«¡Un paso al frente! Tú serás la piedra».
Como aquel hombre que llamaron Pedro.
Este que llaman Juan, o cualquier otro
nombre de salvación o de desgracia,
de pronto encuentra ardiendo entre sus manos
una llama, y hay hombres que le siguen.
¿Qué voz oculta, qué imperioso verbo
vino a nombrarlo entre la muchedumbre?
Ningún signo de luz sobre la barca,
ni en la despierta carne de la madre
el resplandor de los presentimientos.
Acontece que un día ya no basta
la mesa para cuatro con su pan
seguro, pero amargo; y en el lecho
feliz las horas blancas se revuelven.
El ya no es él. Escapan al sentido
todas las tiernas cosas renunciadas,
pinceles, instrumentos, colecciones
de deseos fingiendo mariposas.
Ahora lo miran miles, le preguntan.
El se mira también y se pregunta.
Nadie responde. Hay que inventar el modo,
el camino, la letra de los himnos
y la cueva feroz donde cantarlos.
Era un pozo de asombro estremecido
como aquel Pedro, pero un dedo firme
señala su ocasión y lo designa,
y es el jefe de un pueblo de la noche.