esta historia comenzó con la edición correspondiente a la primera mitad de mayo del año de la invasión, las páginas interiores de La Gallina Política-Prensa Libre abrieron con un reportaje a ocho columnas que empezaba con una pregunta de doble filo e ínfulas de imputación: ¿la tierra es de quien la cultiva o de quien se la apropió? no era una pregunta, sino una exposición a través de escrituras públicas y periódicos antiguos y constataciones de ancianos de que la Cordillera de los Cobardes había sido usurpada a sus colonos y pioneros para otorgarla a veteranos de la guerra del novecientos, que los latifundios crecieron a fuego y sangre, que los hacendados de esta región se las habían apañado siempre en buen grado con dos virtudes nacionales llamadas explotación y expropiación, esta historia comenzó entonces, una vez más, empezó con un mapa de cómo era esta tierra antes de ser fundados los emporios, de cómo fueron estos años y cómo se vivía bajo amenaza, un dibujo en palabras que saltaba por épocas, un memorial de agravios en un territorio aludido, en ese profundo mar verde llamado Cordillera de los Cobardes por ser la tierra de nadie, la tierra donde todo estaba permitido, refugio de los hampones, gazapo de los desposeídos, la tierra que tenía la desgracia de limitar por todos sus lados con el país confederado, desmembrado por generales angurrientos, Colombia, ex Gran Colombia, ex Nueva Granada, la patria temprana de los hombres en guerra, de los perros que no ladran, de Eldorado, de las mujeres solas, el reportaje era una síntesis histórica de la titularidad dudosa sobre esos terrenos, cuyo último heredero era el señor Alemán, dentro de esos terrenos se encontraba la montaña que había sido devastada para el asentamiento del proyecto Club Kiwanis cuyo trazado no se llegó a concluir y los obreros, para reclamar los salarios atrasados, decidieron tomarse el predio y levantar sus propias casas, La Gallina Política salió a la venta a las ocho de la mañana, y a las diez de la misma no había un solo ejemplar disponible para nadie, la Sociedad de Hierro se apercibió del peligro que corría su movimiento con el dossier y decidieron comprar la edición íntegra, notable forma de censura para que el transeúnte desprevenido no tuviera acceso a la información, con lo que nos obligaron a improvisar un plan de emergencia, ¿y qué hacemos, señor director?, preguntó el fotógrafo Geovanni Orozco que había desempolvado el archivo fotográfico de su padre y había ilustrado el reportaje con los retratos más antiguos de los hombres más ilustres de nuestra aldea, los fundadores de un lugar utópico llamado La Vendée, un tal José María Alemán, coronel de la guerra del novecientos, un tal Sacramento, coronel de la guerra del ochenta y cinco, un tal Juan de la Cruz, coronel del novecientos, un tal Urbano, coronel del noventa y cinco, un tal Ulpiano, coronel de la guerra del noventa y cinco, un tal Abdón, coronel del novecientos, un tal Evaristo, coronel del noventa y cinco, hombres recios, de barba y sombrero calado, medio forajidos, medio desdibujados por los años, y atraídos a esa cordillera por la seducción del cacao, del café y de las quinas, ansiosos de arrancarle a la tierra fama, dinero y honores, hombres que fueron indultados e indemnizados de la guerra civil con la tierra de otros, tierras que pertenecieron a pioneros que abandonaban la casa paterna para enfrentarse a los insectos, al pian y al vómito negro, y que terminarían por quedarse sin propiedades, como obreros de la gleba, por un decreto nacional a la vuelta de los años, después de perder una guerra doméstica, imprimamos quinientos adicionales y los distribuimos nosotros mismos en la calle para que no secuestren de nuevo la edición, le dije a Orozco, sin contar con que la imprenta estaba cerrada desde las ocho de la mañana en que salió el periódico, y con que los armadores