1
La primera vez que estuvo en la cumbre de ese cerro le preguntó a su padre de cuánta tierra era dueño.
El hombre se puso al cinto el cuchillo ensangrentado con que acababa de degollar un becerro mordido de serpiente, y con la mirada fija en las crestas del horizonte recitó de memoria la escritura pública que reposaba en la caja fuerte, y que lo acreditaba como único propietario de toda la serranía:
Desde las juntas del río Yariguí arriba, hasta las juntas con el río Las Cruces; de aquí, volviendo en línea recta a la primera quiebra o bahío que se nota yendo de para arriba en la cuchilla que desciende del Alto de Santa Lucía y que termina hacia el río Las Cruces en una quiebra, y de allí de esa primera quiebra de oriente, se sigue toda La Gran Cuchilla hasta lo más encumbrado del cerro, buscando el camino de la Quina, se sigue por este hasta encontrar el camino de Las Tetas de la India; de este punto en línea rectay en dirección al oriente hasta la cúspide de la cordillera que divide aguas para el Yariguí y para La Paramera, de aquel punto se sigue hacia el norte hasta encontrar las cabeceras de la vertiente más oriental, que desciende de esa cordillera y divide aguas para el Yariguí y para la Paramera, frente al nacimiento de la quebrada Las Cruces que desagua luego en el Yariguí. Y de la orilla y cabecera del pueblo, en la vertiente más occidental, a la quebrada La Salitra se sigue por el mismo cauce hacia el norte, hasta el alto de la laguna Negra. De este punto, en línea recta y en dirección norte, hasta el bosque del Encanto, y de aquí hasta la Cuchilla de Santa Lucía, por una línea que, partiendo de la desembocadura de la quebrada Grande, o sea río Yariguí, en la laguna del mismo nombre, sigue aguas arriba por el primer sumidero y va a encontrar las juntas de dos quebradas que bajan al valle de las Aguas Cantoras, o Chucurí, a secas, tomando la de la mano izquierda arriba a salir al citado Alto de la laguna; y desde la desembocadura de la quebrada Grande o río de las Cruces en la laguna del mismo nombre, siguiendo por esta y su desagüe en las estribaciones de la cordillera, hasta el cerro de en medio, en forma de cono invertido, sobre el pueblo, donde estamos usted y yo ahora sentados.
Padre e hijo, en la cima del cerro cónico, juntando tierras con los brazos.
Abajo el pueblo.
—Hasta aquí, punto de partida. ¿Entendido, Simón? Todo esto un día será suyo, cuando yo le falte.
2
El niño no comprende nada, pero le parece una retahíla divertidísima.
El padre acompaña el gesto con una sonrisa, pero luego se da vuelta, camina hasta las palmas de cera y es ahí cuando el niño lo oye decir que ese mirador donde están situados es el mejor sitio de todo el valle.
—Y aquí construirás tu casa.
El niño asiente, con la mirada diluida en el sol de los venados.
3
Una tarde golpean a la puerta y la sirvienta no acude a abrir. Tiene que ir él mismo en persona para encontrarse con el ingeniero de la obra, el contador del proyecto del condominio Club Kiwanis y su abogado. Los hace sentar en el mismo sillón de muelles de alambre y escucha en silencio mientras paladea un trago de ron. El abogado declina el trago y sólo calla, mientras hace su intervención el ingeniero. El contador agacha la cabeza y se rasca la coronilla por el escozor de la seborrea, y mientras se rasca, lo nota, barre la sala con su mirada huidiza y clava los ojos de un objeto a otro, como si tratara de disimular el nerviosismo. Cuando las miradas se encuentran, el contador aparta la suya, evitándolo, concentrado en rascarse aún más el cráneo y en ver llover caspa en el espacio abierto entre sus zapatos acharolados.
4
El ingeniero continuó imparable, con una verborrea tartamuda que no dejaba nada en claro. Apelaba cada dos frases a varios eufemismos retóricos que empezaron a robar toda su atención: “incremento salarial”, “cese de labores”. Hablaba del “último concilio”, de las “inconformidades gremiales”. El abogado respiró hondo antes de empezar su intervención sobre ese mismo camino empedrado con bombas retóricas. Se apoyó en palabras de sentido lato, se expresó con frases arcanas que lo protegían de la verdad y siguió en la misma tónica del ingeniero, hablando de “retenciones legales”, de “cobros jurídicos” que podían entablarse en cualquier momento por cuenta del Banco Hipotecario. Habló y recaló cada vez en frases más oscuras que sumadas al sabor del ron recalentado por la mano le producían unas ganas intensas de vomitar o de alzarse y darle una bofetada en su cara mórbida de burócrata, de bebé gordo, al que no le ha dado nunca el sol.
