1
Por el grosor de los hombros parece saberlo: Martina no ha enviado emisarias sino que ha decidido venir ella misma hasta su celda, a matarla. La mole de sus hombros macizos y el grosor del cuello, más desarrollado que la cabeza, como el cuello de una atleta, emergen en la oscuridad.
¿Qué quiere, Martina?
La silueta no responde a la pregunta.
Un movimiento suave de la anciana alerta a la oponente, que deja al descubierto la hoja afilada del puñal entre su mano.
La anciana se levanta sobre las dos piernas inflamadas de erisipela, con un vigor de juventud que toma desprevenida a Martina. Enseguida viene la reacción de la atacante: una primera cuchillada que pasa muy cerca del hombro derecho, sobre el brazo donde la anciana oprime a su vez un cuchillo filoso. Es apenas el primer merodeo de la fiera frente a la presa. La segunda estocada logrará ser esquivada, pero rozará la mano de la anciana y al mismo tiempo su cuchillo hará saltar sangre de la atacante.
La anciana no tiene intención de atacar. Cada golpe es una respuesta defensiva. La respiración de Martina es fuerte, como un estertor de fiera enardecida. La atacada parece tranquila. Vigila los movimientos. Aguarda.
2
Está asustada, piensa la anciana, más asustada que yo.
Y luego concluye: no sabe matar.
Martina ignora que se enfrenta a una mujer diestra en el uso de cuchillos luego de más de diez años de labores en un mercado. La resolución con que la anciana aferra el mango, la seguridad con que sostiene la hoja, sin amenaza pero con determinación, delatan un ímpetu y una resistencia que la atacante no esperaba encontrar. Martina tampoco esperaba que la anciana estuviera despierta y cuchillo en mano a esa hora de la madrugada.
Me sapearon, piensa. Nos tocó matarnos.
3
La que está al frente ya no parece una anciana: la mira fijamente y gira el puñal en la dirección en que se mueve. La atacante busca una grieta, la menor vacilación, para ensartar el aguijón en su oponente.
¿Por qué le resulta tan difícil a Martina acertar en el tercer intento? Por la mirada que no cesa. A pesar de que no hay suficiente luz en aquella celda, la mirada incesante de la anciana parece abrir una cortina densa en la oscuridad y espiar desde un mismo punto todos sus movimientos como si acaso la siguiera con un reflector de alta potencia.
Esta vieja está dispuesta a todo, piensa, y enseguida recuerda la lección que le dio una cuchillera de viejas lides en los primeros años que pasó en la cárcel. La veterana le dijo: ¿No te has preguntado por qué las mujeres les tenemos tanto miedo a los ratones, Martina? Ahora verás, y enseguida dejó escapar un ratón en el comedor atestado de presidiarias, y estas parecieron saltar al mismo tiempo sobre las mesas. Mientras eran evacuadas por los pasillos, en medio de la rechifla general, se lo dijo: Hay que actuar como una rata, Martina. Una pobre rata de alcantarilla que vemos venir produce miedo, ¿por qué? Una rata no podrá hacernos mucho daño, en realidad. Podrá mordernos, tal vez, si se siente acorralada, pero nosotras podemos aplastarla con un palo, o despanzurrarla de un tablazo. Sin embargo, le tenemos más miedo nosotras a ella que la rata a nosotras. Cuando la vemos correr, sentimos la sangre helarse y buscamos una silla o salimos corriendo lejos de su alcance… somos superiores a sus fuerzas, podemos arrancarle la cabeza, sacarle su intestinito de rata asquerosa y mancharnos de esa sangre mezquina como si nada; pero aun así, Martina, es ella la que nos produce terror a nosotras.
4
¿Quieres saber por qué?
La mujer interrumpió el discurso, se quedó mirándola sin parpadear y le dio entonces la mayor lección que pudiera darle una veterana presidiaria a una novata en cualquier cárcel: Porque la rata actúa como si no tuviera nada que perder, Martina. Entiende eso, Martina, y serás la reina de esta cárcel…
5
Ahora es aquella anciana insignificante la que actúa como si no tuviera nada que perder. Su cuerpo erguido ocupa el centro de la celda. No le dará la espalda un solo segundo. Está atenta a sus movimientos. Armada también. Todo lance tendrá uno de respuesta. Martina siente que el rostro se le cubre de un sudor frío. Un temblor y un jadeo que se apropian de su cuerpo y que ya no la abandonarán mientras la noche termina en esa celda con la víctima y la atacante heridas de muerte, las dos nadando en un charco de sangre.