habían estado toda la noche llenándose de tinta las manos, la cara y el pelo, y ya se habrían ido a dormir, razón por la cual tuvimos que sacarlos de sus camas, darles aguardiente, arrebatarlos a sus mujeres desdeñosas para que fuesen a imprimir quinientos ejemplares más de La Gallina Política, quinientos ejemplares de los cuales vocearíamos trescientos cincuenta en las esquinas del parque y ciento cincuenta serían distribuidos gratuitamente entre los hombres y mujeres que habitaban la invasión de Ana Larrota, ese terreno en pugna que reclamaban para vivir sin techo y sin agua, hombres desconocedores de que su abuelo fue campesino, de que su padre fue acribillado, de que su madre los abandonó en medio de la desesperación y que su abuela prohibió siquiera mencionarlos porque de nada servía recordar la imagen de sus miembros sexuales cortados y puestos con alevosía dentro de las bocas abiertas, ¿para qué?, el que siembra odio recogerá odio, decían las ancianas, y morían en silencio, resignadas, mientras cubrían con el sudario el cuerpo del esposo muerto, y sepultaban el pasado para que no volviera a repetirse, sin saber que lo que se sepulta, erupciona o lo desentierra un sabueso, esta historia comienza el día que agotados quinientos ejemplares de reposición nos vimos aún en la osadía de recurrir a los armadores para hacer imprimir otros quinientos boletines extraordinarios, pero al llegar al taller, la imprenta había sido confiscada por el ejército, un pelotón militar alegaba desordenado el orden público, y aunque el pueblo entero caminaba apacible de arriba abajo en pleno día de mercado sin hacer ningún alboroto público, los altavoces anunciaban que a partir de las diez de la noche quedaría decretado el toque de queda y las calles debían quedar desiertas, así que algo se traman, le dije a Orozco, sí, contestó el fotógrafo, debe ser que no les gustó el dossier de los torturados de la quincena pasada, no, le dije, claro que no les gustó, ¿cómo les iba a gustar, si allí estaban relacionados los desaparecidos de los últimos meses, los capturados y pulverizados en los calabozos del gobierno?, todos aquellos que callaban lo que no sabían y delataban lo que pedía el interrogador simplemente para librarse del suplicio, un interrogador que apenas buscaba una delación firmada, sin importar que fuese verdad o mentira lo que allí se dijera, porque para condenar sindicados en una corte marcial bajo Estado de Sitio se necesitaba simplemente una delación y no una prueba, porque en este país denigrado por su impunidad todos éramos culpables hasta que se demostrara lo contrario, ¿y entonces qué hacemos esta noche de toque de queda, señor director?, dijo el fotógrafo, habíamos planeado una velada literaria para la noche, la única actividad que una vez al mes consagrábamos Geovanni Orozco y yo a debatir lo que el fotógrafo, y antes del fotógrafo, Albert Camus, y antes de Camus, Carlos Marx, y antes de Marx el doctor Samuel Johnson, llamaron con exactitud tajante la “canalla literaria”, era la noche en que yo dejaba a Luisa sola en la casa para atiborrarme de libros y whisky con el único amigo que me quedaba en la vida, el único que había llegado a la cima de la montaña mágica de Tomas Mann y, al final del viaje, a la noche negra y larga de Céline, el único con quien podría encontrar cada mes el inventario de los escritores más disímiles y decir de alguno: si dijera que he disfrutado la prosa de este escritor, mentiría, y emprenderla luego a examinar las últimas publicaciones de las literaturas nacionales y continentales y a compararlas, creíamos que la verdadera cultura de un lector se hace más de rechazos que de adhesiones, pero también sospechábamos que de las adhesiones deliberadas y de la regurgitación de otros rechazos era que a veces nacían los descubrimientos notables, porque para fundar un estilo hoy hace falta juntar una