El contador continuó con su mirada nerviosa que saltaba de un objeto a otro, sin saber dónde poner las manos sudorosas, atento a la retórica leguleya del abogado que ahora pronunciaba una frase, de la que no comprendió el contexto porque había perdido el hilo, “desesperación crematística”, y entonces el contador sintió la envidia de saberse incapaz de hablar con una fluidez siquiera parecida cuando llegara su propio turno. Oyó atento y admiró cada vez más en el abogado esa capacidad de utilizar las palabras más expeditas para decir los peores augurios sin violentar al auditorio, y por un instante soñó con poseer un toque de elocuencia similar cuando tuviera que explicar las cifras de las cuentas. Cuando terminó su intervención, el abogado le echó una mirada que resumía los términos del acuerdo planeado antes de ingresar a darle las malas noticias al jefe. La hora había llegado. Era el momento de hablar de finanzas, de exponer el corazón de todos los problemas que socavaban el proyecto Club Kiwanis: plata. Esas tres aves agoreras venían a decirle simplemente que el condominio, la obra, en las circunstancias actuales, quedaba en el aire y se hundía en el saco sin fondos de los cobros jurídicos.
5
Antes de que interviniera el contador, Simón Alemán lo interrumpió y pidió al abogado y al ingeniero que se retiraran de la sala.
El rostro del contador quedó lívido. A sus espaldas, el ingeniero y el abogado trataron de hacerle gestos, pero en ese instante estaba demasiado asustado para recordar el plan previo a la junta.
6
Cuando quedaron a solas, con toda la tranquilidad del mundo, como si no hubiese entendido nada de lo referido antes por el ingeniero y por el abogado, como si todo pudiera reducirse a una simple fórmula, Simón Alemán le preguntó a su contador:
—¿Hay plata con qué pagar la nómina y los intereses bancarios?
No tuvo que responder la verdad porque el gesto lo delataba.
El contador se clavó las uñas en la coronilla y de su cabeza llovió una nevada de copos de avena que resaltaron sobre la franela negra. Consciente de la elocuencia del gesto, enseguida se sobrepuso y trató de responder con el mismo sartal de evasivas que le habían indicado tanto el ingeniero como el abogado antes de entrar en la casa, pero de su boca tartamuda como el motor de un carro recalentado salió sólo un pobre tableteo, con una advertencia paradójica hecha de humo de carburador:
—Si pagamos la nómina, no hay para pagar los materiales; y si pagamos los materiales de esta semana, no podremos pagarles a los obreros.
Sólo después de un silencio, el contador se atrevió a murmurar la frase verdadera, directa, letal:
—Estamos en quiebra, don Simón.
—“Estamos” es mucha gente —murmuró Simón Alemán—. Estoy en bancarrota.
Luego bajó el vaso de ron y lo puso sobre el cristal de la mesa, y el contador giró la mirada al centro de la sala y vio la maqueta a escala del Club Kiwanis a través del vaso lleno de ron.
7
El paro de trabajadores era el golpe definitivo para el proyecto urbanístico: si no había plata para incrementarles el salario ni pagar los atrasos, el proyecto estaba acabado. Si no había cómo pagar los intereses, menos los préstamos bancarios. Los gerentes entrarían de inmediato a cobro jurídico. Lo único que tenía para ser embargado era la hacienda heredada de su padre. La hacienda que rodeaba el pueblo. La hacienda donde estaba el cerro con el proyecto urbanístico.
Recordó que el amargor que volvía a sentir en el estómago no se debía a las agrieras de la vejez, ni al ron que bebía en ayunas, porque aquella sensación de acidez estomacal la había sentido ya en su juventud, durante el tiempo pasado en Italia con Laura Litri, cada vez que el dinero escaseaba y la perspectiva de un nuevo cheque posfechado desde Colombia era una posibilidad remota y agónica que dependía de un cónsul siempre ausente de su despacho. Cuando sólo le quedaban en el bolsillo los dos billetes del último envío, muchas veces tuvo el impulso súbito de entrar a un restaurante y gastárselo todo en una cena opípara con su bailarina. Una cena con músicos y vino de Asti, con anillos de calamares rebozados y queso de Parma y aceitunas griegas, con entradas incesantes y platos rebozados hasta el hartazgo, para luego salir a la calle y, sentado en una banca, sentarse a llorar en el hombro de ella, de Laura Litri, como si fuera un niño.
Nunca lo hizo. Pero siempre quiso experimentar la seducción del desamparo total. La sensación, que ahora, finalmente llegaba, como una marea de lava estomacal, volcánica: acidez.
8
—Estamos ilíquidos, don Simón. No podemos pagar.
—¿Ilíquidos? Qué palabra tan estúpida. ¿Y por qué no habló antes?
—Es que…
Y el contador se rascó la nieve de la cabeza, sin poder contestar.
9
La carta de los obreros cesantes llegó al día siguiente. Después del encabezado, con sellos y fecha, decían:
Muy apreciado patrón:
Nosotros, los abajo firmantes, afiliados al Sindicato de Oficios Varios, lamentamos informarle que debido a la intransigencia que los trabajadores del proyecto Club Kiwanis hemos recibido de su parte a nuestro pliego depeticiones, a los pagos atrasados que ya superan los ciento veinticinco días y, sobre todo, a la negligencia mostrada de parte de aquellos que le representan legalmente, hemos decidido declararnos en huelga indefinida. Si usted, o alguno de sus representantes quisiera entrar en negociaciones con los dirigentes de nuestro Sindicato durante las próximas horas, le solicitamos se dirija al campamento central de la explanada donde estaremos reunidos en Asamblea Permanente evaluando la situación y cada paso a tomar en la huelga.