6
Meneses saca el revólver y apunta al capitán Penagos que, desde el centro de la reja, le da a los soldados la orden de proceder al desalojo. Son ya las dos en punto y, en medio de la lluvia de bombas molotov y botellas de ácido muriático, nadie oye el disparo que se encaja en el esternón del militar. Los propios militares, azorados por la violencia del recibimiento y la gritería de las mujeres, no se percatan de que su capitán ha quedado malherido en la retaguardia, y se adentran a culatazos en la invasión como exige la orden, esquivando como mejor pueden las andanadas de ladrillo triturado que llueven y abren cabezas a destajo, las botellas explosivas y, más temibles aún, las que contienen ácido muriático, que derrite los tejidos y deja ciego.
Los defensores son hombres y mujeres. Todos lanzan catapultas de piedra, se protegen en las barricadas y hacen retroceder a los soldados de a pie. Algunos soldados disparan tiros al aire. Pero los estallidos no amedrentan ni disuelven la pedrea. Una carga de botellas incandescentes incendia la cabina y la carpa del primer camión. Ningún comandante previó la capacidad de resistencia y contención de los invasores. Ahora, los furgones que han transportado a los soldados retroceden por la carretera y se abstienen de ingresar a la invasión. El que fue incendiado está atravesado en la mitad del único camino de acceso. Tres soldados tratan de apagar el incendio con extintores, pero no dan abasto. Las llamas envuelven el camión y los soldados que acudían para tratar de socorrer a los bomberos salen expulsados por la explosión del combustible.
Los soldados que iban a pie, delante de los furgones, logran encañonar a cinco lanzadores de piedra. Los aíslan del resto del grupo y tratan de defenderse de una nueva andanada de la primera línea de defensores. Desde los furgones, una lluvia de gas lacrimógeno cae sobre la primera línea de barricadas y los defensores retroceden hasta la segunda línea, donde las mujeres han encendido hogueras de llantas quemadas que neutralizan la acidez de los gases. Algunas recorren el campo y reparten leche para que los afectados se laven la cara y los ojos irritados por la gaseada. Los soldados de la entrada ven arder el camión militar y reducirse en cuestión de minutos.
7
Rafael Rangel deja la barricada y trata de llegar a la carpa central, pero resbala de camino y da de bruces contra la arena. Su ayudante se apresura a ayudarlo a levantarse y apoya su brazo en el hombro del otro hasta que logran entrar en la carpa.
Desde allí los más jóvenes, adolescentes y niños, aprontan piedras y las llevan a las barricadas.
Una mujer ve la herida en la frente de Rangel y le impone un paño para tratar de parar la hemorragia.
—¿Está herido en más partes, compadre?
Rangel se toca la camisa empapada de sangre, escudriña dolores y después niega.
La mujer dice que todo se salió de las manos. Que debe hacer algo, dar la orden de parar la pedrea, porque los militares van a terminar haciendo una matanza.
Rangel voltea a ver el hongo de humo negro que despide el camión incendiado, ve a los hombres que los soldados tienen acorralados en la primera barricada desalojada, asiente y sale del toldo para dirigirse hacia donde los lanzadores de molotov preparan una segunda catapulta.
8
—¿Y dónde están los demás? —pregunta al ver sólo cinco lanzadores en donde debería haber por lo menos diez.
—¿No le han contado?
—¿Qué?
—Meneses disparó y le dio en el pecho a un tiratiros…
9
Pedrarias Vargas Díaz, un hombre fornido vestido de blanco de pies a cabeza, apodado “el Odontólogo”, camina inclinado para llegar hasta la segunda barricada y dar la orden de no arrojar más escombros sobre los soldados.
Los militares avanzan hasta la primera barricada donde están los detenidos. A la voz de mando de un sargento, vuelven sobre sus pasos y se forman en línea recta frente al camión incinerado.
Humo y acritud se levantan del esqueleto del camión, y el incendio alcanza a verse desde el pueblo. Los defensores han formado una línea cerrada de contención desde la segunda barricada. Los dos ejércitos enfrentados parecen dispuestos a pelear hasta el final.
10
Entonces Rafael Rangel alza la vista y la ve aparecer entre el humo del incendio.
Ana Dolores Larrota viuda de Pico, sostenida por los hombros de dos ayudantes para saltar la zanja de acceso donde se hundieron las ruedas del camión quemado, viene en compañía de su abogado.
La anciana atraviesa sin problemas la brecha que separa a soldados y civiles y cruza palabras con el sargento a cargo de la primera patrulla de soldados. Enseguida el sargento ordena formación y retiro inmediato de la tropa. Sólo que entonces un rumor se oye venir desde los otros furgones, y la orden del sargento se ve interrumpida parcialmente por un desorden súbito entre sus hombres.
11
—¡Acaban de herir al capitán Penagos, mi sargento! —dice el soldado más cercano.
—¡Le dieron un tiro! —dice otro que llega corriendo. El rumor de que hay un oficial muerto se extiende ahora por toda la explanada.
El sargento deja su lugar en la primera línea y sale a inspeccionar de su propia cuenta aquel conglomerado de soldados que no acatan su orden en la retaguardia. Dos enfermeros del ejército le toman el pulso al capitán Penagos, que permanece tendido en la grava con el uniforme ensopado de sangre a la altura del pecho.
