La riqueza son tres dones que se juntan: tierra, trabajo y capital. La tierra la puso mi abuelo, el trabajo lo puso mi padre y el capital que produjeron ambos lo dilapidé yo que soy alcohólico y derrochador. Ya no hay riqueza en esta casa, como usted ve. Es un palacio en ruinas, periodista. Esta entrevista debió hacérmela con diez años de antelación. Entonces le hubiera hablado con entusiasmo de mi proyecto de hacer un pueblo. Ahora no hay nada interesante por contar. No dilapide papel publicando reportajes a gente fracasada. El camino de la derrota no le interesa a nadie, ni las lecciones de pesimismo. La gente quiere que le mientan. La gente quiere saber de campeones, de hombres que triunfan, de algo que les dé ilusión, que los aluda. Yo soy un agrimensor de fracasos. Usted viene a investigar algo que perdió importancia para mí. Quería un pueblo así, como el que está en esa maqueta. Sí, la diseñé con mis propias manos. El tren que la circunda es un detalle de fina coquetería: lo compré en un mercado de Hamburgo hace muchos años. El único día que estuve en Cuba, vi un barrio llamado El Vedado que me pareció la ciudadela más hermosa del mundo, y prometí que iba a construir algo parecido aquí, pero no fue posible. (El periodista toma nota y rectifica su nueva pregunta). Tal vez no entienda, periodista. Quería un enclave en medio de esta selva de violencia y atraso. Quería vivir en un pueblo copiado de un pueblo moderno. Casas hermosas como las que vi en Cuba. Con espacio vital. Con fachadas de piedra y artesonados en yeso. Con buhardillas, balaustradas y escaleras de espiral y postes ornamentales, portones y dinteles, ¿me entiende? Nada de boñiga, ni bahareque, ni tierra revuelta con hueso. Casas en art decó. (El periodista se acerca a la mesa del centro, trascribe en su libreta aquella respuesta, y subraya dos comentarios: nada de materiales autóctonos, calicanto, palmas reales; casas modernas.) ¿Cómo hice la maqueta? Aprendí Dibujo Técnico con los salesianos. Pero en un viaje que hice alrededor del mundo conseguí las locomotoras, las casas de mazapán y los automóviles en miniatura que vendían en Nueva York como juguetes cuando todos estaban locos por los modelos anuales de Henry Ford. Para hacer un solo barrio, necesitaría de mucho más. (Calla, como si algo rechinara en sus propias palabras, deja la copa sobre la mesa y camina a la ventana). Desde aquí se ve el fracaso. ¿Viene a verlo? (El periodista mira a través de la ventana y ve la cima roma del cerro achatado y los toldos blancos de los invasores). ¿Se da cuenta? Quería un suburbio, y construí un tugurio. ¿Cómo lo llaman ellos? ¿Pueblo Nuevo? Pobre gente, debe estar muy mal para elegir esa montaña estéril de hogar. (La casa despide un vaho de pared mohosa. En las esquinas de la mansión hay sumideros y estrías de viejas goteras descuidadas por donde han brotado el musgo y los helechos de humedad. El entrevistado se aleja de la ventana y dice que no demora, que va a hacer una donación invaluable para el periódico. El periodista, instintivamente, pone los ojos en la colección de libros que cubre las paredes. Libros viejos que nadie lee, cubiertos por una gruesa capa que cree polvo pero es blanco, son hongos que proliferan por la humedad. Mientras vuelve, el periodista acaricia el lomo de algunos, limpia la película de hongos y lee el título: Tierra de los hombres de Saint-Exupéry. El príncipe de Nicolás Maquiavelo. Archipiélago Gulag de Alexander Solyenitzin. Cuando se dispone a ojear un título que le llama la atención: Trilogía del vagabundo de Knut Hamsun, el entrevistado vuelve ya por el corredor). Siéntese. Hace años que dejé de leer. Ahora se están pudriendo los libros. ¿Un trago? (Y la vieja criada, que ha permanecido a la sombra, con su uniforme de balandrán, se evade a la cocina). Empezó por coleccionarlos mi abuelo, pero la afición la heredó mi padre que de paso me la transmitió a