sarta de gustos malos, fue en esas veladas que por fortuna pasé de Canetti a Karl Kraus, por esas veladas fue que encontré a Marcel Schwob, y que Orozco encontró a Gombrowicz, yo a Pierre Drieu La Rochelle, y él a Cortázar, yo el diario de Pavese y él La tumba sin sosiego de Connolly, yo a Larisa Reisner y él a John Reed, soñábamos con Guillermo Cabrera Infante, con recoger una antología del libelo universal, un ramillete crítico y apologético del panfleto de todos los tiempos que sirviera para reducir a su tamaño mortal y bajar de los pedestales a cada tiranuelo del arte, a todas las evanescencias, a todas las jactancias, una antología de acusadores de la humanidad donde no podrían faltar Montesquieu con sus Cartas persas en contra de la decadencia de Francia, Maquiavelo con su Príncipe escrito en clave de ironía, Bloy con Marchenoir en contra de los literatos, Swift con la modesta propuesta para que los irlandeses no mueran de hambre, Ladrón de Guevara contra los libros amorales y herejes, Benito Feijoo contra la superchería de España, Carpentier junto a Bataille en contra de Breton diciendo que era un cadáver, el Ion de Platón para derrumbar el falso saber infuso de todo aquel que osara llamarse poeta, y un puñado de epigramas de Marco Valerio Marcial para acabar con lo que hiciera falta, Valerio Marcial, sí, quien decía que su pleito no era la violencia ni la matanza ni el veneno, sino tres cabras que le robó un vecino y un estúpido juez que le pedía las pruebas, sí, Valerio Marcial, a quien en un discreto homenaje el fotógrafo Geovanni Orozco había decidido consagrarle el nombre de su primogénito llamándolo al igual que el poeta mentado, Marcial Orozco, esa noche de toque de queda el hijo de Geovanni Orozco, Marcial Orozco, sería agasajado por su padre fotógrafo en una ceremonia a puerta cerrada para la cual el fotógrafo había traído pastel relleno de frutas y una botella de champán espumoso y un litro de whisky y un balón de fútbol en medio de los candelabros de cobre y las alfombras persas y la hilera de ataúdes empotrados de la sala de velaciones de la funeraria doméstica, pregunté por qué había decidido regalarle un balón de fútbol, y Orozco dijo que sólo buscaba preparar a su primogénito para el futuro, pero si lo único que tiene futuro en este país es el Partido Comunista, le dije para envenenarle la lengua bífida que tenía, y Geovanni Orozco respondió que el Partido Comunista, aunque te duela, mi querido director, después del Gulag y la hambruna en Ucrania y el muro de Berlín tiene más pasado que futuro, y así remojábamos en veneno los temas para debatir en la noche, el toque de queda empieza a las diez y la ley seca a las seis, le dije, si nada extraordinario ocurre, nos vemos entonces a las cinco para comprar más trago, y el fotógrafo respondió que no olvidara el presente que debía llevar como padrino, compadre, puesto que éramos compadres, puesto que yo había bautizado a su primogénito y él había asumido el riesgo de dejarme a su cargo en el supuesto de que llegase a faltarle, salí entonces a comprar la Rolleiflex gran angular para que además de adiestrar a su hijo en la dictadura del guayo y el balón de fútbol el niño aprendiera también a adiestrar el ojo, como su abuelo fotógrafo, o como su padre reportero gráfico que se defendía como pez en el agua con una vieja Nikon réflex de los años cincuenta, salí al parque y decidí ingresar al almacén de Armando Rugeles, un rico propietario de haciendas y restaurantes al que había visto disparar contra sus propios ventanales el día en que Ana Larrota fue asesinada en la cárcel de mujeres, el almacén era un hervidero de gente que aprontaba abarrotes y bebidas para la ley seca que duraría una semana, y es que vivíamos en un lugar donde se podía estar sin carne y sin leche, sin huevos ni papas, sin felicidad y sin dinero, pero jamás, por motivo alguno, sin