En la ciudad de N. (como en una novela
de otro siglo)
a tantos de tantos de mil novecientos tantos
reunidos los señores que al margen se expresan
don Joaquín
don Jerónimo
don José
don Silvano
don Federico
y el joven postulante (aquí mi nombre)
dio comienzo la sesión con las preces reglamentarias
lectura del acta anterior
capítulo del Kempis (era un sagrado naipe,
se baraja, se corta, siempre encarta
como a cada conciencia le conviene)
y un artículo del Reglamento.
La colecta (secreta)
treinta pesetas con cincuenta céntimos
el diezmo de la misma
corresponde al Consejo General.
Se acordaron socorros (luego iríamos
en parejas, lo manda el Reglamento
por si se acude a huérfanas muy solas,
subíamos las calles más estrechas
tocábamos las puertas más delgadas
y después de la tos en cocinas humosas
no exentos de ternura interrogábamos
sobre el precepto,
y dábamos los bonos, rebosados
de idas y venidas,
yo doy un bono, ellos Dios se lo pague,
ellos el bono, el panadero el pan,
el panadero el bono, nosotros el dinero,
y nosotros el bono, ellos Dios se lo pague,
era un cartón durísimo
el cartón de los bonos).
Fuera de lo ordinario la compra de una muda
a Fulano de Tal
que marcha al Hospital
General.
Y sin otros asuntos que las preces
de rúbrica (más rezos) se levanta
la sesión y de ella el acta que aquí consta
(«El chico tiene buena letra», yo obediente,
yo objetivo erijo un testimonio
y no reprocho nada a don Joaquín
a don Jerónimo
a don José
a don Silvano
a don Federico
ni siquiera a mí mismo, un escribano
da fe y se calla, ve volar las moscas
y está pensando, pero siempre calla)
lo firman los señores de la Mesa
y yo secretario CERTIFICO.