es el enemigo!
—¿El tira?
—¡Es el enemigo!
—¿El oligarca?
—¡Es el enemigo!
—¿Dónde están?
—Ahí están, esos son, los que roban la nación…
Luego del desiderátum se unificó un coro de hombres y de mujeres que tergiversaban una canción infantil:
¡Aserrín! ¡Aserrán!
Los obreros están mal
Piden pan, no les dan,
Piden sueldo, les dan plomo
Piden vino, sí les dan
Para hacerlos acallar
Patatín, Patatán
Y se van a levantar
Esquiroles con proletos
Se pelean otra vez
¿Quién será el que morirá?
No lo sé, no lo sá,
No lo sabe nadie más.
Otros, junto a la cerca caída de la entrada, insistían en provocar a los militares con insultos:
—¡Tira-tiros hijueputas, tira-tiros malparidos!
—¡El pueblo, unido, jamás será vencido!
7
Los soldados, excitados por las arengas cada vez más radicalizadas y los gestos desafiantes, miraban con hostilidad la barahúnda, desde lejos. En la primera línea veían a los hombres y las mujeres volver de las barricadas aprontando con carretillas palos y piedras. Las mujeres organizaban los escombros y hacían señales obscenas con la mano, desde el otro lado de las barricadas. Había arrumes y paredes roídas de los antiguos cimientos del condominio en toda la planicie, zanjas a la entrada de la explanada para cerrar el paso a los furgones.
8
El capitán Penagos subió a la cabina del primer camión carpado y sintió el tic insistente que le hacía saltar el párpado derecho. El ojo parecía exaltado por la tensión. Pasaba la vista de un lugar a otro, sin poderlo controlar. Tenía el cuerpo mustio y la circulación arterial le inflamaba las venas de los antebrazos. Trató de poner la mente en blanco, pero la mirada del niño que sujetaba el cuello de ese perro embravecido que enseñaba sus colmillos permanecía aún en su pensamiento.
Para sosegarse, tomó el edicto donde estaba impresa la orden de desalojo expedida por el alcalde militar. Sólo reparó en las últimas palabras, bajo las firmas: comuníquese y cúmplase. Luego cerró el documento.
No había nada que hacer para evitarlo. Dejó el papel en la guantera y buscó un cigarrillo en el bolsillo de su guerrera. No sólo extrajo los cigarrillos Pielroja, sino el archivo de objetos evocadores que llevaba a todos lados en el bolsillo: algunas cartas de su esposa, un billete descontinuado, una sortija de oro blanco y la fotografía de un niño.
El niño, comparado con la imagen del rostro del capitán reflejada en el espejo retrovisor del camión, compartía rasgos notables en el arco de los ojos caídos y en la barbilla partida del militar.
El capitán recorrió la foto con la yema del dedo como si quisiera acariciar al niño, se la puso sobre los muslos, y luego se guardó los demás papeles en el mismo bolsillo de la casaca. Cuando fumó la primera bocanada, aún tenía la foto sobre las piernas. Levantó la mirada y a través del parabrisas vio el movimiento que había al otro lado de las alambradas.
—Arrastrados —murmuró, fastidiado—. Gente necia. Bruta.
9
Mediodía. Una hilera de niños se ubicó frente a las ollas tiznadas en la carpa central del campamento. Llevaban cada uno un plato esmaltado en peltre en el cual les era depositada, con un cucharón de madera, porción y media de una sopa espesa que contenía granos y legumbre derretida. Detrás de los niños, pasaron las mujeres y los ancianos. A este grupo se les ponía una sola cucharada de aquella mazamorra espesa. Luego los hombres divididos en grupos de seis que relevaban a otros seis cuando habían comido. A quienes habían trabajado en las barricadas se les ponía dos porciones en el plato como premio al esfuerzo físico. Era un reconocimiento casi simbólico que ellos agradecían pidiendo una tercera cucharada al servir. No había sólidos ni otro acompañamiento para aquella comida colectiva.
Todos llevaban seis meses con un almuerzo compuesto únicamente de aquellas sopas de legumbre y granos. En las noches, hervían en esas mismas ollas doscientos litros de agua de panela simple y la acompañaban con un pan sin levadura que horneaban con leña en un horno hechizo levantado con seis barriles de hojalata recubiertos de barro que a la distancia semejaban panales de abejas. Allí era donde cuatro panaderos fabricaban el pan para toda la invasión. Y era allí donde ahora recibía su plato de sopa el dirigente encargado de la organización política de la comunidad con la líder Ana Dolores Larrota.
