El desterrado

He almorzado solo ahora, y no he tenido madre, ni súplica, ni sírvete, ni agua.

CÉSAR VALLEJO


Diciembre veintisiete, Guayabamba

y 38 grados a la sombra.


Las calles salineras

que mueren en el mar

son ríos de silencio,

ramos de hostilidad.


Cesaron los pregones

y el mundo está en su siesta,

ajeno y sin piedad.


Desde el alcohol que aguarda

en el hondo cristal

unos ojos le miran

con un fijo mirar,

y él se reconoce,

y ellos le miran más.


Los ojos que ahora miran

al fondo, en otra edad

buscaron las estrellas

más altas de mirar.

¡Si tuviera sus montes,

lobos de merodear,

inviernos de ternura,

y nieve, sobre todo la nieve de Valgrande

y del Manzanal!


Hay 38 grados a la sombra.

Guayabamba. Prohibido soñar.


Es rico de monedas

¡y no puede comprar

sino el licor amargo

de la soledad!

O peor todavía

si otros labios de sal

le descubren mintiendo

su lejana verdad.


Calle arriba y abajo,

losas para marchar

despacio, porque todo en Guayabamba

es lento, lento, lento como la eternidad.


Calle arriba y abajo

frescura de zaguán,

pero él en las puertas,

él afuera, él detrás.


Las ventanas se cierran.

¡No las podrá rondar!


Camina, se detiene…

¿Nadie le va a llamar

por su nombre? No, nadie

le llamará.


Consulados de bronce,

verjas de alto metal,

templos de rito extraño,

¿dónde podrá llorar?


¡Dónde, dónde

podré llorar…!