Seguían cuatro pliegos, con firmas.
10
En el pueblo, la huelga era una celebración. Los obreros andaban sin ley por el pueblo, algunos borrachos, evadidos del campamento central, donde se realizaba el conciliábulo. Era un ejército de parranderos varados, con tiempo suficiente para casar peleas y engatusar muchachas. La explanada era un terreno excavado a cielo abierto, en la cima escarpada del cerro con forma de cono. Por ocho meses, todo había funcionado bien allí arriba. La maquinaria pesada y las detonaciones controladas lograron allanar la cima de la montaña, y luego los obreros abrieron la senda principal talando los árboles más robustos y dinamitando gruesas raíces y piedras desmesuradas para empezar a evacuar los miles de metros cúbicos de tierra necesarios para convertir la cima del cerro en explanada y empezar a reafirmar el terreno para el condominio. La cima, después de seis meses, quedó achatada y los obreros empezaron a cavar en esa vasta planicie las redes de alcantarillado y los trazos de cada lote. En el centro de la explanada levantaron una carpa y un rancho de zinc para almorzar y pasar la hora más implacable del sol, cuando la reverberación de la tierra volvía vapor líquido el horizonte y ampollaba los pies de los trabajadores en las botas de caucho.
Un día, el abogado se presentó en el campamento central y encontró a menos de la mitad de los obreros allí reunidos. Había varios que se movían por toda la explanada, fumando cigarrillos y haciendo chistes de tiempo libre en horas de trabajo. Cuando lo vieron venir, alguien dijo: “Aquí viene el bebé gordo”. Luego corrieron al campamento para oír la querella. Pocos se dieron cuenta, pero el abogado traía un maletín en la mano.
—El patrón manda preguntar que si les paga hoy cuándo vuelven a trabajar…
—¿Si nos paga hoy cuánto?
—Si les paga hoy todos los salarios atrasados.
Los líderes de la huelga parecieron intrigados por la propuesta de aquel abogado de cara regordeta. Se miraron. Miraron al abogado. Miraron su piel blanca de afeitarse a diario, miraron el maletín de cuero negro que aferraba en la mano. Luego, el líder, que se desempeñaba como capataz, dijo:
—Mañana mismo —y alzó la mano, esperando un apretón.
—Hoy mismo —rectificó el abogado, y acercó el maletín a la mesa despreciando la mano que se le tendía amistosa para cerrar el trato.
Fue una descortesía que pasó desapercibida, porque un rumor general se oyó cuando el abogado abrió el maletín con los fajos de billete para pagar los sueldos con cuatro meses de atraso.
11
“Olían a nuevo”, dijo un testigo, muchos meses después, y agregó con humor proletario: “Recién sacados del horno del capitalismo salvaje”.
12
El abogado sube la escalera y anuncia su presencia con un golpe de nudillos. Simón Alemán, que lo ha visto venir desde una ventana de la casona y ve que titubea y se arregla las solapas desaliñadas antes de golpear, impide que la sirvienta abra y va él mismo a oír en persona la noticia del acuerdo.
El gesto en la cara del abogado lo dice todo acerca del futuro de la huelga. Es una mueca falsa, como siempre. Transpira, y perlas gruesas de sudor se le juntan en la frente y sobre la sombra del labio superior recién afeitado. Al rozar los dedos en ese saludo insípido que siempre hace el abogado tendiendo su mano flácida, recuerda las palabras de su padre a los apretones de manos endebles:
—Hay que desconfiar del hombre que no aprieta la mano al saludar.
13
—¿Qué pasó, Baldomero?
El abogado se ajusta las solapas, carraspea y empieza a decir que no entiende, que los peones están otra vez en huelga y que apenas se les debe un mes de haberes, que la urbanización está yéndose a pique, y que, para acabar de completar, el Banco Hipotecario ha hecho llegar a su oficina el primer preanuncio de embargo por el pago atrasado de los intereses.
Tres meses después, la huelga seguía, cuando llegó el anuncio del embargo.
14
—Ya no hay dinero en efectivo, patrón. Esto se acabó.
La frase es del contador. Una confesión que detona y vuelve polvo lo que le queda de tranquilidad y que lo lleva a abrir una brecha entre las brumas de las medidas desesperadas.
—Venda la hacienda —dice.
—Pero, don Simón —le recuerda—, está hipotecada desde hace tres meses, no podemos vender.
—¿Entonces qué hacemos, hijueputa? —y lo alza por las solapas—. ¡Qué!
El contador queda lívido. Espera hasta verse libre de las solapas para ajustarse de nuevo la ropa, y luego dice que no tiene nada previsto para una catástrofe semejante.
Simón Alemán manda llamar a los otros dos y les dice, ya reunidos, que creía sus negocios en manos de profesionales competentes, pero ahora sabe que son una laya de ineptos. En el fondo, supone que la solidaridad no pedida es excusable, y que lo único imperdonable es la ineptitud. Y los echa de la casa.
15
—Es un desastre, don Simón, pero no podemos hacer nada.
—¿Para eso le pago, Moyano? ¿Para que compre ropa nueva y me diga lo que ya sé?