10
Tenía cincuenta años, y el pelo se le empezaba a volver de plata. Era albañil de oficio y usaba un sombrero de lana hasta debajo del sol del mediodía. Se llamaba Rafael Rangel, y todos decían que era nieto del afamado guerrillero Rafael Rangel Rangel que asoló toda la región durante los años presidenciales y desastrosos de un conservador radical que gobernó en ausencia y que fue llamado más por sus ideas que por su elocuencia “la Bestia”: Laureano Gómez.
En realidad no era descendiente de ese guerrillero Rangel, sino de los Rangel Cepeda, albañiles ordinarios sin nobleza ni abolengo. Pero Rangel nunca había intentado desmentir la hipótesis porque suponía que el eco de aquel prestigio lo investía de autoridad para afrontar la dirigencia cívica, ya muy amenazada por su excesiva timidez. Una timidez que trataba de conjurar con palabras duras y el ceño siempre fruncido.
Ahora que estaba encargado de la comunidad, en ausencia de Ana Dolores Larrota, necesitaba demostrar, ante todo, valor.
—¡Viva Anita Larrota! —gritaban en el primer anillo de seguridad, junto a la reja—. ¡Viva Pueblo Nuevo! ¡Siempre adelante, ni un paso atrás, y lo que haya de ser, que sea!
Larrota llevaba dos horas de retraso, pero bien sabía que ella no iba a abandonarlos en un momento tan decisivo.
“Debo ir al cementerio a exhumar a mi marido, pero vuelvo a las once, con la orden del juez, y a esos milicos les toca irse por donde vinieron”, fueron las palabras de Larrota antes de partir esa mañana. La cita con el abogado, en el despacho del juez, era a las nueve. De manera que a las once debía haber regresado con el documento. Y ya el sol iba recalentando a plomo las hojas de zinc de la carpa central en el ardor del mediodía.
—¿Qué hora es? —le preguntó a Rangel el hombre que acababa de comer a su lado.
—Las trece —precisó acordándose de que estaban regidos por la hora militar—. Nos queda todavía una hora por delante.
—Ya está lista la coctelera del doctor Araújo —dijo Escolástico Toro, el picapedrero, que acababa de llenar su plato de sopa espesa en la taza que le cedió Rangel.
Rangel barrió con la mirada todo el campo hasta detenerse en unos cambuches de hojas de zinc resplandecientes al sol. Allí había un hombre vestido con bata blanca, guantes y tapabocas que le hacía la señal de la victoria y blandía una botella con mecha en la otra mano.
11
Argemiro Araújo era soldador y electricista, pero usaba bata blanca de médico, mascarilla contra vapores y guantes de látex porque era el encargado de preparar las bombas molotov con gasolina y ácido muriático. Ahora acababa de terminar de envasar los mil cocteles en botellas vacías de cerveza que prometió para la defensa de la explanada.
—Estos tiras hijueputas no saben lo que les va a llover del cielo —le dijo Argemiro Araújo a su ayudante, Serafín Tovar.
Llevaba más de quince días fabricando bombas hechizas, con la intención de tener al menos una para cada adulto de las mil quinientas personas que vinieron a vivir a la invasión, y con la ayuda de cinco colaboradores voluntarios había logrado completar otros mil cocteles explosivos en botellas recicladas de vinagre de sidra que ahora estaban listos para la prueba final: lanzarlos a la tropa y hacerla retroceder.
12
—Rangel —dijo el hombre de piel negra que acababa de devolverle el plato vacío a la mujer del dispensario, limpiándose las comisuras de la boca con los dedos índice y pulgar—. ¿Quieres que te presente al Nene “Narices”?
Dijo la palabra nene con un dejo de complicidad.
—¿Qué nene? —preguntó Rangel con fastidio evidente en la cara.
—El Nene “Narices” —dijo el otro y miró con burlas al compañero más cercano que bebía sopa y trataba de ocultar la risa con la cuchara, como si aquello del Nene “Narices” fuera un chiste viejo que ambos conocían pero Rangel no.
—No venga ahora con chistes güevones, Meneses —dijo Rangel, frunciendo el ceño, para no revelar que tenía un nuevo arrebato de timidez.
—Pero si no es un chiste, Rangel. Te lo presento…
Y alzándose la camisa sacó un revólver Smith & Wesson calibre 38, de cañón corto.
—Nene “Narices”, te presento a Rafael Rangel; Rafa Rangel, te presento al Nene “Narices”.