mí. (¿Recortes de prensa?, pregunta el periodista, que aún no entiende en qué consiste el valor del tesoro). Sí, de prensa: las noticias más relevantes y más olvidadas de todos estos años. Efemérides, si quiere. O material de archivo, ¿no es así como lo llaman ustedes? Ahí puede encontrar desde los nombres de los oficiales colombianos que fueron a la Guerra de Corea, hasta el nombre de la compañía que construyó el ferrocarril de Panamá cuando el istmo pertenecía a Colombia. Ahí puede seguir paso a paso el desangre del Frente Occidental en la Primera Guerra Mundial, y saber las historias de faldas de la esposa infiel del presidente Núñez, y el motivo secreto para que Cipriano de Mosquera rompiera con la Iglesia católica. Puede averiguar el nombre del corneta de órdenes del general Uribe Uribe en la batalla de Palonegro: Guillermo Páramo. Y ver las fotos de los muertos en la represión petrolera de 1926. Lléveselo todo, periodista. Aquí se lo va a tragar el comején. (Son seis cartapacios con recortes de prensa antigua. ¿En qué clase de mundo vivieron esos latifundistas? ¿Cómo podían vivir en una selva y saber sin embargo que afuera había guerra y hambruna y cosechas especiales de vinos y cuadros de artistas judíos en la diáspora? El periodista abre un cartapacio y lee el titular: Jornaleros reclaman posesión de tierras. Patrón les declara la guerra. Busca la fecha y data de cincuenta años antes. Los protagonistas: José Alemán, hacendado, y Filadelfo Hernández, jefe de los obreros. Luego constata un subrayado, y se da cuenta de que el apellido del patrón de la hacienda coincide con el apellido de su entrevistado. ¿Padre, abuelo, o bisabuelo? Ya veremos). Lléveselos, dice el entrevistado: igual nunca los leí. (Podemos terminar la entrevista por hoy, si le parece, señor Alemán, dice con la tranquilidad de haber hallado oro donde los demás ven lodo y piedra, y cierra el cartapacio). Pregunte lo que quiera si quiere saber más, porque no volveré a recibirlo. (El magnetófono se pone en marcha una vez más sobre la mesa. ¿A qué culpa usted del fracaso en el proyecto Club Kiwanis?). A los agiotistas. (¿Puede explicar por qué afirma usted que las instituciones financieras tienen la culpa de ello?). Las instituciones financieras, como usted las llama, son pura angurria agiotista, como lo llamo yo, y tienen siempre la culpa de todo lo que le pasó a este país. Banqueros son los que han hecho las guerras. Banqueros, los que han vendido la tierra. Banqueros que se cobran todos los días su cuota de sangre humana. Todo el mundo se arruina, mientras los banqueros se enriquecen. El proyecto Club Kiwanis era un proyecto viable y necesario para el desarrollo de este municipio. Yo invertí en él todo lo que tenía, y cuando ya no tuve más, vendí los semovientes, y cuando quedé ilíquido, sólo quedó recurrir a la mezquindad de los bancos. Los bancos son parásitos que roen más que el comején que está cavando túneles en esos libros. Tal vez sea mejor hacer como los abuelos: enterrar los doblones debajo del colchón o esconderlos en ataúdes bajo el cielo raso que dejárselos a los banqueros. Si un banquero tiene que embargar a su propia madre, no tenga usted duda de que la embargará, y de que la pobre anciana será echada a la calle con cama y enseres y perro y canario, y en solidaridad el hijo banquero le enviará una linda esquela que diga: “madre mía, los negocios son los negocios, pero el amor es el amor”, y la madre comprenderá que lo educó por el camino del bien, que ese es su muchacho, ¡bravo!, ¡te eduqué muy bien! Eso es un banquero: un hijo amoral de una madre inmoral. El mundo está gobernado por banqueros. Pero no se preocupe, periodista. No quedará nada. No durarán ni los banqueros, ni sus riquezas. Todo se acabará dentro de diez millones de años cuando se apague el sol. (Perdóneme, pero eso no contesta a la pregunta). Ah, sí, la pregunta…