—Discúlpeme, don Simón —dijo, y el contador repasó sus solapas una vez más.
—¿Dónde está Baldomero?
—En huelga, con los obreros.
—Dígale a ese hijo de puta que está despedido, y que pase esta tarde por su liquidación. Y me hace el favor de llamar al ingeniero Alexis y de decirle que lo necesito aquí, hoy mismo.
—Entró en la huelga, don Simón. Él también.
—Despídalo entonces. Y vuelva mañana y tráigame las escrituras.
Eran órdenes y contraórdenes que daba en el Mar de los Sargazos, buscando en el naufragio económico un madero al cual aferrarse.
—¿Las escrituras de propiedad?
—¿No me entendió, o usted también se declara en huelga mental?
—¡No señor, jamás, yo estoy con usted!
—Entonces deje de preguntar maricadas y de arreglarse esa hijueputa camisa y deje de mirarme con esa cara tan estúpida, Moyano. Lo espero mañana a las ocho. En punto. Y al salir, cierre la puerta.
16
Era 1950. El barco Seraphita, de bandera francesa, tardó un mes en atravesar el Atlántico Norte. Sobre la cubierta, a las diez de la mañana, las olas enloquecidas rompían los sargazos y lavaban las tetas al aire del mascarón de proa del trasatlántico. Era eso lo que veía, asomado a la cubierta, mientras aferraba la cintura de Laura Litri. Eso y una idea que anotó en su cuaderno de viajes: Las olas son los labios con que besa el mar. A espaldas estaba Europa, y en frente tenía la alta mar. El cuerpo eléctrico de Laura Litri temblaba por debajo del gabán. Estados Unidos era un país mítico, ganador de guerras, y el lugar más lejano al que ella pidió ir.
Él aceptó llevarla allí, porque así lo quería, porque tantas veces lo rogó, diciendo “Portami via da qui, portami in America” y tanta pena llegó a sentir al escuchar la historia de ese abrigo de armiño que no se quitaba (el abrigo que le regaló su padre a su madre para que huyeran de Alemania tras la primera gran guerra; el abrigo que acompañó a su madre por laderas de montañas y glaciares y pueblos arrasados hasta llegar a los Alpes Cosios, lo suficientemente lejos de la brutalidad alemana y lo suficientemente cerca de la petulancia francesa, y lo suficientemente lejos de la ordinariez italiana como para empezar a rehacer de nuevo la vida familiar en el campo; el abrigo que había heredado en los últimos días de la Segunda Guerra y que se había transformado para ella en el mismo salvavidas que fue para su madre), que llegó a creer que la sacaba del país más por un acto humanitario que por amor.
Decidió llevarla a Estados Unidos porque ella juró tener un tío cocinero con un restaurante en la calle 45 de Nueva York dispuesto a recibirlos y darles trabajo. Estas señas sin verificar eran las únicas que ella llevaba para localizar al recordado tío: un restaurante, italiano, en la calle 45 de Nueva York. Era necesario ahora creer en ello, por no imaginar la tarea de romanos de hallar un restaurante entre quinientos que habría en esa calle, y además porque acababa de gastarse en el viaje el capital que llevaba para vivir dos años en Europa.
El último envío que le hizo su padre desde Colombia fue un cheque que llegó al consulado acompañado por una carta donde le manifestaba que el viaje había rebasado sus cálculos, que en Colombia había impuestos de guerra para enfrentar el rebrote de la chusma liberal, que había impuestos para ayudar a los soldados de Corea en el paralelo 38, y que ahorrara lo que pudiera, porque tal vez en mucho tiempo no le podría hacer un nuevo envío.
La carta llevaba una nota adicional en que el padre lamentaba informar que ya no iban a poder reunirse en Italia como habían convenido, que en otra vida sería.
17
La preocupación lo abismaba en la contemplación del mar.
La bailarina empezó a notarlo taciturno, extraviado en cavilaciones, y evasivo en las constantes salidas a fumar por la cubierta.
—¿Qué pasa, Simeoni? —le preguntó una noche cuando volvía al dormitorio, en un español sintetizado que fue adquiriendo para conversar en la intimidad.
Él sacudió los hombros.
—¿Es la bomba?
Él la miró extrañado, sin entender de qué bomba hablaba.
Entonces ella descolgó los salvavidas del camarote y con ese gesto ingenuo lo trajo de regreso a la realidad, recordándole que aunque la guerra había terminado, las minas alemanas que infestaban el Atlántico seguían siendo la causa principal de los hundimientos. A los pasajeros de todos los barcos trasatlánticos se les daba instrucción de salvamento para el caso de que ocurriera una explosión y el barco se fuera a pique. A él, por supuesto, las boyas alemanas magnéticas lo traían sin cuidado. Le preocupaba Estados Unidos. Quedarse sin dinero en un país costoso donde no hablaba la lengua. El futuro. La vida marital. Pero no lo dijo.
“El infierno de Dante es el pago de los excesos”, había dicho un día, casi enloquecido de solemnidad, su maestro Vattimo. Y había dicho también, con citas siempre de Dante, que los adivinos y los magos que incitaron la mirada más allá de lo permitido para ver el futuro serían obligados a caminar lentamente con el rostro vuelto hacia atrás, porque ver hacia delante siempre es un error.