Y todos los que bebían sopa dejaron de comer para soltar la carcajada y apreciar el arma.
Rangel pareció más ofuscado que sorprendido. Miró a los militares que permanecían con binoculares, atentos a todo movimiento al otro lado de la reja, y se aseguró de que no estuviesen observando en dirección de la carpa central.
Luego se acercó, tomó el revólver que Meneses le ofrecía por el cañón y sopesó su volumen entre las manos.
—¿De dónde sacó esto, Meneses?
—Una herencia que me dejó mi papá, compañero.
Rangel le dio vuelta al revólver y se lo devolvió por la cacha.
—Escúcheme bien, Meneses, porque sólo se lo voy a decir una vez: ahora mismo se lleva este revólver y lo esconde donde nadie pueda encontrarlo. Y quiero que me aclare algo: ¿en su familia todos son brutos, o sólo los hijos de su papá?
Era esa la única forma que tenía para vencer la timidez: parecer duro ante los duros, poner insultos en medio de las frases, y elevarse o rebajarse al nivel del otro para parecer ecuánime.
Ahora se había puesto de pie Antonio Blas, el otro dirigente del sindicato de Oficios Varios, que miró a Meneses con disgusto haciéndole una señal de silencio, y luego se dirigió a Rangel para enfrentar la reprimenda:
—Aquí tenemos el mismo problema de siempre, Rangel. Hay unos revolucionarios de corbata que todo lo quieren negociar con los patrones y el gobierno para obtener privilegios y que todo siga igual a como estaba antes, pero hay otros que queremos una verdadera revolución para que todo cambie y los privilegiados se vayan o dejen de serlo. La verdadera revolución será un cambio radical, sin negociaciones.
Rangel respiró hondo, miró de frente a Blas y dejó salir una de esas frases epigramáticas que por ocultar la timidez con verborrea acababan convirtiendo una riña en una discusión dialéctica:
—¿Y usted cree que la lucha de clases se termina con la toma del poder, Mayorga? No sea tan iluso.
Enseguida alzó la voz y se dirigió a los picapedreros y albañiles que tomaban sopa a su lado, mientras clavaba los ojos en aquellos que un minuto antes sonreían al ver el arma de Meneses y que habían enmudecido al oír la reprimenda del líder:
—¡Nosotros no somos matones! ¡Estamos aquí para recuperar lo que nos pertenece; lo que perteneció a nuestros abuelos y a nuestros padres, y que un puñado de terratenientes y oligarcas les quitó con artimañas! ¡No sé si se han dado cuenta, pero aquí hay mujeres y hay niños, y tenemos que protegerlos!
Luego se volvió hacia Meneses, que lo miraba con rostro severo y el cuello hinchado de rabia:
—¡Saque ese revólver de aquí, majadero, antes de que las atalayas del ejército lo detecten y nos enciendan a plomo!
Meneses guardó el revólver bajo la faltriquera, salió de la carpa, indignado por la actitud de Rangel, directo a las barricadas, y lo escondió bajo unas piedras en el puesto de guardia que le fue asignado.
13
Faltaban cinco minutos para las dos de la tarde, cuando los soldados empezaron a moverse al otro lado de la reja. Los furgones carpados del convoy pusieron en marcha los motores y el capitán Penagos al mando de la operación se situó al frente de la reja a escrutar su reloj de pulsera.
A lo largo de la explanada, los hombres de los diferentes anillos de seguridad esperaban impacientes detrás de las barricadas. Las manos aferradas a piedras y a garrotes, a botellas molotov y a varillas de hierro. Los rostros enmascarados por pañuelos blancos. En una loma de escombros, situada a la derecha del portón de entrada, se ubicaron los más diestros y corpulentos y aptos para arrojar pedruscos: casi un centenar de albañiles, obreros de construcción, campesinos, ladrilleros. A la izquierda, donde empezaban los cambuches, treinta hombres más, de brazos gruesos, picapedreros de río, escondían la primera andanada de bombas molotov que debía hacer blanco en los camiones del ejército cuando quedaran atascados en las zanjas de la única carretera de acceso al antiguo proyecto de condominio.
En la barricada central, se concentró el grueso de los contendores más jóvenes: placeros, pintores de brocha gorda, estibadores de abastos, conductores de bus, meseros, jugadores de fútbol. Este grupo de más de quinientos se distinguía por llevar el pecho al descubierto, por ir descalzos y por cubrirse con pantalones cortos, como un ejército de nómadas, para luchar ligeros, cuerpo a cuerpo.
