En aquel tiempo había bastantes vírgenes.
Las vírgenes por excelencia
venían de las áridas provincias
y unos días vivían en el pueblo
dándole adiós al mundo,
mirando todo,
oyéndolo,
palpándolo,
averiguando el precio de collares
que no las adornarían jamás.
De algunas se recuerda la hermosura.
Pero a mi corazón se ataban las alegres
porque era indescifrable la alegría
de los jóvenes dientes y los ojos,
la recatada pero inevitable ondulación del cuerpo,
todo para sumirse en una lejanía
como la muerte oscura e ignorada.
Y se quedaban cerca.
Y se quedaban cerca,
casi pared por medio,
pared maestra, muro de muralla
tan sólo adelgazado por mis sueños
en los desasosiegos del verano.
Revivo las melenas casi niñas
en su última flotación
perdiéndose
por la brecha fugaz de los portones
hacia un rito solemne de tijeras de plata, podaderas
de un alto jardinero.
Qué fácil tener barba en nuestro pueblo,
pecho de Bradomín, amores imposibles.
En el último banco de la iglesia,
al morirse la cera de la misa
empezaba allá arriba la salmodia
y era locura vana
—«Domine labia mea aperies…»—
buscar en el blancor del coro unánime
la separada voz de aquellos labios.
Todavía si paso junto al muro
y sopla el aire de los colmenares
y cruza una muchacha con su risa
y la sangre me fluye como un verso muy largo,
vienen a mi memoria rostros,
nombres,
ahora en sosiego, paz, no sacrilegio,
inútil la esperanza
de que alguien me recuerde a mí allá dentro.