18
Ahora estaba obsesionado con imaginar el futuro, con ver hacia delante, a la línea infinita del mar que le hablaba en los nubarrones de una tormenta tropical y, detrás de las nubes, las costas del nuevo país. La bailarina trataba de apaciguarlo con abrazos y caricias, pero él la obligaba a contar de nuevo la historia del tío cocinero, con el ánimo de descubrir contradicciones fatales. Ella se ponía a llorar y prometía que al llegar a Nueva York iban a dar con el mentado restaurante, siempre tranquilizándolo con lágrimas, siempre diciendo que todo iba a estar bien, que era lo único que podían hacer, y marearse por el oleaje.
Eso, y un amor sudoroso y sediento.
Mientras duró el viaje.
19
¿Cuál fue el primer indicio de la trampa? ¿El destello en sus ojos cuando vio la billetera repleta de dollari? ¿El descuido de haber pronunciado en un arrebato de orgasmos la palabra amor? ¿Haber creído en la historia del tío cocinero con un restaurante en la calle 45 de Nueva York?
20
El ambiente decayó con cada singladura del barco tambaleante sobre el Mar de los Sargazos. Aún podía ver la mirada esquiva de Laura Litri cuando estaban en el comedor del barco y alguna pareja de a bordo se besaba y él engarzaba su cintura para atraerla y tratar de hacer lo mismo con ella, mientras la italiana lo eludía con un gesto de apatía que a veces era de pudor. Ahora veía con suspicacia la insistencia de Laura en que no acabara dentro de su cuerpo, y atribuía a perfidia el detalle de la palangana y los furores para hacerse lavados de emergencia con vinagre, preocupada por un embarazo inesperado. Ahora se decía que su error había sido no ver que la trampa de su deseo eran todas aquellas señales que daba Laura Litri en los movimientos de su cuerpo eléctrico, desnutrido.
La trampa fue entendida por él a los pocos minutos de que el Seraphita ingresara con un lamento de brontosaurio hambriento en la bahía de Nueva York y se detuviera en el castillo de la isla de Ellis. Para todos los pasajeros, la mayoría inmigrantes italianos, guerrilleros balcánicos, españoles refugiados, fue un día de celebración, y por eso lanzaban sus pañuelos y boinas por la borda. Para él, fue el último día de su juventud y el comienzo de la decepción.
21
Los inmigrantes empezaron a descender del trasatlántico para el registro de migración en el castillo. Todos llevaban una sonrisa en el rostro mientras bajaban por las escalinatas. Laura Litri, sin embargo, no podía contener las lágrimas. Descendieron escalón por escalón, con la vista puesta en la Estatua de la Libertad y la cortina de hierro de la gran ciudad de fondo. Fue esa visión sobrecogedora de una verdadera metrópoli cuajada de rascacielos la que le impidió ver un destello de remordimiento en los ojos de Laura, y lo más apremiante: el momento en que ella soltaba su mano y se alejaba de su lado, perdiéndose entre los pasillos laberínticos del edificio.
22
De repente se halló solo y perdido entre una multitud de pasajeros y estibadores que vociferaban en todos los idiomas. Una banda de vientos recibía al nuevo cónsul de España. Quiso gritar el nombre de Laura Litri para tratar de dar con ella y alzar la mano para que ella pudiera orientarse y regresar, pero el ruido de la multitud ahogó su potencia y quedó perdido, con la mano en alto, como la Estatua de la Libertad de fondo, en medio de un oleaje de cabezas que ingresaban al edificio. Mientras esperaba su turno de registro en la fila de inmigración, miraba en las demás hileras buscando el abrigo ajado de armiño, pero no consiguió dar siquiera con la cabellera de hebras rojizas como el maíz. Al pasar el registro, un nuevo río de gente lo atropelló y lo llevó en sentido inverso a donde pensaba que podía haber ido Laura: el embarcadero del ferry. “Laura, Laura”, murmuraba, como un niño que extravía la mano de su madre entre las piernas de la multitud.
Sólo dos horas después, sentado sobre el lomo de la maleta atiborrada de trenes y locomotoras de juguete que le había comprado a un anciano alemán en una juguetería de Hamburgo, frente a un embarcadero que parecía no vaciarse de inmigrantes jamás, y aún murmurando aquel nombre, vino a comprender que ella lo había abandonado, que no volvería, y que solo le quedaban diez dólares después de pasar por la isla de Ellis; “Bienvenido a los Estados Unidos de América”, reconoció lo que decía en inglés una valla publicitaria que atravesaba de lado a lado la calle como un puente.
23
La noche que se enteró de que estaba en bancarrota no pudo dormir ni tampoco beber. La acidez lo hizo vomitar y la tozudez, rehusar la insistencia de la sirvienta para llevarlo de urgencia al hospital. Se dedicó a fumar y a observar desde la ventana de la casona las formas que tomaba la lluvia nocturna en las luces del alumbrado público del pueblo. Al amanecer, se duchó, buscó un frac que llevaba años sin usar y decidió ir en persona a buscar un acuerdo con los obreros en paro. Aún llovía.