14
Las mujeres permanecían a quinientos metros de allí, en las tiendas y ranchos del campamento. Algunas daban seno a sus niños de brazo. Otras lavaban las ollas del almuerzo con el agua lodosa de un pozo séptico y la mayoría trataba de mantener a los más pequeños detrás de un promontorio de arena. Un escuadrón de amazonas, sin embargo, acordonaba la zona franca del campamento, armadas con garrotes y machetes, dispuestas a guerrear si se presentaba el caso.
Toda la tensión estaba concentrada en esa porción estrecha de tierra entre un despeñadero y una cantera que era el único acceso a la invasión y que bloqueaba la reja caída de alambre espinoso. Los camiones pasarían ese punto y los soldados saltarían a tierra una vez dentro.
Los invasores sobrepasaban a simple vista el número de soldados.
Los soldados, con fusiles y sin escudos, no sospechaban el arsenal de bombas hechizas que les esperaba al cruzar aquella reja. Parecían altivos, confiados en el poder de disuasión de sus fusiles, y parecían dispuestos a cumplir con la orden que se les impartiera desde el primer camión, donde estaba el capitán a punto de dar la orden de acceso.
15
A la una y cincuenta y cinco, en el reloj de Rafael Rangel, y a las catorce menos cinco en el del capitán Penagos, se oyó la orden dada a los centinelas de primera línea para despejar la vía y dar paso al convoy militar. Mientras los motores de los tres furgones se ponían en marcha, un pelotón de soldados de a pie se dirigió a la reja caída y retiró del camino los restos de las puertas, las llantas quemadas y los troncos podridos que impedían el paso. Aún no cruzaban la reja, pero este movimiento puso a los lanzadores de piedra del primer anillo con la primera carga a punto de andanada.
Rafael Rangel comprendió que sólo era un movimiento previo al desalojo y le ordenó a su ayudante, un hombre leve que se movía llevando mensajes de una barricada a otra y luego regresaba para seguir a Rangel a todos lados con un garrote de rey de bastos, que les recordara a los del primer anillo de seguridad que sólo se debía atacar a los soldados si atravesaban la reja a las dos en punto.
De refilón, Rangel había logrado ver el reloj de pulso del capitán Penagos cuando se reunieron en la reja y se dieron la mano como negociadores, y luego, al alejarse sin ningún acuerdo, sobre esa misma hora militar, fijó su reloj al volver al campamento.
Ahora sabía que el capitán no era un hombre de arrebatos, que cumpliría su promesa de no atacar antes de la hora fijada.
16
—¡No hagan nada! ¡Esperen hasta que estén dentro! —grita, sin contenerse, Rangel, al ver que en el primer anillo de seguridad están movilizándose ya hacia la boca de la carretera.
Y los picapedreros, al oír la voz, bajan el brazo y contienen el deseo de embestir primero a los soldados.
17
Larrota oye los pasos que se acercan por el pasillo que conduce a su celda, y sabe que vienen por ella, a matarla.
Son las tres de la mañana del 19 de abril de 1970 y le quedan tres horas de vida. No lo sabe, pero tiene una corazonada. Larrota empuña el puñal, pero después se lo pone entre la juntura de las dos piernas y le da una pitada a la colilla del tabaco. Está sentada en mitad del mesón de cemento que usa por cama. La celda toda, la cárcel toda, huele a amoniaco y tierra húmeda a las tres de la mañana. Por un momento piensa si será la propia Martina Hinojosa quien vendrá a matarla, o si tuvo miedo y envió a una de sus secuaces. Por un momento piensa en la historia que le contaron hace pocos días, cuando empezaron los hostigamientos diarios de Martina Hinojosa y sus seguidoras en el comedor, y entonces reconstruye, según las versiones dispersas, cómo fue que vino a parar a la cárcel aquella dama llamada Martina no porque sea ese su nombre sino por alusión a la protagonista famosa de un corrido mexicano.
