Junto a la catedral de Braga vi un canónigo
y me dio un vuelco el corazón.
¡A éste sí se lo podría decir!
Antes pensé (Dios me perdone
la vanidad) dejárselo saber
al guardia perezoso de la esquina;
al cajero del Banco Nacional Ultramarino;
o al dueño de la ourivesaria, tan atento;
o a un mendigo que estaba en los peldaños
como quien tiene un puesto en propiedad.
Mi mujer, ya ustedes saben,
«Eso ni se te ocurra».
«¿Y al canónigo?» «Menos,
bastante les importa a los canónigos».
De manera
que Braga va a dolerme para siempre
porque nadie advirtió que aquel su obispo,
Fructuoso llamado,
era paisano mío, quizás algo pariente,
—«¿Tú crees?», mi mujer, ya saben, se sonríe—,
y hace cientos de años andaba Bierzo arriba
predicando justicias que poco se cumplieron,
abriendo los caminos que aún están por hacer.