24
Sin aliento, se detiene a mitad de la cuesta, se desabotona el último botón de la franela y sigue avanzando hasta las últimas casas, por una calle saturada de llovizna. Antes de abandonar el empedrado donde termina el pueblo y comienza la carretera de tierra que sube al condominio, mira la piel de sus zapatos finos y calcula la viscosidad gelatinosa del suelo en que va a sumergirlos. Es un corto titubeo, pero luego se resigna a la suciedad, hunde el pie en el lodo y deja el pueblo atrás.
25
Sube los dos kilómetros por una pendiente que rezuma ríos de barro que lamen la montaña. Poco a poco se acostumbra al chapoteo incómodo de sus zapatos ensopados, a medida que se acerca a la explanada. La fatiga del esfuerzo lo obliga a detenerse y tomar aliento. Sólo hace dos paradas para encender el mismo cigarrillo con un fósforo asfixiado por la lluvia. En una ocasión logra encenderlo y mientras fuma voltea a ver el pueblo cada vez más diminuto en el fondo del valle. A punto de llegar a la cumbre, enciende con dificultad un nuevo cigarrillo mientras protege la llama del viento y el agua con el cuenco de la mano.
26
La llovizna. La planicie. La neblina lechosa que rezuma de la tierra saturada. Los tractores y las excavadoras permanecen como espectros desperdigados en la explanada. Le parecen esculturas de extraño vanguardismo, abandonadas en la diáspora de una civilización desconocida. Va con los pensamientos eufóricos, embotados por el insomnio y la acidez estomacal. No hay nadie en la obra, pero imagina que va por el pavimento de la calle principal. Imagina el condominio tal y como figura en la maqueta. Es un sueño recurrente: la idea de que camina por una calle pavimentada, surcada de árboles, como soñó siempre, con automóviles de última generación estacionados en los frentes de las casas, como soñó siempre, con balcones flotantes con persianas de campanario por donde asoman mujeres en vestidos de flores que dan de comer alpiste a los pájaros enjaulados, como soñó siempre, como ha querido siempre: con perros que atraviesan la calle y niños que corren tras un balón y una valla gigante que reza: CLUB KIWANIS - NO SIGA SIN SER AUTORIZADO.
27
Ahora huele a lavanda y a jardín podado, y no es un día lluvioso, sino atiborrado de sol. Ve a una mujer en traje de baño, zapatillas y gafas oscuras, que atraviesa la calle para ir a sentarse en el borde de una piscina a tomar el sol. Es una visión desconcertante, como una bailarina nudista que distrajera el tráfico en una gran avenida. En un garaje alcanza a ver la silueta de un hombre inclinado sobre el motor de su Chevrolet, y de allí proviene esa música irreal: la quinta sinfonía de Beethoven.
—¿Necesita ayuda? —pregunta.
Y aunque está dispuesto a embarrarse las manos de grasa, el hombre sonríe y rehúsa con la cabeza.
28
Sigue a paso largo por la alameda y ve a una pareja de adolescentes que se besan en la banca de un parque. El muchacho introduce una mano bajo la falda de la muchacha. Ella se aprieta y pega las rodillas aún más al muchacho. No lo advierten al pasar, y él sigue de largo, herido por la visión de los calzones de la muchacha, por la tesitura imaginada de los muslos de carne dura y por la mano furtiva que le descorre las bragas y la melodía de Beethoven que demarca sus pisadas.
Por un momento quisiera ser aquel muchacho y pensar que la mano intrépida en el muslo de la joven fuese su propia mano y moverla a todo vapor. En una esquina ve un ejército de niñas en bicicletas de manubrios altos como antenas de langosta. Las ve pasar sin tocarlo, como un enjambre de hadas. Siente el viento que pasa y el aroma a granadillas que arrastran.
Se detiene y saca otro cigarrillo que encenderá con la colilla del anterior y, al fumar la primera bocanada, percibe una voz que lo llama.
—¡Patrón! ¡Patrón!
29
Tardó tres días en localizar un directorio telefónico y sustraer las páginas con las direcciones de todos los restaurantes italianos de Nueva York. El tío de Laura Litri se llamaba Aldo Partigiani. Poseía, en efecto, una tasca con horno de pizzas en la calle 45. Su nombre era el mismo que ella había mencionado, y su figura coincidía con la descripción de Laura: un hombre huesudo de largos y alambreados bigotes negros. Llevaba un sombrero de panadería y con los brazos peludos de batir pizzas exageraba el hecho de querer parecer menos judío y más italiano de lo que era, mientras cantaba baladas para sus clientes en el ventorrillo de paso de una calle conocida como Little Italy. Era afable, y accedió a responder sus preguntas en el mal italiano que sabía, pero tras cinco visitas al restaurante ambos se dieron cuenta de que la mujer a quien el cocinero llamaba Bella y él Laura era la misma mujer, pero con una vida tergiversada. Laura Litri se llamaba Bella Partigiani. Había estudiado danza en la universidad de Turín hasta que tuvo que dejar su carrera a medias para trabajar en las jornadas nocturnas de una fábrica de quesos. No tenía quién sufragara sus gastos, porque era huérfana: el padre de Bella fue deportado a un Lager y la madre murió de tuberculosis durante la guerra. La angustia fue aún peor cuando la descripción física de ambas muchachas sí coincidía con la única fotografía de familia que conservaba el tío: la misma altura y delgadez cadavérica, el mismo pelo de ribetes rojizos color zanahoria diez años antes.