18
Las internas del Pabellón Uno aseveraban que Martina estaba en la cárcel por las mismas razones de la Martina del corrido: a los quince años había matado a su marido, que la descubrió en adulterio. Pero el desenlace del drama tenía un cariz distinto: no fue el marido el que vino a matarla por la infidelidad, sino ella la que se apresuró y mató al marido para liberar su romance. Otra versión, aún más morbosa de los hechos, vuelve patéticos los móviles del asesinato: Martina acuchilló a su marido, un rico hombre de banca, al sorprenderlo violando a su pequeña hija. Ella se le echó encima y lo apuñaló sesenta y dos veces con un cuchillo de cocina. La poderosa familia del banquero, sin embargo, logró hacerla condenar a una de las penas más altas por sevicia. Otras versiones menos sangrientas y más apócrifas aseguraban que Martina había pagado para hacer matar a los herederos de su marido y quedarse con sus propiedades, pero ellos se adelantaron y la acusaron de adulterio y asesinato.
La más patética de las versiones buscaba deshumanizar a Martina. Decían que era bruja de magia negra, por eso llevaba siempre el pelo retinto, que se ganaba la vida practicando abortos en el barrio Chapinero de la capital, y que había sido capturada en flagrancia en su clínica clandestina.
—Cualquiera de las versiones es una historia que nadie merece vivir —le dijo Larrota a María Consuelo, La Mona, cuando le resumió los diretes sobre Martina—. Pobre mujer.
19
Tal vez sea la versión más aproximada a la verdad, la de ese pasado negro como dueña de un centro de abortos en la capital. Un día las ofensas de Martina Hinojosa llegaron con la primera cucharada de sopa del almuerzo cuando le preguntó a Daniela, la interna que cuidaba a Larrota desde su llegada al penal:
—¿Cuánto te ganabas en la cama, Danielita?
A lo que Daniela respondió desde el otro extremo del mesón de cemento diciendo:
—Mucho menos que tú, mataniños. Decí más bien cuánto cobrabas por cada libra de carne en tu salsamentaria humana.
Martina dejó de reír y de comer y de mirar con sarcasmo a la anciana, se llenó de furia y se abalanzó sobre aquella insolente que acababa de retarla.
La interna intentó protegerse del ataque. Martina le azotó la frente sobre el mesón de cemento y le abrió una herida de catorce centímetros en el cuero cabelludo.
Mientras trataba de responder a los golpes de Martina, Daniela seguía gritando:
—Llorona, mataniños —y estos calificativos parecían enardecerla más.
Cuando llegaron las guardianas, Daniela estaba inconsciente en medio del comedor, con hilos de sangre que le salían de la nariz y de la boca.
20
Larrota repasa los detalles de aquel día para pasar las cuatro horas que aún faltan para el amanecer. Ahora piensa en los insultos que le soltaba Daniela mientras Martina la golpeaba, y en el efecto que surtieron las palabras llorona, aborto, mataniños en la agresión.
En esa escena cree encontrar una pista sobre la verdadera historia de Martina y sobre la fuente de donde le salía tanto odio a borbotones.
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Otro pensamiento involuntario le viene ahora a la cabeza: el de un pedazo de carne sanguinolenta en una ponchera de plástico. Es la carne de lo que pudo haber sido su primer hijo. Sólo que a los tres meses de embarazo decidió poner fin a esa vida que a los catorce años sólo representaba, para una muchacha huérfana, una carga vital. La enfermera que vivía en el cuarto de al lado, en la misma pensión de inquilinos, junto a su puerta, la asistió en el aborto. Al verla casi arrastrándose en un sendero de sangre espesa, vino con paños limpios y un platón de agua caliente y cuidó de Larrota durante toda la hemorragia, convirtiendo aquella habitación en un pequeño hospital doméstico. Fueron veintidós días los que pasó en cama, con las piernas atadas a un zarzo, en inmovilidad absoluta, para no desangrarse. Años después, tras la muerte de su segundo hijo, y la imposibilidad de dar a luz un tercero para consolar a su marido, comprendió que la maternidad era su mayor frustración en esa vida.
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La última cosa que recuerda la anciana es el rojo intenso de la sangre que manchaba las sábanas y los coágulos que debían ser el feto en el fondo del platón. Es una fracción de segundo en la que cabe toda una vida de pensamientos. Un instante que le basta para imaginarlo todo: la alegría y la derrota, esa vida marcada por la ley del talión donde la muerte se ha empeñado en quitarle a todos sus seres queridos. Un instante para recordar su trasiego por la cárcel. Para recordar cada elección que hizo y cada camino que tomó para llegar a ocupar esa celda.
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Luego escucha, entre el silencio de la cárcel, los pasos apresurados en el zaguán que conduce al pabellón de internas Número Uno, donde está su dormitorio, para estremecerse al final ante la visión fugaz y temible de unos ojos que se asoman y la miran por la hendija de su celda, como ojos de lagarto.