Cuando llega el verano, todo el pueblo
se alquila:
el sol,
la sombra,
el arenal extenso de la playa
que recoge los cuerpos con blandura,
un asiento en la iglesia del Señor
y el cálido rondar de las guitarras.
Hermoso es ofrecer la luz y el aire.
Pero me quedan ganas de gritaros:
¡No cedáis más las íntimas alcobas
donde la ropa huele a vuestros sueños!
Todo el oro del mundo, y no se paga
el rubor con que miran los retratos.