vino ni ron, sin brandy o sin whisky, permanecí cinco minutos en el mostrador de aquel lugar que distribuía bebidas espiritosas a la población, luego diez minutos más y los empleados desfilaron frente a mí sin siquiera mirarme, luego dos minutos más y traté de preguntar por el costo de las cámaras de última generación que estaban en una vitrina alta y esbelta como un obelisco de cristal y ellos alzaban la voz y se dirigían a sus respectivos clientes, ignorándome, siempre ignorándome, si hubiese algún otro almacén que vendiera cámaras fotográficas importadas no había tenido problema en marcharme esa tarde al primer despropósito, pero algo raro pasaba en el almacén del mayorista Armando Rugeles, alguien que había llegado después de mí acababa de ser atendido antes de mí, creí notar en ello un simple desfase, una omisión por el exceso de trabajo, pensé y justifiqué al vendedor más cercano, pensando que simplemente no había notado mi pregunta, que su actitud se debía más al descuido que a la mala fe, que era una ligereza suya, una distracción perdonable, por cansancio, una desatención natural como protesta ante el horario extendido de las ventas y una indignación simbólica por el exceso de trabajo remunerado con un mísero salario de hambre, algo comprensible, por demás, con un patrón tacaño como Rugeles que se había hecho millonario haciendo préstamos al diez por ciento, pero cuando vi que el pedido anterior era facturado y que enseguida tomaban nota del pedido de una mujer que no sólo llegó después, sino que llegó después del que llegó después de mí, decidí que me estaban ignorando, oiga, le dije, ¿es que mi plata no vale?, ¿no ha visto que llevo media hora preguntándole por esa cámara réflex?, el muchacho quedó de piedra cuando todos los compradores y los demás empleados voltearon a mirar al mismo tiempo tras mi exclamación de protesta, es que tenemos la orden de no atenderlo, señor Borja, dijo en voz baja, lo que me llenó más de intriga que de indignación, ¿y quién ha dado esa orden?, debí preguntarlo en voz alta y golpear la vitrina del mostrador, porque una voz agresiva atronó desde el otro lado de la bodega, la di yo, era el propio Armando Rugeles, dueño del almacén mayorista, y agregó que yo era una persona no grata en su negocio, ah, sí, y me puede explicar por qué, a lo que respondió que yo no era un ciudadano sino un guerrillero disfrazado de periodista, le dije que lo mejor sería que tuviera listas las pruebas de tal acusación porque sola constituía un delito llamado calumnia, con el cual podía reclamar un pasaje directo a los tribunales, Rugeles alzó la voz y dijo que las pruebas estaban aquí, periodista, y esgrimió de la vitrina un ejemplar de La Gallina Política que llevaba en la mano temblorosa de ira, las pruebas son estas, Joaquín Borja, la prueba es este periódico en que usted hace proselitismo subversivo y apología del delito, ¡sí!, para que todos esos guerrilleros de mierda vengan después a quitarnos lo que nos pertenece, lo que hemos ganado con nuestro sudor y desvelo, porque nosotros sí que hemos trabajado, nosotros nos ganamos la vida desde antes de amanecer hasta que cae la noche, con el sudor de la frente, y no como usted, yo también me gano el dinero trabajando, sí, pero lo hace desde un escritorio redactando panfletos y difamaciones contra personas intachables y honorables de este pueblo, usted es un guerrillero disfrazado de civil y en este almacén no alcahueteamos esa vagabundería, dijo, aquí le queda rotundamente prohibido entrar a usted y a sus familiares mientras yo sea el dueño de este negocio, así que váyase de una buena vez, no pierda su tiempo, porque nadie lo piensa atender, vaya mejor a su casa y se dedica a escribir una excusa pública al señor Simón Alemán a quien usted ha ofendido y agraviado con sus historias y sus palabras de mierda, a quien usted ha ultrajado tergiversando