Ahora tengo una casa junto al mar
y no sé qué hacer con mis tardes.
Españoles internos, lejano azul ceñía
los costados del mapa,
sobresaltaba el sueño
ancho de los trigales,
sonaba en el salón de los veranos,
«espejo de mi corazón»,
y las novias poniendo sus mejillas,
«cuantas veces me ha visto llorar
la perfidia de tu amor».
Ahora
por delante de mi terraza
pasa cuanto soñé que pasaría,
frente a mis ojos, cerca de mis manos
las mujeres
más altas de soñar en los insomnios,
gira una melodía intravenosa
que disuelve en la sangre sus engaños,
barcos cruzan cargados de pañuelos,
trotan caballos cerca de la arena
igual que en los anuncios exquisitos,
y yo no sé qué hacer con mis tardes.
A veces
en la hora difícil de dos luces
lloro un hueco de caña o caracola,
cuento lo que daría por una catedral,
por menos, por un poco
de penumbra románica,
ver un canónigo con sus botones
rojos de arriba abajo, oír campanas
y sí saber dónde.
Madre,
ya sé que yo no tengo
remedio, que me canta
su nombre el mar si dicho entre centenos,
pero que no hay belleza en todo el mundo
como un río olvidado
si nos renace entre caliente arena.
Pero dime,
tú que ya la resides,
asegúrame de esa patria última
donde borrosamente te imagino
cuando caen las esteras del silencio.
Si ya no hay lejanías que soñar.
Si ahí tendré la casa
que me haga olvidar todas las casas.
Si por fin sabré qué hacer con mis tardes.