… Hasta que al fin la noche
cansada de crueldad
se dejaba vencer hasta otra noche
y el día lentamente restauraba
la máscara en el rostro.
«Buenos días, señor. Ah, buenos días.
Somos hombres. Guardemos las maneras.
Nadie podrá decir que nuestras manos…
mientras llevemos su afilada sombra
en el hueco suavísimo del guante».
—Afeitado y azul el invasor ponía
el ancho territorio de su bota
sobre la calle,
y muy piadosamente
cubría los manchones del escándalo.—
Niños cruzaban, pájaros de siempre,
porque la vida, porque el mar y el cielo,
y muchachas granando en su imprudencia
hacia un destino como el sol remoto.
El paso de los hombres resonaba
opaco, la herramienta
mirando hacia la tierra como un arma
rendida en viernes santo,
tan cívicos por fuera.
Porque era el día, el día; y era el día
abriendo los cerrojos con su tregua,
poniendo en orden trenes y mercados
junto a la profusión de los edictos.
Pero bajo la piel de las ciudades
un corazón latía muy despacio
su fuerza reservando hacia lo oscuro:
el músculo del pueblo de la sombra.