sus palabras en esa entrevista que él gentilmente accedió a darle, lo que escribí ahí es literalmente lo que él quiso responder, y ahora me va a negar que usted tejió toda esa sarta de mentiras que opacan la honorabilidad de su familia cuando escribe, vea, que la hacienda La Vendée fue un botín de guerra, resultado de esa guerra sangrienta entre los pioneros y los terratenientes, una guerra que perdieron los obreros que desbrozaron la selva y que ganaron los generales de la guerra de los mil días, sí, esto lo escribió usted, Borja, y tituló La tierra es de quien la cultiva o de quien se la apropió, lo que es incendiario y cizañero, si calumniar es lo único que usted puede hacer, entonces no es usted un periodista, sino un gacetillero, partidario de la revolución comunista, y si se considera un periodista y no un subversivo, lo mejor que puede hacer es pedir excusas públicas a él y a todos los agricultores y comerciantes de este pueblo a los que usted ha ofendido con su historia demente, ojalá que no ocurra una desgracia en nuestro pueblo, porque, óigame bien, si llegase a ocurrir, si en los próximos días llegase a haber una rebelión de pobres y holgazanes que nunca han trabajado y se toman el pueblo junto a los guerrilleros, la culpa será sólo suya, y de su periódico, y de toda la mierda que aquí se publica, y enseguida hizo trozos el ejemplar de La Gallina Política que llevaba en la mano, lo tiró al suelo, lo pisoteó y todos los compradores y empleados del almacén se quedaron tensos ante la rabieta del jefe como si acaso le hubiera dado el tan esperado aneurisma con que todos soñaban, yo sólo le dije, soy periodista, mi oficio es escribir todo lo que vea y como lo vea, todo lo que investigue como lo indiquen las fuentes, y usted no va a cambiar el pasado simplemente porque no le gusta o porque no le conviene, y mucho menos va a convencerme de dejar mi oficio, dijo, pruébeme, Borja, haré secuestrar los periódicos que usted publica, lo hundiré, y se va a arrepentir de haber elegido una profesión denigrante como esa, se acordará de mí, Borja, váyase de mi local, y luego todo quedó en silencio, hasta que el silencio se cortó por un nutrido aplauso de los compradores presentes, hombres y mujeres que daban un paso atrás, acercándose a Rugeles, como poniéndose de su lado, al tiempo que aplaudían, instalados en su odio, despreciándome en manada, cuando salí de allí aún se oía el estribillo que improvisaron en coro, ¡mentiroso, mentiroso, el pueblo está rabioso!, entonces vi que en la calle la gente también me miraba y que una vez pasaba a su lado y los dejaba atrás muchos de ellos se quedaban murmurando secretos desopilantes cargados de inquina, dos cuadras más adelante, un hombre fornido y alto de cabeza rasurada, que tenía facciones jóvenes porque tal vez no pasaba de veinte años, se me acercó y dijo que unos amigos tienen un mensaje para usted, don Joaquín, tomé el mensaje que me ofrecía con discreción y fui a leerlo directamente al periódico que era al mismo tiempo la sala de estar de mi casa, provenía de un frente guerrillero, me mandaban a decir a través de la misiva que anduviese con cautela porque tenían noticias de un plan de exterminio llamado Plan Pistola preparado por los militares para ejecutar en una noche a todos los líderes del Sindicato de Oficios Varios y los simpatizantes, que si necesitaba ayuda, ellos podrían brindarme seguridad porque estaban enterados de la firme voluntad del periódico La Gallina Política en beneficio de los pobres, en el mismo papel me pedían que lo destruyese, ese mensaje, por seguridad, la mía y la de mi hermana, me citaban al campamento para exponerme los pormenores del plan en marcha y decían que el mismo mensajero me llevaría directo al campamento, que el comandante del grupo tenía intención de poner en conocimiento de la opinión pública documentos y nombres clave entre los