Hay hombres familiares de la noche,
hechos a respirar la madrugada.
Nadie pregunte dónde son sus días.
Cuando se enciende el sol, ellos se apagan.
Una noche cualquiera fui con ellos.
Cocíamos el pan, y lo estrenaban
nuestras manos, rompiendo en la corteza
su palidez de flor anticipada.
Éramos el retén de la ciudad
dormida. Nos acompañaban
pocos oficios. Las medianerías
de la amistad se hacían más delgadas.
A tiempo de esquivar la luz primera
marchábamos en sombras alargadas.
Éramos muy hermanos en la noche,
más lejos del adiós y las palabras.
Cuando volví a apuntarme a la costumbre
de las horas del sol sobre las plazas,
anduve como un ciego entre las flores
y a pan sin sal me supo la jornada.