Aún peor fue cuando le empezó a rondar la sospecha de que aquella italiana no sólo lo había abandonado entre el gentío a la entrada del puerto, sino que había urdido un plan perfecto de fuga de su patria usando la trampa de su carne tibia para embaucar a un extranjero con fondos que la sacara de allí. Debió de haberlo anticipado desde el día en que ella vio los dólares a manos llenas en poder de aquel extranjero y aceptó la invitación que un momento antes le había negado de volverse su cicerone y acompañante, después su amante y por último su mujer.
Un telegrama a Colombia fue contestado con un nuevo envío de su padre. El tío de la muchacha lo vio partir con una mirada de compasión y un consejo:
— Lei è una ballerina. La troverà a Broadway.
Tenía razón: el único lugar para una bailarina sólo podía estar en Broadway.
30
Deambuló entre los rascacielos, dejándose arrastrar por sus calles refulgentes de hierro y vidrio. Italia era un país de palacios con la historia de los siglos en cada piedra de las fachadas. Estados Unidos era todo lo contrario: un país joven, construido en hierro, y donde todos los caminos conducían a Manhattan. Deambuló a pie por la isla, y se introdujo en sus tabernas y bares clandestinos tratando de soslayar el mal sabor de los días de amor perdidos.
Un impulso lo llevaba a caminar durante horas bajo aquellos edificios monumentales, a introducirse en ellos cada vez que podía, para verle los órganos internos a la ciudad palpitante. Era una inquietud viva por conocer los lugares donde el termitero vivía. Aún no tenía claro qué lo atraía de aquella ciudad, sus mujeres vestidas de negro, o sus alturas metalizadas, o la fosforescencia de sus anuncios, pero acaso todo se reducía a estas palabras de su maestro Vattimo: “Definir una ciudad, un edificio, la forma que tendrá una casa, un palacio, es la forma primigenia del arte”. Decidió comprar cuantas representaciones de la ciudad encontraba en las tiendas de souvenires: casas de cartón paja, automóviles de todos los modelos inventados, líneas de tranvía y edificios de maqueta. Luego lo llevaba todo a su habitación y organizaba una ciudad improvisada sobre la cama. Y después de organizar las avenidas y los barrios en miniatura, con la estación de trenes de la periferia, empezaba a preguntarse en su diario de la vuelta al mundo: ¿Cómo se funda un pueblo que un día llegue a gran ciudad?
31
Un día en Manhattan, a punto de atravesar la calle, creyó verla a lo lejos, a Laura Litri: ya no llevaba el abrigo de armiño, sino un gabán oscuro y la cabellera de maíz ahora pintada de negro y espolvoreada sobre la espalda, las piernas forradas en botas de caña oscuras y la falda de un vestido negro que asomaba bajo el ruedo de la gabardina.
Desafió el tráfico por varias cuadras, tratando de seguir sus pasos de dinosauria. La siguió por bocacalles repletas de hombres que se detenían como autómatas ante la luz de un semáforo. La siguió a pie hasta la entrada de un edificio en la calle 125, corazón de Harlem, uno de esos edificios idénticos, metalizados, que parecían un laberinto hecho con un millón de ladrillos de platino.
Igual que en la universidad de Turín, se dispuso a esperar en la puerta de aquel edificio donde la había visto ingresar hasta verla salir de nuevo. Pero sólo cuando ya estaba inmerso en bostezos y ardores estomacales, dispuesto a marcharse, con la sospecha de que había visto una alucinación, la vio salir en compañía de un hombre que la llevaba del brazo.
De frente confundimos a todos; de espalda somos inconfundibles. Era Laura Litri, convertida en Bella Partigiani. Caminaba idéntico, con la rectitud de la espalda, con la postura de baile en la barbilla. El tipo la soltó del brazo y lo cruzó luego en su cintura.
—Ey, cabrón —se escuchó decir de pronto—. Cuidado con esa italiana, que es estafadora.
El tipo no comprendió su idioma.
La pareja subió rápidamente a un taxi estacionado frente al edificio, como si acabara de salvarse de un robo callejero.
Él persiguió el taxi por la calle gritando el nombre de ella.
Era ella, estaba seguro, aunque tuviera el pelo negro, aunque ahora pareciera la mujer de un millonario. De otro modo no se explicaba aquel sobresalto en sus ojos, ni la interrupción súbita en la charla que sostenía con aquel hombre y el hecho de que por un instante, ante el grito expresado en un idioma que su acompañante no comprendía, ella inclinara la cabeza como una ladrona descubierta en flagrancia robando un par de medias en un almacén.
Laura, o Bella, o como se llamase, volteó a ver la persecución por el vidrio del asiento trasero y desapareció de su vida.
32
Se quedó solo agitando un nombre de mujer y la mano empuñada, desmoronándose de rabia y amor entre la multitud que esperaba el cambio de semáforo, mientras perdía el último soplo de aliento y veía el taxi alejarse hacia el corazón de la ciudad de hierro.