militares y ganaderos implicados en las sucesivas torturas y desapariciones y muertes de muchos líderes sindicales y campesinos durante los últimos meses, así que llamé a Orozco para contarle la tarde que había pasado y le pedí que tomara una fotografía de la carta enviada por el Movimiento Guerrillero antes de destruirla, Orozco la tomó y mientras alineaba el lente de su Nikon réflex dijo que a él también lo habían ultrajado en la vía pública, lo habían llamado “impostor” y “sodomita”, y agregó, con el desprecio que le provocaban las multitudes de estupidez unánime, que por suerte sodomita se refería a la violación colectiva hecha a los visitantes de una ciudad hedonista y bíblica llamada Sodoma y no específicamente a las preferencias sexuales de un hombre, enseguida recordó la violación del bíblico Benjamín y su concubina perpetrado por todos los habitantes de una ciudad hedonista del mar Muerto y concluyó que en últimas era un término que se les devolvía como un bumerán a toda esa laya de hijueputas, esa noche le pregunté al fotógrafo si era propio y ético de un periodista cambiar de opinión frente a su personaje, tanto tiempo perseguido, tanto tiempo codiciado, y dejarlo desnudo, en la pieza periodística final, tal como había sido develado en sus respuestas y actitudes, dibujado como el último eslabón de una cadena de infamias, de usurpaciones y robos de tierra, y tal cual decidiera divulgarlo, ¿para quién escribía yo ese reportaje?, me preguntó, ¿para su protagonista, o para usted, o para la opinión pública, o para contribuir a explicar un momento histórico?, ¿qué dice su manual de ética?, ¿cuál ética?, pues la puta é-ti-ca esa, ¿recuerda?, la moral es la ley, y la ética la interiorización de la ley, esto no se trata de ética, se trata de pruebas soportadas en documentos, se trata del poder que tiene la palabra, me dijo, ¿no te habías dado cuenta, señor director, de que la palabra es peligrosa porque analiza, ordena y demuestra, y en eso consiste el poder?, el poder de la palabra, pensé, con sorna: ¿qué poder puede tener en realidad un puñado de palabras?, y debí pensarlo en voz alta porque enseguida el fotógrafo sirvió el primer whisky de la tertulia literaria y empezó a contar una historia al respecto: ¿se acuerda de Wittgenstein, cuando dice que un hombre arrancó de un libro un poema y puso las palabras impresas de ese poema en un sobre y luego fue a dejarlo en el buzón del vecino, y al día siguiente el vecino abandonó el pueblo cargando con su equipaje?, ¿qué poder tiene la palabra escrita?, ¿qué opera de siniestro y amenazador en ese poema?, ¿por qué huye el segundo hombre del cuento de Wittgenstein cargando con su equipaje?, ¿se va para no volver?, ¿quién era este primer hombre que dejó un poema en el buzón de su vecino?, ¿era un desconocido?, ¿era un poema amenazador?, ¿era en realidad un poema?, ¿qué es un poema en realidad?, ¿una amenaza no puede ser un poema?, ¿un panfleto no puede ser un poema?, ¿cómo hay alguien que se pueda sentir amenazado o desnudado con un poema?, ¿una mujer que encontrase tal poema en su buzón habría tomado todo como amenaza, y hubiese abandonado el pueblo al día siguiente?, ¿y si el cuento de Wittgenstein no es un cuento sino una anécdota personal?, ¿y si Wittgenstein, el filósofo archimillonario, el filósofo de la lógica y de las palabras, hubiese decidido develar un pedazo de su vida en forma de poema, un secreto familiar en rimas asonantes, y si él mismo fue quien puso el poema en el buzón de su vecino?, ¿o si fue el vecino quien dejó el poema en el buzón de Wittgenstein contándole el secreto más temible de su familia?, ¿no daría esto para escribir toda una novela de probabilidades?, ¿de paternidades erráticas?, ¿de qué huiría Wittgenstein?, ¿por qué se sintió amenazado?, ¿fue este mismo poder de las palabras el que operó en el filósofo para que en 1914 renunciara a