Planchabas las camisas con exceso,
no es que te lo reproche, fue cuando me eché al monte,
sin volver la mirada iba muy solo
con el miedo sutil de tener miedo.
El camino era duro pero claro,
torcido pero exacto conducía
al campamento donde sin banderas
ocultaban su fuego los rebeldes.
Bebieron de mi vino, las hogazas
olían a tus tardes laboriosas,
y al fin me hicieron sitio junto a ellos
pero siempre miraban a mis manos
y yo me avergonzaba
de que fueran tan largas y afiladas.
Acaso fui por esto el más veloz,
el jinete de espuelas más hundidas,
el primer cabalgante, el más tardío
cuando el toque final de retirada.
Yo amaba sobre todo
los regresos al filo de la aurora,
el alba en nuestros rostros sorprendidos,
y mirando mis manos a la luz
ya no desemejaban de otras manos.
Sabía que en la noche me pensabas
y en el día mirabas a mis cumbres,
no me extrañó el cosario,
mensajero valiente de tu cuido,
pero ahora he de volver a lo primero,
no es echártelo en cara, cuánto amor
pones en las camisas, cuello, puños,
con mis letras bordadas en el pecho.
Y esto, madre, es un grave contrabando
pasárselo a un huido, como entrarle
un libro de poemas, un violonchelo
o cualquier otra fiesta solitaria.
Me juzgaron y tuve que escuchar
No eres de los nuestros.
No somos de los suyos, tú tampoco
con tu trabajo y tu penar a cuestas
aunque no sean cuestas de estos puertos.
Así voy desviviendo mi condena,
no en mi ciudad, tan sólo en sus alfoces,
no en el monte, tan sólo en sus estribos,
repudiado por pobre de los ricos,
arrojado por rico de los pobres,
con señales que nadie creería
bajo la seda blanca tan planchada.