Él no lo notó, por la distancia, pero mientras corría hacia el taxi gritando su nombre, y mientras el acompañante le indicaba al taxista desde la silla trasera el rumbo que debía tomar rápidamente, ella alzó la mirada y sus labios dibujaron una frase muda, en italiano, por el espejo retrovisor, antes de que el taxi desapareciera en la prolongación de la calle:
—Perdonami, Simeoni.
33
Esa noche visitó un cabaret místico donde se consoló con cocaína y música antillana. Lo hizo de la mano de un cubano escandaloso que se vanagloriaba de tener un taxi Mercury Ford con el que pensaba ir por decimoctava vez a La Florida. El cubano se interesó en el carro de juguete recién comprado que jugaba a deslizar sobre la barra, luego le habló y se inquietó más al oír su acento y finalmente le preguntó a quemarropa si era colombiano. Al oír la confirmación, se despachó en elogios por la mejor esquina de Suramérica. Dijo que no conocía Colombia, pero que sus socios y amigos venían todos de allá y que ese acento era inconfundible pero quizá el más difícil de imitar, porque todos los colombianos hablaban con entonaciones distintas. Dijo que sólo era capaz de imitar el tono de la gente de Medellín, porque de allí eran sus socios. Que los había conocido en La Habana y que gracias a ellos había llegado tan lejos.
No estaba de ánimo para compartir la alegría que brotaba del pecho de aquel cubano ante un viaje por carretera, pero lo acompañó en dos botellas y oyó sus vociferaciones cada vez que la orquesta interpretaba una nueva canción y vio los aspavientos con los que hablaba y se burlaba de toda la fauna alcohólica que llenaba el lugar.
En una ida al baño, el cubano le hizo una señal para que se desviara por un compartimento privado y allí, en el óvalo de un espejo de bolsillo, conoció la cocaína. Fue un desdoblamiento súbito de energía que le permitió beber una botella más, manosear a una mesera que lo empujó con desprecio y empezar aquella pelea con media docena de borrachos que lanzaban puños sin saber quién era su oponente.
Dos celadores altos y fornidos disolvieron la pelea a bastonazos, y cuando ya lo empujaban hacia la puerta de la calle sostenido por las solapas de su camisa rota, el cubano les dijo a los celadores que lo soltaran, bufarrones, que el colombiano venía con él. Los celadores lo soltaron y el cubano lo increpó:
—Dejá esa bobería, coño e madre, si te peleas con diez al mismo tiempo te van a dañar el caminao, camaján.
Salieron a deambular en el Mercury Ford por la ciudad, y atravesando el puente de Brooklyn el cubano volvió a hacer alarde de sus diecisiete viajes por carretera hasta La Florida y del próximo que emprendería al día siguiente.
Esta vez él reaccionó, abrió su billetera repleta con el último envío que le hiciera su padre desde Colombia, y le pidió que lo llevara con él.
El cubano lo miró más extrañado por el acento solemne que por el fajo, y complacido de encontrar un copiloto para este viaje, exclamó:
—¡Pero tú pagas el ron!
34
—Nadie vino hoy, patrón —dice el obrero.
De pronto, la brasa del cigarrillo se apaga por la lluvia y la imagen de aquel condominio ideal se desvanece, mientras la niebla desvela la explanada y aparece ante sus ojos la tierra baldía.
El obrero es moreno. Va vestido de caoba y usa botas de caucho negro.
—¿Por qué no volvieron a trabajar? —pregunta.
—Porque dicen que usted no tiene con qué pagarnos, patrón.
—¿Y usted por qué vino?
—Porque me gusta este trabajo y porque cuando usted me pague los tres meses que me debe, yo voy a darme la gran vida y a tomarme todo un fin de semana de vacaciones, patroncito.
—¿Y si es verdad?
—¿Verdá qué, patrón?
—Que no tengo con qué pagar.
—Usted tiene, don Simón. Usted es rico. Y buena gente. Yo sé que tiene con qué.
Don Simón enciende otro cigarrillo y aspira una bocanada profunda, mirando al obrero con inquietud.
—Vuelva al trabajo —dice.
—¿Y qué hago, patrón? —pregunta el obrero.
—Continúe con lo de ayer —dice.
—Ayer no hicimos nada, porque estamos en paro y el ingeniero tampoco apareció —dice el obrero.
—¿Por qué no vino el ingeniero?
Y por un momento se siente víctima de un nuevo acto de deslealtad.
—¿No se acuerda? Él dice que usted está…
Y el obrero sopesa el sentido que dará a sus palabras y las recompone en el último instante:
—Dice que usted está “ilíquido”, patrón.
—¿Eso dice?
—Sí, patrón. Todos lo dicen. Dicen que usted está arruinado. Que nos jodimos todos, que recoja y vamos, que yo no sé. Rumores.
—¿Qué hizo ayer?
—Sacaba agua del alcantarillado con la motobomba. Pero ya no hay combustible pa’ la motobomba.
—Baje al pueblo por gasolina.
Y saca de su bolsillo algunos billetes plisados.
El rostro del obrero se anima al desdoblar los billetes como si acabara de ser cómplice de un secreto, y se va, por la planicie, recontándolos.