—Está muerto, mi sargento —es el diagnóstico del enfermero que le ha tomado el pulso cuando llega a su lado el inmediato sucesor en la cadena de mando.
—¡Radio! —exclama el sargento.
Un soldado cargado con un equipo de comunicaciones a la espalda sale de la formación y se pone de espaldas junto al sargento. El sargento descuelga y pide cambio. Al otro lado le responden enseguida.
12
Entre tanto, el abogado Baldomero Ramón Izaquita y Ana Dolores Larrota se han separado de los militares y hablan con Rafael Rangel y con la escultura de piedra vestida de blanco que apodan el Odontólogo.
—¿Y dónde está Meneses, Odontólogo? —pregunta Rangel.
—Tras los cambuches —dice el Odontólogo con voz recia.
—Pues que se esconda —dice Rangel, con determinación—, y desaparezcan ya ese revólver.
El abogado mira con dureza a Larrota. Ella esquiva la mirada y la pone en el rostro del sargento que en ese instante se acerca con tres escoltas hasta la zona de distensión donde aguarda la comitiva.
—¿Usted es Ana Larrota?
—Sí, señor.
—Le informo que está detenida y que debe acompañarme.
13
La multitud emite un rumor de protesta. Es un rumor hostil, que hace a los soldados poner los fusiles en ristre.
La anciana mira al abogado, y el abogado hace un gesto negativo.
—¿Por orden de quién? —pregunta el abogado.
—Por orden del teniente coronel Becerra, acalde militar del municipio.
—¿Tiene la orden escrita?
—No la necesito, abogado: estamos bajo Estado de Sitio.
14
El abogado no puede hacer nada para evitarlo. Los soldados dan la vuelta y se llevan a la anciana. La multitud armada con picos, palas y piedras no intenta un movimiento de rescate porque Rangel y el abogado Baldomero dan la orden de dejarlos marchar.
Los hombres, las mujeres y los niños sólo salen de las barricadas cinco minutos después, cuando ya los furgones descienden por las estribaciones de la colina en dirección al valle, donde la luz amarillenta de la tarde baña los techos y calles del caserío.
15
El eco de una batalla lejana recorre los pasillos de la cárcel. En el suelo de la celda yace Martina de medio lado, con las piernas incapaces de soportar su propio peso, mientras trata de sostenerse con una mano y con la otra intenta taponar la herida del cuello por donde mana un borbotón de sangre espesa.
La anciana ha caído sobre la cama de cemento empotrada a la pared y permanece allí, en el centro, acostada, con los ojos abiertos. Su cuerpo despide el resuello del pulmón perforado. Sus manos se aferran a la empuñadura de la navaja que Martina ha logrado hundirle en el vientre. Un hilo de sangre le mana de la comisura de la boca y ensangrienta la almohada. Los gritos de las demás internas empiezan a retumbar por las paredes de la cárcel. Es un rumor violento, plagado de insultos a las guardianas.
¡Mataron a Anita! ¡Guardianas hijueputas! ¡Mataron a Anita Larrota! ¡Perras malparidas!
Es un grito que no recibe respuesta.
16
¿Anita?, ¿me oye?, ¿le hicieron algo?
Preguntas que rebotan y hacen eco desde la celda vecina.
La niña abre los ojos y ve a su tía Julia con un vestido de perlas estampadas frente a sus ojos.
¿A dónde fuiste, Anita?, le dice.
Tiene siete años y está en el Lazareto Nacional, de visita con su madre y con su hermano mayor.
A ver los enfermos, dice la niña.
¿Y qué te enseñaron?, dice su tía.
Me enseñaron a cantar.
¿Y qué canción?
Aserrín, aserrán, los maderos de San Juan…
¿Piden Pan?, pregunta su tía.
¡No les dan!, responde la niña.
Y continúan a voz en coro con todo el poema:
Piden queso, les dan hueso
Piden vino, ¡sí les dan!
¡Los de Triqui, alfeñique!
¡Los de Roque, alfandoque!
¡Los de triqui triqui tran!
Y la imagen se disuelve de pronto tras el golpe metálico de la puerta de la celda al abrirse.
17
¿Cuánto tiempo ha pasado muriéndose en aquella celda? La luz del sol empieza a clarear por entre los barrotes. Está amaneciendo, con un azul transparente. Tiene frío. A lo lejos la anciana oye voces. No las reconoce. Son las guardianas que le toman el pulso.
Anita, ¿quieres galletas de alfajor?
Esa voz… Nítida.
La voz de su tía Julia que la llama.
La niña trata de decir que sí, que sí quiere alfajores, pero es la anciana, muchos años después, quien resulta incapaz de proferir palabra.
No tiene pulso. Tampoco respira.
Se desangró, dice alguien.