¿Cuál era la pregunta? Bebió un sorbo de ron de un vaso al que le cabía medio litro, y luego contestó que los créditos no fueron refinanciados, que el capital se agotó, que los pagos no abonaron al capital sino al interés, que así hasta Rockefeller se embarga. (¿Quiere usted decir que los predios del proyecto Club Kiwanis no son hoy de su propiedad y pasaron a ser de los bancos?). A mi nombre figuran, sí, pero hay un saldo en rojo por hipoteca, y si no les pago en dos meses, el banco rematará la propiedad. El periodista bebe del trago servido y quiere volver a preguntar, pero ve en la cara del interlocutor que se ha ido todo el interés por la entrevista. Está borracho. No tardará en comenzar a repetirse. (¿Puede, por último, contarme algo de su familia?). Aparte de mí, no queda nadie. Todos muertos. Nací en esta casa. Un 3 de febrero. ¿Quiere ver el cuarto de mi madre? Vamos, está igual que entonces. (La habitación es ostentosa, arcaica. El cuarto de una dama de rostro antiguo los mira llegar desde la pared. El periodista advierte un neceser elevado sobre un atril de madera pulida. Se acerca sin demostrar la fascinación que ejerce la vista de aquel artefacto femenino de comienzos de siglo. “Tengo uno idéntico que perteneció a mi abuela”, se excusa por su interés. Luego entorna la mirada por aquel museo de reliquias afectivas. El azul de las paredes, que en lugar de realzar la jerarquía acentúa la sordidez, se repite en los tendidos de la cama y en el añil del toldo a prueba de zancudos. Una palangana azul y un ánfora esmaltada de cuello largo con doble asa sobre una mesa de soportes curvos, también azul. En una repisa incrustada en la pared, flota un ejército de estatuillas, representaciones de La Piedad, José Gregorio Hernández y el Sagrado Corazón. En un retablo, la fotografía ampliada de una pareja de ancianos, el día de sus esponsales. Junto a esta, la foto de dos adolescentes que miran fijamente al camarógrafo, sin sonreír, vestidos con atavíos de gente adulta). Mi hermana y yo. (¿Y los otros?). Mis padres, cuando las bodas de plata. (El periodista repara en la fotografía de los esposos: una barrera invisible los separa. A pesar de que se juntan, lo hacen con descuido. Ella se inclina sobre el hombro contrario, alejándose de él. Su ropa está desaliñada y el sombrero trata de atenuar el descuido sin conseguirlo. La sonrisa de la mujer quiso salir, pero no pudo. El esposo mira hacia un punto indefinido, fuera de la cámara. Parece que busca algo más entretenido que las señas del fotógrafo. En realidad, no quiere sonreír. No quiere abrazar después de treinta años a la misma mujer. No quiere estar ahí. Aprieta la mandíbula. Quiere escapar de aquella celebración sin alegría. La foto de los hijos es aún más elocuente: el muchacho se parece a su padre en aquello de esquivar el lente. Tímido frente a la cámara, permanece sentado mientras su hermana posa de pie, incómoda. El corte de pelo hace prominente su nariz. Lástima que el trono donde se sienta el hermano permanezca en la sombra: podría hablar de su condición de hijo protegido, de primogénito. El hijo sentado, y la hija de pie. Probablemente esperaban una niña. El peinado hombruno de la muchacha delata su inconformidad. El cuello cerrado roba la atención del periodista. Una tenue línea de tensión muscular nace en el cuello y va a morir en los dientes de una apretada cremallera que cierra el escote. Su cuerpo está encogido, temeroso, desconfiado de ser expuesto. La boca de labios finos y apretados sólo se abrirá para decir lo necesario. La nariz es la herencia mayor, y ella lo sabe, y no le gusta. El pelo le bordea la frente y forma un pico en la mitad que acentúa las dos medialunas de su frente recta, un rasgo andrógino, masculino). Rafaela se llamaba. Murió de pulmonía cuando volví de Estados Unidos. Tenía veinticuatro años. (El periodista lo pensó, pero no lo dijo: Rafaela, nombre masculinizado, como su cara). Ahora estoy solo.