cien mil coronas de oro heredadas de su padre y las donara a favor de los escritores menesterosos de Viena?, ¿tendría tanto poder la palabra impresa que de sólo acariciar la posibilidad de escribir un reportaje que buceara en los profundos orígenes de la concentración de la tierra podría el cronista verse en la obligación de abandonar el pueblo con todo mi equipaje al día siguiente?, ¿no era esta una forma de poder?, ¿un poder que devela, que deja al otro desvalido?, ¿no es ser esclavo vivir con miedo?, ¿tendría tanto poder de reacción la palabra impresa en una tierra de ignaros que aquel que se atreviera a poner un puñado de sal en las heridas nunca cerradas debía irse o desaparecer?, y con ese sartal de dudas lo único que pude hacer fue interrogarme también un poco: ¿había tocado un nervio?, ¿había logrado meter el dedo en el ojo?, ¿por qué un reportaje desataba tal reacción?, ¿había dado en el blanco al revelar la historia de los latifundios?, ¿instigaría un puñado de palabras ordenadas la furia subterránea de los usurpadores de la tierra o el beneplácito de los que habían sido despojados y humillados durante décadas?, el día que cerré el último cartapacio de los recortes que me habían servido de fuente para comprender la historia de esa hacienda, antes de atreverme a escribir la primera línea del dossier, me sentí confuso, con el cuerpo aletargado y hormigueante por las altas dosis de café bebido, fui a ver a mi hermana Luisa en su cuarto para ver si estaba despierta y si podía ayudarme a dilucidar un poco de luz en la oscuridad, era la primera decisión ética que debía tomar como director del periódico, ¿qué decir y qué callar?, ¿era alguien responsable de los errores y crímenes cometidos por sus antepasados?, una conclusión en tal sentido podía ser un punto de quiebre entre quienes participaban de la invasión a los terrenos y quienes planeaban echarlos de allí, una conclusión inversa podía levantar una andanada de ira contra el semanario, Luisa estaba dormida, bocabajo, una pierna doblada y la otra a lo largo, las dos manos alrededor de la almohada, el rubor del sueño sonrosándole las mejillas, vi el libro que estaba leyendo caído sobre los zapatos y la ropa interior hecha un ovillo en el suelo, supe que estaba desnuda bajo las sábanas y no pude evitar una recriminación por atreverme a imaginar su cuerpo, recogí el libro y leí el título, Auto de fe de Elías Canetti, ¿por qué había elegido Luisa a Canetti entre los libros de mi biblioteca?, qué pregunta tan estúpida, pensé, abrí el libro en el señalador de páginas, una línea tenue de lápiz subrayando una frase que Luisa consideraba elocuente, yo nunca subrayaba mis libros por respeto y estética, y Luisa lo sabía, pero no le importaba hacerlo por mí, la frase, como el dictado de un oráculo, decía que alguien se aproxima a la verdad cuando se aleja de los hombres, a mucha gente le pasaba, pero no se atrevían a seguirlo, cuando necesitas una respuesta hay que abrir bien los ojos porque tu entorno acude a contestarla, ¿por qué había señalado Luisa esa frase y no otra?, ¿por qué yo había ido esa noche a tratar de conseguir un poco de tranquilidad en su presencia?, ¿subrayar un libro es escupir en lo sagrado?, subrayar un libro es una celebración, es descubrir que otro pudo decir lo que nosotros pensábamos y no sabíamos pronunciar, es fijar un pedazo de saber que la memoria aspira a confirmar una vez más y citarse para el reencuentro, un hombre sólo se aproxima a la verdad cuando se aleja de los hombres, decía más abajo, ¿Simón Alemán no se estaba acercando de algún modo a esta verdad al cederme el pasado negro de su familia en ese cartapacio?, ¿yo no podría estar acercándome a la verdad al decidir que escribiría sobre ese pasado en relación directa con nuestro presente inmediato?, no somos totalmente culpables ni totalmente inocentes de lo que hicieron de nosotros.